Los cuatro jinetes del apocalipsis. Blasco Ibáñez Vicente
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De tarde en tarde, con las epístolas de Elena llegaban otras breves dirigidas á Desnoyers. El cuñado le daba cuenta de sus operaciones, lo mismo que cuando vivía en la estancia protegido por él. Pero á esta deferencia se unía un orgullo mal disimulado, un deseo de desquitarse de sus épocas de humillación voluntaria. Todo lo que hacía era grande y glorioso. Había colocado sus millones en empresas industriales de la moderna Alemania. Era accionista de fábricas de armamento enormes como pueblos, de Compañías de navegación que lanzaban un navío cada medio año. El emperador se interesaba en estas obras, mirando con benevolencia á los que deseaban ayudarle. Además, Karl compraba tierras. Parecía á primera vista una locura haber vendido los opulentos campos de su herencia para adquirir arenales prusianos que sólo producían á fuerza de abonos. Pero siendo terrateniente figuraba en el «partido agrario», el grupo aristocrático y conservador por excelencia, y así vivía en dos mundos opuestos é igualmente distinguidos: el de los grandes industriales, amigos del emperador, y el de los junkers, hidalgos del campo, guardianes de la tradición y abastecedores de oficiales del rey de Prusia.
Al enterarse Desnoyers de estos progresos, pensó en los sacrificios pecuniarios que representaban. Conocía el pasado de Karl. Un día, en la estancia, á impulsos del agradecimiento, había revelado al francés la causa de su viaje á América. Era un antiguo oficial del ejército de su país; pero el deseo de vivir ostentosamente, sin otros recursos que el sueldo, le arrastró á cometer actos reprensibles: sustracción de fondos pertenecientes al regimiento, deudas sagradas sin pagar, falsificación de firmas. Estos delitos no habían sido perseguidos oficialmente por consideración á la memoria de su padre; pero los compañeros de cuerpo le sometieron á un tribunal de honor. Sus hermanos y amigos le aconsejaron el pistoletazo como único remedio; pero él amaba la vida, y huyó á América, donde á costa de humillaciones había acabado por triunfar. La riqueza borra las manchas del pasado con más rapidez que el tiempo. La noticia de su fortuna al otro lado del Océano hizo que su familia le recibiese bien en el primer viaje, introduciéndolo de nuevo en «su mundo». Nadie podía recordar historias vergonzosas de centenares de marcos tratándose de un hombre que hablaba de las tierras de su suegro, más extensas que muchos principados alemanes. Ahora, al instalarse definitivamente en el país, todo estaba olvidado; pero ¡qué de contribuciones impuestas á su vanidad!… Desnoyers adivinó los miles de marcos vertidos á manos llenas para las obras caritativas de la emperatriz, para las propagandas imperialistas, para las sociedades de veteranos, para todos los grupos de agresión y expansión constituídos por las ambiciones germánicas.
El francés, hombre sobrio, parsimonioso en sus gastos y exento de ambiciones, sonreía ante las grandezas de su cuñado. Tenía á Karl por un excelente compañero, aunque de un orgullo pueril. Recordaba con satisfacción los años que habían pasado juntos en el campo. No podía olvidar al alemán que rondaba en torno de él cariñoso y sumiso como un hermano menor. Cuando su familia comentaba con una vivacidad algo envidiosa las glorias de los parientes de Berlín, él decía sonriendo: «Déjenlos en paz; su dinero les cuesta.»
Pero el entusiasmo que respiraban las cartas de Alemania acabó por crear en torno de su persona un ambiente de inquietud y rebelión. Chichí fué la primera en el ataque. ¿Por qué no iban ellos á Europa, como los otros? Todas sus amigas habían estado allá. Familias de tenderos italianos y españoles emprendían el viaje, ¡Y ella, que era hija de un francés, no había visto París!… ¡Oh, París! Los médicos que asistían á las señoras melancólicas declaraban la existencia de una enfermedad nueva y temible: «la enfermedad de París». Doña Luisa apoyaba á su hija. ¿Por qué no había de vivir ella en Europa, lo mismo que su hermana, siendo como era más rica? Hasta Julio declaró gravemente que en el viejo mundo estudiaría con mayor aprovechamiento. América no es tierra de sabios.
Y el padre terminó por hacerse la misma pregunta, extrañando que no se le hubiera ocurrido antes lo de la ida á Europa ¡Treinta y cuatro años sin salir de aquel país que no era el suyo!… Ya era hora de marcharse. Vivía demasiado cerca de los negocios. En vano quería guardar su indiferencia de estanciero retirado. Todos ganaban dinero en torno de él. En el club, en el teatro, allí donde iba, las gentes hablaban de compras de tierras, de ventas, de negocios rápidos con el provecho triplicado, de liquidaciones portentosas. Empezaban á pesarle las sumas que guardaba inactivas en los Bancos. Acabaría por mezclarse en alguna especulación, como el jugador que no puede ver la ruleta sin llevar la mano al bolsillo. Para esto no valía la pena el haber abandonado la estancia. Su familia tenía razón: «¡A París!…» Porque en el grupo Desnoyers, ir á Europa significaba ir á París. Podía «la tía de Berlín» cantar toda clase de grandezas de la tierra de su marido. «¡Macanas!—exclamaba Julio, que había hecho serias comparaciones geográficas y étnicas en sus noches de correría—. No hay más que París.» Chichí saludaba con una mueca irónica la menor duda acerca de esto: «¿Es que las modas elegantes las inventan acaso en Alemania?» Doña Luisa apoyó á sus hijos. ¡París!… Jamás se le había ocurrido ir á una tierra de luteranos para verse protegida por su hermana.
–¡Vaya por París!—dijo el francés, como si le hablasen de una ciudad desconocida.
Se había acostumbrado á creer que jamás volvería á ella. Durante sus primeros años de vida en América le era imposible este viaje, por no haber hecho el servicio militar. Luego tuvo vagas noticias de diversas amnistías. Además, había transcurrido tiempo sobrado para la prescripción. Pero una pereza de su voluntad le hacía considerar la vuelta á la patria como algo absurdo é inútil. Nada conservaba al otro lado del mar que tirase de él. Hasta había perdido toda relación con aquellos parientes del campo que albergaron á su madre. En las horas de tristeza, proyectaba entretener su actividad elevando un mausoleo enorme, todo de mármol, en la Recoleta, el cementerio de los ricos, para trasladar á su cripta los restos de Madariaga, como fundador de dinastía, siguiéndole él, y luego todos los suyos, cuando les llegase la hora. Empezaba á sentir el peso de su vejez. Estaba próximo á los sesenta años, y la vida ruda del campo, las cabalgadas bajo la lluvia, los ríos vadeados sobre el caballo nadador, las noches pasadas al raso, le habían proporcionado un reuma que amargaba sus mejores días.
Pero la familia acabó por comunicarle su entusiasmo. «¡A París!…» Creía tener veinte años. Y olvidando la habitual parsimonia, deseó que los suyos viajasen lo mismo que una familia reinante, en camarotes de gran lujo y con servidumbre propia. Dos vírgenes cobrizas nacidas en la estancia y elevadas al rango de doncellas de la señora y su hija les siguieron en el viaje, sin que sus ojos oblicuos revelasen asombro ante las mayores novedades.
Una vez en París, Desnoyers se sintió desorientado. Embrollaba los nombres de las calles y proponía visitas á edificios