Novelas y teatro . Miguel de Cervantes Saavedra
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–Yo quiero ir a verle, como que le voy a tomar la confesión-respondió el Corregidor-, y de nuevo os encargo, señora, que nadie sepa esta historia hasta que yo lo quiera.
Llegóse la noche, y siendo casi las diez, sacaron a Andrés de la cárcel, sin las esposas y el piedeamigo; pero no sin una gran cadena que desde los pies todo el cuerpo le ceñía. Llegó deste modo, sin ser visto de nadie, sino de los que le traían, en casa del Corregidor, y con silencio y recento le entraron en un aposento donde estaban solamente doña Guiomar, el Corregidor, Preciosa y otros dos criados de casa. Pero cuando Preciosa vió a don Juan ceñido y aherrojado con tan gran cadena, descolorido el rostro y los ojos con muestra de haber llorado, se le cubrió el corazón, y se arrimó al brazo de su madre, que junto a ella estaba, la cual, abrazándola consigo, le dijo:
–Vuelve en ti niña; que todo lo que vees ha de redundar en tu gusto y provecho.
Con todo esto, quería saber de Andrés, si la suerte encaminase sus sucesos de manera que le hallase esposo de Preciosa, si se tendría por dichoso, ya siendo Andrés Caballero, o ya don Juan de Cárcamo.
Así como oyó Andrés nombrarse por su nombre, dijo:
–Pues Preciosa no ha querido contenerse en los límites del silencio, y ha descubierto quién soy, aunque esa buena dicha me hallara hecho monarca del mundo, la tuviera en tanto, que pusiera término a mis deseos, sin osar desear otro bien sino el del cielo.
–Pues por ese buen ánimo que habéis mostrado, señor don Juan de Cárcamo, a su tiempo haré que Preciosa sea vuestra legítima consorte, y agora os la doy y entrego en esperanza, por la más rica joya de mi casa, y de mi vida, y de mi alma; y estimadla en lo que decís, porque en ella os doy a doña Costanza de Meneses, mi única hija, la cual, si os iguala en el amor, no os desdice nada en el linaje.
Atónito quedó Andrés viendo el amor que le mostraban, y en breves razones doña Guiomar contó la pérdida de su hija y su hallazgo, con las certísimas señas que la gitana vieja había dado de su hurto; con que acabó don Juan de quedar atónito y suspenso, pero alegre sobre todo encarecimiento: abrazó a sus suegros; llamólos padres y señores suyos; besó las manos a Preciosa, que con lágrimas le pedía las suyas.
Vistióse don Juan los vestidos de camino que allí había traído la gitana; volviéronse las prisiones y cadenas de hierro en libertad y cadenas de oro; la tristeza de los gitanos presos, en alegría, pues otro día los dieron en fiado. Recibió el tío del muerto la promesa de dos mil ducados, que le hicieron porque bajase de la querella y perdonase a don Juan.
Dijo el Corregidor a don Juan que tenía por nueva cierta que su padre don Francisco de Cárcamo estaba proveído por corregidor de aquella ciudad, y que sería bien esperalle, para que con su beneplácito y consentimiento se hiciesen las bodas. Don Juan dijo que no saldría de lo que él ordenase; pero que, ante todas cosas, se había de desposar con Preciosa. Concedió licencia el Arzobispo para que con sola una amonestación se hiciese. Hizo fiestas la ciudad, por ser muy bien quisto el Corregidor, con luminarias, toros y cañas el día del desposorio; quedóse la gitana vieja en casa; que no se quiso apartar de su nieta Preciosa.
Llegaron las nuevas a la Corte del caso y casamiento de la Gitanilla; supo don Francisco de Cárcamo ser su hijo el gitano, y ser la Preciosa la Gitanilla que él había visto, cuya hermosura disculpó con él la liviandad de su hijo, que ya le tenía por perdido, por saber que no había ido a Flandes; y más porque vió cuan bien le estaba el casarse con hija de tan gran caballero y tan rico como era don Fernando de Azevedo. Dió priesa a su partida, por llegar presto a ver a sus hijos, y dentro de veinte días ya estaba en Murcia, con cuya llegada se renovaron los gustos, se hicieron las bodas, se contaron las vidas, y los poetas de la ciudad, que hay algunos, y muy buenos, tomaron a cargo celebrar el extraño caso, juntamente con la sin igual belleza de la Gitanilla. Y de tal manera escribió el famoso licenciado Pozo, que en sus versos durará la fama de la Preciosa mientras los siglos duraren.
Olvidábaseme de decir cómo la mesonera descubrió a la justicia no ser verdad lo del hurto de Andrés el gitano, y confesó su culpa, a quien no respondió pena alguna, porque en la alegría del hallazgo de los desposados se enterró la venganza y resucitó la clemencia.
LA ILUSTRE FREGONA
En Burgos, ciudad ilustre y famosa, no ha muchos años que en ella vivían dos caballeros principales y ricos: el uno se llamaba don Diego de Carriazo, y el otro, don Juan de Avendaño. El don Diego tuvo un hijo, a quien llamó de su mismo nombre, y el don Juan otro, a quien puso don Tomás de Avendaño. A estos dos caballeros mozos, como quien han de ser las principales personas deste cuento, por excusar y ahorrar letras, les llamaremos con solos los nombres de Carriazo y de Avendaño. Trece años, o poco más, tendría Carriazo, cuando, llevado de una inclinación picaresca, sin forzarle a ello algún mal tratamiento que sus padres le hiciesen, sólo por su gusto y antojo, se desgarró, como dicen los muchachos, de casa de sus padres, y se fué por ese mundo adelante, tan contento de la vida libre, que en la mitad de las incomodidades y miserias que trae consigo no echaba menos la abundancia de la casa de su padre, ni el andar a pie le cansaba, ni el frío le ofendía, ni el calor le enfadaba: para él todos los tiempos del año le eran dulce y templada primavera; tan bien dormía en parvas como en colchones; con tanto gusto se soterraba en un pajar de un mesón como si se acostara entre dos sábanas de Holanda. Finalmente, él salió tan bien con el asumpto de pícaro, que pudiera leer cátedra en la facultad al famoso de Alfarache.
En tres años que tardó en parecer y volver a su casa aprendió a jugar a la taba en Madrid, y al rentoy en las Ventillas de Toledo, y a presa y pinta en pie en las barbacanas de Sevilla; pero con serle anejo a este género de vida la miseria y estrecheza, mostraba Carriazo ser un príncipe en sus cosas: a tiro de escopeta, en mil señales, descubría ser bien nacido, porque era generoso y bien partido con sus camaradas. En Carriazo vió el mundo un pícaro virtuoso, limpio, bien criado y más que medianamente discreto. Pasó por todos los grados de pícaro, hasta que se graduó de maestro en las almadrabas de Zahara, donde es el finibusterræ de la picaresca.
El último verano le dijo tan bien la suerte, que ganó a los naipes cerca de setecientos reales, con los cuales quiso vestirse, y volverse a Burgos y a los ojos de su madre, que habían derramado por él muchas lágrimas. Despidióse de sus amigos, que los tenía muchos y muy buenos; prometióles que el verano siguiente sería con ellos, si enfermedad o muerte no lo estorbase; dejó con ellos la mitad de su alma, todos sus deseos entregó a aquellas secas arenas, que a él le parecían más frescas y verdes que los campos Elíseos. Y por estar ya acostumbrado de caminar a pie, tomó el camino en la mano, y sobre dos alpargates se llegó desde Zahara hasta Valladolid, cantando "Tres ánades, madre". Estúvose allí quince días para reformar la color del rostro, sacándola de mulata a flamenca, y para trastejarse, y sacarse del borrador de pícaro y ponerse en limpio de caballero. Todo esto hizo según y como le dieron comodidad quinientos reales con que llegó a Valladolid, y aún dellos reservó ciento para alquilar una mula y un mozo, con que se presentó a sus padres honrado y contento. Ellos le recibieron con mucha alegría, y todos sus amigos y parientes vinieron a darles el parabién de la buena venida del señor don Diego de Carriazo su hijo.
Entre los que vinieron a ver el recién llegado fueron don Juan de Avendaño y su hijo don Tomás, con quien Carriazo, por ser ambos de una misma edad y vecinos, trabó y confirmó una amistad estrechísima. Contó Carriazo a sus padres, y a todos, mil magníficas y luengas mentiras de cosas que le habían sucedido en los tres años de su ausencia; pero nunca tocó, ni por pienso, en las almadrabas, puesto que en ellas tenía de contino puesta la imaginación, especialmente cuando vio que se llegaba el tiempo donde había prometido a sus amigos la vuelta. Ni le entretenía la caza, en que su padre le ocupaba, ni los muchos, honestos y gustosos convites que en aquella ciudad se usan le daban gusto: todo pasatiempo le cansaba, y a todos los mayores que se le ofrecían anteponía el