La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке. Висенте Бласко-Ибаньес
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Su amigo, dándose cuenta de ello, quiso cambiar el curso de la conversación. Habló de su mujer con cierto orgullo, como si considerase el mayor triunfo de su existencia que ella hubiese accedido á ser su esposa.
Reconocía la gran influencia de seducción que Elena parecía ejercer sobre todo lo que le rodeaba. Pero como jamás había sentido la menor duda acerca de su fidelidad conyugal, mostrábase orgulloso de avanzar humildemente detrás de ella, emergiendo apenas sobre la estela de su marcha arrolladura. En realidad, todo lo que era él: sus empleos generosamente retribuídos, las invitaciones de que se veía objeto, el agrado con que le recibían en todas partes, lo debía á ser el esposo de «la bella Elena».
– La verás dentro de poco… porque tú vas á quedarte á almorzar con nosotros. No digas que no. Tengo buenos vinos, y ya que has venido del otro lado de la tierra para comer queso de Brie, te lo daré hasta matarte de una indigestión.
Luego abandonó su tono de broma, para decir con voz emocionada:
– No sabes cuánto me alegra que conozcas á mi mujer. Nada te digo de su hermosura; las gentes la llaman «la bella Elena»; pero su hermosura no es lo mejor. Aprecio más su carácter casi infantil. Es caprichosa algunas veces, y necesita mucho dinero para su vida; pero ¿qué mujer no es así?… Creo que Elena también se alegrará de conocerte… ¡Le he hablado tantas veces de mi amigo Robledo!…
CAPÍTULO II
La marquesa de Torrebianca encontró «altamente interesante» al amigo de su esposo.
Había regresado á su casa muy contenta. Sus preocupaciones de horas antes por la falta de dinero parecían olvidadas, como si hubiese encontrado el medio de amansar á su acreedor ó de pagarle.
Durante el almuerzo, tuvo Robledo que hablar mucho para responder á las preguntas de ella, satisfaciendo la vehemente curiosidad que parecían inspirarle todos los episodios de su vida.
Al enterarse de que el ingeniero no era rico, hizo un gesto de duda. Tenía por inverosímil que un habitante de América, lo mismo la del Norte que la del Sur, no poseyese millones. Pensaba por instinto, como la mayor parte de los europeos, siéndole necesaria una lenta reflexión para convencerse de que en el Nuevo Mundo pueden existir pobres como en todas partes.
– Yo soy todavía pobre – continuó Robledo – ; pero procuraré terminar mis días como millonario, aunque solo sea para no desilusionar á las gentes convencidas que todo el que va á América debe ganar forzosamente una gran fortuna, dejándola en herencia á sus sobrinos de Europa.
Esto le llevó á hablar de los trabajos que estaba realizando en la Patagonia.
Se había cansado de trabajar para los demás, y teniendo por socio á cierto joven norteamericano, se ocupaba en la colonización de unos cuantos miles de hectáreas junto al río Negro. En esta empresa había arriesgado sus ahorros, los de su compañero, é importantes cantidades prestadas por los Bancos de Buenos Aires; pero consideraba el negocio seguro y extraordinariamente remunerador.
Su trabajo era transformar en campos de regadío las tierras yermas é incultas adquiridas á bajo precio. El gobierno argentino estaba realizando grandes obras en el río Negro, para captar parte de sus aguas. Él había intervenido como ingeniero en este trabajo difícil, empezado años antes. Luego presentó su dimisión para hacerse colonizador, comprando tierras que iban á quedar en la zona de la irrigación futura.
– Es asunto de algunos años, ó tal vez de algunos meses – añadió. – Todo consiste en que el río se muestre amable, prestándose á que le crucen el pecho con un dique, y no se permita una crecida extraordinaria, una convulsión de las que son frecuentes allá y destruyen en unas horas todo el trabajo de varios años, obligando á empezarlo otra vez. Mientras tanto, mi asociado y yo hacemos con gran economía los canales secundarios y las demás arterias que han de fecundar nuestras tierras estériles; y el día en que el dique esté terminado y las aguas lleguen á nuestras tierras…
Se detuvo Robledo, sonriendo con modestia.
– Entonces – continuó – seré un millonario á la americana ¿Quién sabe hasta dónde puede llegar mi fortuna?… Una legua de tierra regada vale millones… y yo tengo varias leguas.
La bella Elena le oía con gran interés; pero Robledo, sintiéndose inquieto por la expresión momentáneamente admirativa de sus ojos de pupilas verdes con reflejos de oro, se apresuró á añadir:
– ¡Esta fortuna puede retrasarse también tantos años!… Es posible que sólo llegue á mí cuando me vea próximo á la muerte, y sean los hijos de una hermana que tengo en España los que gocen el producto de lo mucho que he trabajado y rabiado allá.
Le hizo contar Elena cómo era su vida en el desierto patagónico, inmensa llanura barrida en invierno por hu-racanes fríos que levantan columnas de polvo, y sin más habitantes naturales que las bandas de avestruces y el puma vagabundo, que, cuando siente hambre, osa atacar al hombre solitario.
Al principio la población humana había estado representada por las bandas de indios que vivaqueaban en las orillas de los ríos y por fugitivos de Chile ó la Argentina, lanzados á través de las tierras salvajes para huir de los delitos que dejaban á sus espaldas. Ahora, los antiguos fortines, guarnecidos por los destacamentos que el gobierno había hecho avanzar desde Buenos Aires para que tomasen posesión del desierto, se convertían en pueblos, separados unos de otros por centenares de kilómetros.
Entre dos poblaciones de estas, considerablemente alejadas, era donde vivía Robledo, transformando su campamento de trabajadores en un pueblo que tal vez antes de medio siglo llegase á ser una ciudad de cierta importancia. En América no eran raros prodigios de esta clase.
Le escuchaba Elena con deleite, lo mismo que cuando, en el teatro ó en el cinematógrafo, sentía despertada su curiosidad por una fábula interesante.
– Eso es vivir – decía. – Eso es llevar una existencia digna de un hombre.
Y sus ojos dorados se apartaban de Robledo para mirar con cierta conmiseración á su esposo, como si viese en él una imagen de todas las flojedades de la vida muelle y extremadamente civilizada, que aborrecía en aquellos momentos.
– Además, así es como se gana una gran fortuna. Yo sólo creo que son hombres los que alcanzan victorias en las guerras ó los capitanes del dinero que conquistan millones… Aunque mujer, me gustaría vivir esa existencia enérgica y abundante en peligros.
Robledo, para evitar á su amigo las recriminaciones de un entusiasmo expresado por ella con cierta agresividad, habló de las miserias que se sufren lejos de las tierras civilizadas. Entonces la marquesa pareció sentir menos admiración por la vida de aventuras, confesando al fin que prefería su existencia en París.
– Pero me hubiera gastado – añadió con voz melancólica – que el hombre que fuese mi esposo viviera así, conquistando una riqueza enorme. Vendría á verme todos los años, yo pensaría en él á todas horas, é iría también alguna vez á compartir durante unos meses su vida salvaje. En fin, sería una existencia más interesante que la que llevamos en París;
y al final de ella, la riqueza, una verdadera riqueza, inmensa, novelesca, como rara vez se ve en el viejo mundo.
Se detuvo un instante, para añadir con gravedad, mirando á Robledo:
– Usted