El Balcón. Andrea Dilorenzo

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El Balcón - Andrea  Dilorenzo

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y cemento, dormitaba como mecida por una melodía lánguida y silenciosa. Nubes negras y plateadas corrían perseguidas por el tenue resplandor del sol que, aun siendo ya pálido, velaba como un padre compasivo con esos pobres desgraciados que corrían en la búsqueda desesperada de un aparcamiento o quién sabe hacia dónde. El cielo dauno, ora terso, ora oscurecido, parecía aburrido de la repetición de aquella visión sepulcral.

      Se presagiaba un día corto y sin particulares emociones.

      Había iniciado hace dos meses a trabajar como ayudante de cocina en un pequeño restaurante situado en el centro de la ciudad, uno de esos mesones que normalmente pueden pasar desapercibidos a primera vista, a pesar de que se coma muy bien. En el exterior no había ningún letrero, solo una gran placa en la pared, encima de la entrada. Los platos del menú eran los de la tradición típica local, el ambiente familiar y acogedor y la clientela eran muy variopintos; a mediodía solían venir algunos profesionales como el notario Poli o el doctor De Martinis, un ginecólogo de aires distinguidos; durante la noche, sin embargo, acudían estudiantes o pandillas de chicos alrededor de los treinta, amantes de la buena cocina regional.

      Era mi último día de trabajo y hacía demasiado frío para ir en bicicleta, por lo que me encaminé, a paso moderado.

      Envuelto en un pesado abrigo de terciopelo, me dirigí hacia el túnel que se encontraba en el cruce entre la avenida Fortore y la calle Scillitani. El viento soplaba cortante y firme, obligándome a caminar de buena gana.

      De arbolados llanos y jardines inmaculados ni siquiera la sombra. La calle Scillitani era deprimente y austera en la mitad de su tramo, si bien después de una pequeña galería sobre la cual se erigían las vías, destacaban los árboles de la Villa Municipal, cuyos muros rozaban toda la avenida.

      Desde los zarcillos que, enredados vigorosamente, se revolvían sobre el muro gris y desgastado que flanqueaba la calle, proyectaban una oleada de grandes y rugosos pámpanos empapados de lluvia de los que caían pequeñas gotas plateadas que se descolgaban lentamente de las plantas y que, por un breve instante, antes de tocar el asfalto, asumían perfectas y sensuales formas en lanza. Un enorme y oblongo charco rodeaba toda la acera sobre la que caminaba y, girándome de vez en cuando, prestaba atención a los coches que, llegando de la galería a mis espaldas, se dirigían hacia el centro de la ciudad. No era extraño toparse con algún frustrado que, quién sabe por cuál inefable motivo, se precipitaba a todo gas haciendo brotar el agua de los charcos, embarrando así a todos los desdichados a los que, tras un aguacero, se les había ocurrido caminar por aquella maldita acera.

      Despeinados, vestidos con trajes tristes y deteriorados, los ancianos se sentaban en los bancos que daban a la Villa Municipal, así como en los que se perfilaban a lo largo de toda la avenida de enfrente, la cual se encontraba rodeada de grandes tilos marchitos y mutilados, y largas filas de coches aparcados, incluso en doble y triple fila. Algunos, en soledad, permanecían mirando fijamente los transeúntes, aturdidos, durante horas y horas; otros, en grupo, conversaban de esto y aquello o, gruñendo en una lengua arcaica, jugaban a lanzar monedas al suelo, un pasatiempo muy antiguo cuyo nombre no recuerdo, si bien muy parecido al juego de las bochas.

      Ya desde hacía algunos días las tiendas de la avenida habían cambiado las etiquetas de los precios y modificado la exposición de las mercancías, habían adornado a su vez los escaparates con adornos pomposos y en desuso. La Navidad estaba a las puertas. Algunos establecimientos estaban cerrados a causa de la crisis económica que había golpeado no solo a Italia, sino a todo el resto del sur de Europa. Había muchos vendedores ambulantes que animaban las calles del centro, ya que aquella mañana estaba el “mercado del Rosati”, uno de los más antiguos y frecuentados de la ciudad, y en el aire revoloteaban los gritos de los comerciantes que se disputaban la clientela a base de ocurrencias y lacónicas canciones de cuna, recitadas rigurosamente en dialecto.

      Llegé al “Moro de Daunia” – este es el nombre del mesón donde trabajaba – con solo diez minutos de retraso.

      Cuando abrí la puerta, el calor y el perfume intenso y sazonado del caldo de carne acariciaron de reojo mi olfato que, recobrando la razón al momento, no sabía ya donde meter la nariz por los efluvios de embutidos, quesos y otros manjares que inhalaba con entusiasmo. En el interior, el aire tenía un aroma antiguo, a causa del olor de la madera seca que ardía en la chimenea y de la cera lacada envejecida que tapizaba algunos muebles de época y que daban al restaurante un aire aristocrático pero sobrio, típico de las casas de campo antiguas pertenecientes a algún noble caído en desgracia.

      Atravesé el umbral dando una ojeada furtiva en dirección a la sala y me sequé la suela de mis zapatos en el felpudo helado de la entrada.

      «¡Hola! Perdonad el retraso, pero he venido andando. Hace un frío que pela... » deploré – si bien esbozando una sonrisa – y corrí hacia la cocina, a calentarme cerca del radiador.

      «Buenos días, Andrea» me dijo Olga, la camarera, que estaba ayudando Alina – la mujer del propietario – a limpiar la sala.

      Alina, sin embargo, no me había saludado todavía y me lanzaba miraditas que no prometían nada bueno.

      «Andrea, por favor, no te quedes ahí plantado. Alfredo está a punto de llegar y todavía hay que cortar las cebollas. Además, tienes que preparar las berenjenas a la plancha. Venga, vamos» me instigó Alina.

      «Sí, bwana » respondí, con una pizca de ironía. «Dame cinco minutos que me cambie.»

      “Que coñazo” me dije, tenía las manos congeladas del frío y habría tardado uno o dos minutos solo en calentarme.

      Mientras tanto, Alfredo, el propietario y cocinero del mesón, había ya vuelto del mercado.

      

      

      

      

      Canoso, de ojos pequeños, acérrimo enemigo del ejercicio físico, tenía siempre el aspecto un poco desaliñado a causa de la barba descuidada y el cabello corto y rizado que parecía siempre grasiento; la pequeña y frágil montura de sus gafas desentonaba con su enorme anchura desgarbada y, además, tenía la mala costumbre de meterse el dedo en la nariz, algo por lo que la mujer le había llamado la atención en reiteradas ocasiones, pero con escasos resultados.

      En las bolsas que llevaba consigo había fruta de temporada, pescado azul, barras de pan de trigo duro, marasciuolo [1] , rúcula, borraja, sprucida [2] y otras hierbas espontáneas que solo los terrazzani [3] conocen.

      «¿Te gusta el pancotto ? » me preguntó Alfredo, mientras posaba las bolsas sobre la mesa. «Hoy hacemos pancotto y rollitos de berenjena rellenos de caciocavallo y albahaca.»

      «Sí, sí. Además, con este frío, sienta bien...» le respondí, y un estruendo reverberó entre las paredes de mi estómago.

      «Voy un momento enfrente a comprar tabaco. Dile a Olga que corte el pan. ¡Ah, espera!...dile solo una barra y que no haga las rebanadas demasiado gruesas como ayer. No, mejor…una y media, ¡venga!» me dijo Alfredo, y se fue.

      Olga se acababa de cambiar. Estaba fumando en el canto de la puerta de la cocina que daba a la parte de atrás del restaurante, donde Alfredo había plantado algunas hierbas aromáticas y otras plantas como laurel, salvia y otras tantas que normalmente usaba para cocinar y adornar ciertos platos.

      «Me ha dicho

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