Sangre Pirata. Eugenio Pochini

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Sangre Pirata - Eugenio Pochini

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del mostrador, Johnny se estremeció. Se acordó del pirata mientras se agitaba colgando de la horca, las piernas moviéndose en el aire y el borbotón de sangre que le manchaba la cara.

      «¿Hablas del Triángulo del Diablo?»

      «Las noticias corren rápidamente, Bart.»

      «Son puras tonterías» comentó con fastidio el portugués.

      «¡Te puedo asegurar que ese lugar existe!» La mirada de Avery destilaba una seguridad palpable... y amenazante. «Incluso el más ingenuo entre los marineros de agua dulce conoce la leyenda. Pero yo puedo asegurarte que existe.»

      «¡Ya basta!»

      «¿Como ves si te cuento una pequeña historia?»

      El portugués murmuró algo, sin preocuparse.

      «Muy bien.» Avery volvió a beber. Los dedos temblaban visiblemente y algunas gotas de ron se vertieron a lo largo del cuello de la botella. «Todo empezó hace unos años. Con la tripulación con la cual trabajaba nos desembarcamos en una isla cerca de Antigua. Nos alojamos en el puerto durante varios días tratando de averiguar dónde estábamos realmente.»

      «El archipiélago de las Antillas es famoso por albergar islas que no aparecen en ninguna carta náutica» precisó Bartolomeu.

      «Ya lo sé» contestó el otro, con tono fastidiado. «Lo que ninguno de nosotros podía imaginar era que el lugar estaba habitado por una tribu de indígenas.»

      «¿Cuales?»

      «Los Kalinago.»

      Durante unos segundos Bartolomeu se quedó en silencio. Luego sacudió lentamente la cabeza, como si el asunto no le convenciera completamente.

      «¿Los comedores de muerte?» preguntó.

      «Exacto» replicó Avery. Estaba sonriendo. Evidentemente, ese recuerdo lo divertía. O lo ponía nervioso. Difícil de decir. «Déjame continuar.» Tragó la segunda copa llena de ron y se llenó una tercera. «El capitán decidió enviar una expedición para inspeccionar la isla. Los esperamos de regreso por varios días, en vano. Así que decidió ir él mismo, junto con otros de la tripulación. Incluyendo a Wynne y a mí. La tripulación estaba muy preocupada, aunque nadie se atrevía a discutir sus órdenes. Dejamos las chalupas en la playa y entramos adentro de la selva.»

      «Allí se encontraron con los Kalinago» afirmó Bartolomeu.

      «Fueron ellos que nos encontraron» dijo el anciano, resignado. «Nos capturaron tal como lo habían hecho con nuestros camaradas. Nunca olvidaré lo que vi. Son bestias, sin una pizca de piedad.» Tomó todo el líquido, haciendo que goteara sobre su barbilla y cuello. «Descuartizan sus víctimas cuando todavía están vivas, con una ferocidad sin precedentes.»

      La actitud de Bartolomeu estaba cambiando. A diferencia de su interlocutor, apenas había tocado el ron. Ahora tenía sus brazos extendidos sobre la mesa, sus dedos tan estrechamente entrelazados entre sí que los nudillos se habían puesto blancos.

      «Como quiera» comentó Avery, «nuestro capitán logró que el chamán lo recibiera. Pudimos evitar la muerte, pero a un precio demasiado alto.»

      Escondido detrás del mostrador, Johnny empezó a temblar. El asunto era muy interesante. Terriblemente interesante.

      Por otro lado, Avery era como dudoso, y se sirvió otra vez de beber.

      «El capitán pactó con él» explicó, lentamente. «Y este le contó de la existencia de un gran tesoro escondido en una isla al noreste de las Bahamas. Incluso mostró un viejo dibujo grabado en una tableta de arcilla. La ubicación de este lugar coincidía aproximadamente con el punto donde se supone se encuentre el Triángulo.»

      «Háblame de ese pacto.»

      «El capitán tenía que comprometerse a recuperar el tesoro. Podía quedarse con lo que quería para el mismo. El chamán, a cambio, tenía que traerle un amuleto.»

      «¿Un amuleto?»

      Avery asintió. «Sí. Un amuleto de jade.»

      «¿Porque?» insistió Bartolomeu.

      «No tengo la menor idea. Sólo se lo dijo a él y a sus hombres más confiados. A nosotros nos dejaron afuera de la cabaña. Después me enteré de que gracias al amuleto habría garantizado al capitán que este iba a poder recuperar lo que había perdido en el pasado.» Se quedó pensando. «Quien sabe de qué estaba hablando.»

      «¿Y luego?»

      «Tan pronto como lo expuso, este aceptó. Para sellar el pacto marcó a ambos con un tatuaje. Añadió luego que si uno de los dos no respetaba los acuerdos, ese signo lo llevaría a la muerte.»

      «Supersticiones» comentó el portugués.

      «Piensa como quieras Bart» insistió Avery. «¡Sé lo que he visto! Y eso me lleva de nuevo a Emanuel Wynne. Pero te lo explicaré más tarde.» Emitió un gemido, como si esos pensamientos todavía lo atormentaran. «Puedo jurar sobre mi propia vida que después de esa experiencia, el capitán estaba como enloquecido. Algunos decidieron amotinarse. Eran treinta, incluyéndome a mí. Obviamente el capitán no estuvo muy feliz con eso y nos abandonó en una isla deshabitada al este de Puerto Rico, con sólo una botella de ron por cabeza y sin comida. Pasaron algunas semanas, regresó por nosotros. Los sobrevivientes erábamos quince.»

      Bartolomeu abrió la boca en una mueca de asombro. Se pegó en la frente con el típico gesto de aquel que de repente se recuerda de algo importante. «Tú quieres que yo crea que…»

      «Exacto» lo anticipó Avery, mostrando una profunda incomodidad. «Yo estaba en la tripulación del Queen Anne’s Revenge, bajo el mando de Barbanegra.»

      A causa del asombro Johnny saltó hacia atrás, instintivamente puso las dos manos sobre el suelo, ignorando el hecho de que con una, sostenía la jarra. Perdió el equilibrio y se estrelló nuevamente contra del estante. Esta vez el impacto fue violento. Una punzada de dolor lo golpeó a las espaldas. Las botellas hicieron mucho ruido. Uno hasta se cayó rompiéndose al momento de golpear el pavimento. Partículas de vidrio brillaban por todas partes.

      El anciano brincó sobre su silla. «¿Qué pasó?»

      «Fue una rata» replicó Bartolomeu y se dirigió hacia la fuente del ruido. «Una rata muy grande.»

      El joven se quedó paralizado, los ojos brillantes, las pupilas dilatadas. Podía oír su corazón latir con fuerza. Sus latidos dolorosamente rebosaban en sus oídos, semejantes al ruido de un martillo, tanto que los pasos del portugués parecían venir de un mundo lejano y desconocido.

      “Tengo que hacer algo” pensó. “Me tengo que largar, ¡ahora mismo!”

      Lástima que el pánico se hubiera apoderado de él. Era como si estuviera al acecho en las arenas movedizas: cuanto más se movía, más se hundía. Finalmente, la sombra de Bartolomeu cayó amenazante sobre de él.

      «¿Qué haces aquí, mocoso?» quiso saber.

      Johnny sonrió, con una expresión bastante estúpida.

      Y

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