Don Quijote. Miguel de Cervantes Saavedra

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Don Quijote - Miguel de Cervantes Saavedra

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no todas veces le tengo cabal, sino tan desmedrado y flaco que hago mil locuras, rasgándome los vestidos, dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventura y repitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro discurso ni intento entonces que procurar acabar la vida voceando; y cuando en mí vuelvo, me hallo tan cansado y molido, que apenas puedo moverme. Mi más común habitación es en el hueco de un alcornoque, capaz de cubrir este miserable cuerpo. Los vaqueros y cabreros que andan por estas montañas, movidos de caridad, me sustentan, poniéndome el manjar por los caminos y por las peñas por donde entienden que acaso podré pasar y hallarlo; y así, aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da a conocer el mantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la voluntad de tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me encuentran con juicio, que yo salgo a los caminos y que se lo quito por fuerza, aunque me lo den de grado, a los pastores que vienen con ello del lugar a las majadas. »Desta manera paso mi miserable y estrema vida, hasta que el cielo sea servido de conducirle a su último fin, o de ponerle en mi memoria, para que no me acuerde de la hermosura y de la traición de Luscinda y del agravio de don Fernando; que si esto él hace sin quitarme la vida, yo volveré a mejor discurso mis pensamientos; donde no, no hay sino rogarle que absolutamente tenga misericordia de mi alma, que yo no siento en mí valor ni fuerzas para sacar el cuerpo desta estrecheza en que por mi gusto he querido ponerle». Ésta es, ¡oh señores!, la amarga historia de mi desgracia: decidme si es tal, que pueda celebrarse con menos sentimientos que los que en mí habéis visto; y no os canséis en persuadirme ni aconsejarme lo que la razón os dijere que puede ser bueno para mi remedio, porque ha de aprovechar conmigo lo que aprovecha la medicina recetada de famoso médico al enfermo que recebir no la quiere. Yo no quiero salud sin Luscinda; y, pues ella gustó de ser ajena, siendo, o debiendo ser, mía, guste yo de ser de la desventura, pudiendo haber sido de la buena dicha. Ella quiso, con su mudanza, hacer estable mi perdición; yo querré, con procurar perderme, hacer contenta su voluntad, y será ejemplo a los por venir de que a mí solo faltó lo que a todos los desdichados sobra, a los cuales suele ser consuelo la imposibilidad de tenerle, y en mí es causa de mayores sentimientos y males, porque aun pienso que no se han de acabar con la muerte.

      Aquí dio fin Cardenio a su larga plática y tan desdichada como amorosa historia. Y, al tiempo que el cura se prevenía para decirle algunas razones de consuelo, le suspendió una voz que llegó a sus oídos, que en lastimados acentos oyeron que decía lo que se dirá en la cuarta parte desta narración, que en este punto dio fin a la tercera el sabio y atentado historiador Cide Hamete Benengeli.

      Cuarta parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha

      Capítulo XXVIII. Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y barbero sucedió en la mesma sierra

      Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo el audacísimo caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tan honrosa determinación como fue el querer resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos ahora, en esta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no sólo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia; la cual, prosiguiendo su rastrillado, torcido y aspado hilo, cuenta que, así como el cura comenzó a prevenirse para consolar a Cardenio, lo impidió una voz que llegó a sus oídos, que, con tristes acentos, decía desta manera:

      – ¡Ay Dios! ¿Si será posible que he ya hallado lugar que pueda servir de escondida sepultura a la carga pesada deste cuerpo, que tan contra mi voluntad sostengo? Sí será, si la soledad que prometen estas sierras no me miente. ¡Ay, desdichada, y cuán más agradable compañía harán estos riscos y malezas a mi intención, pues me darán lugar para que con quejas comunique mi desgracia al cielo, que no la de ningún hombre humano, pues no hay ninguno en la tierra de quien se pueda esperar consejo en las dudas, alivio en las quejas, ni remedio en los males!

      Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los que con él estaban, y por parecerles, como ello era, que allí junto las decían, se levantaron a buscar el dueño, y no hubieron andado veinte pasos, cuando detrás de un peñasco vieron, sentado al pie de un fresno, a un mozo vestido como labrador, al cual, por tener inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría, no se le pudieron ver por entonces. Y ellos llegaron con tanto silencio que dél no fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido. Suspendióles la blancura y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño; y así, viendo que no habían sido sentidos, el cura, que iba delante, hizo señas a los otros dos que se agazapasen o escondiesen detrás de unos pedazos de peña que allí había, y así lo hicieron todos, mirando con atención lo que el mozo hacía; el cual traía puesto un capotillo pardo de dos haldas, muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca. Traía, ansimesmo, unos calzones y polainas de paño pardo, y en la cabeza una montera parda. Tenía las polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que, sin duda alguna, de blanco alabastro parecía. Acabóse de lavar los hermosos pies, y luego, con un paño de tocar, que sacó debajo de la montera, se los limpió; y, al querer quitársele, alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole estaban de ver una hermosura incomparable; tal, que Cardenio dijo al cura, con voz baja:

      – Ésta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina.

      El mozo se quitó la montera, y, sacudiendo la cabeza a una y a otra parte, se comenzaron a descoger y desparcir unos cabellos, que pudieran los del sol tenerles envidia. Con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a Luscinda; que después afirmó que sola la belleza de Luscinda podía contender con aquélla. Los luengos y rubios cabellos no sólo le cubrieron las espaldas, mas toda en torno la escondieron debajo de ellos; que si no eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecía: tales y tantos eran. En esto, les sirvió de peine unas manos, que si los pies en el agua habían parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban pedazos de apretada nieve; todo lo cual, en más admiración y en más deseo de saber quién era ponía a los tres que la miraban.

      Por esto determinaron de mostrarse, y, al movimiento que hicieron de ponerse en pie, la hermosa moza alzó la cabeza, y, apartándose los cabellos de delante de los ojos con entrambas manos, miró los que el ruido hacían; y apenas los hubo visto, cuando se levantó en pie, y, sin aguardar a calzarse ni a recoger los cabellos, asió con mucha presteza un bulto, como de ropa, que junto a sí tenía, y quiso ponerse en huida, llena de turbación y sobresalto; mas no hubo dado seis pasos cuando, no pudiendo sufrir los delicados pies la aspereza de las piedras, dio consigo en el suelo. Lo cual visto por los tres, salieron a ella, y el cura fue el primero que le dijo: – Deteneos, señora, quienquiera que seáis, que los que aquí veis sólo tienen intención de serviros. No hay para qué os pongáis en tan impertinente huida, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir ni nosotros consentir. A todo esto, ella no respondía palabra, atónita y confusa. Llegaron, pues, a ella, y, asiéndola por la mano el cura, prosiguió diciendo:

      – Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren: señales claras que no deben de ser de poco momento las causas que han disfrazado vuestra belleza en hábito tan indigno, y traídola a tanta soledad como es ésta, en la cual ha sido ventura el hallaros, si no para dar remedio a vuestros males, a lo menos para darles consejo, pues ningún mal puede fatigar tanto, ni llegar tan al estremo de serlo, mientras no acaba la vida, que rehúya de no escuchar siquiera el consejo que con buena intención se le da al que lo padece. Así que, señora mía, o señor mío, o lo que vos quisierdes ser, perded el sobresalto que nuestra vista os ha causado y contadnos vuestra buena o mala suerte; que en nosotros juntos, o en cada uno, hallaréis quien os ayude a sentir vuestras desgracias.

      En tanto que el cura

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