La Catedral. Blasco Ibáñez Vicente

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La Catedral - Blasco Ibáñez Vicente

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hubiese ocurrido; pero el señor Esteban husmeaba el peligro desde el fondo de su jardín, enterándose por los canónigos de las conspiraciones liberales y de los fusilamientos, horcas y destierros a que tenía que apelar el señor rey don Fernando para contener la audacia de los «negros», enemigos de la monarquía y la Iglesia.

      –Han probado el dulce—decía—, y volverán, ¡vaya si volverán!, así que les dejen. Durante la guerra nos dieron el primer mordisco, quitando a la catedral más de la mitad de lo suyo, y ahora nos robarán el resto, si es que logran coger la sartén del mango.

      El jardinero se indignaba ante la posibilidad de que esto ocurriera. ¡Ay! ¡Y para esto habían peleado con los moros tantos señores arzobispos de Toledo, conquistando villas, asaltando castillos y acotando dehesas, que pasaban a ser propiedad de la catedral, contribuyendo al mayor esplendor del culto a Dios! ¡Y para caer en las manos puercas de los enemigos de todo lo santo habían testado tantos fieles en la hora de la muerte, reinas, magnates y simples particulares, dejando lo más sano de su fortuna a la Santa Iglesia Primada, con el deseo de salvar su alma…! ¿Qué iba a ser de las seiscientas personas, entre grandes y chicos, clérigos y seglares, dignidades y simples empleados, qué comían de las rentas de la catedral…? ¿Y a eso llamaban libertad? ¿A robar lo que no era suyo, dejando en la miseria a un sinnúmero de familias que se mantenían de la «olla grande» del cabildo?

      Cuando los tristes presentimientos del jardinero comenzaron a cumplirse y Mendizábal decretó la desamortización, el señor Esteban creyó morir de rabia. El cardenal Inguanzo procedió mejor que él. Arrinconado en su palacio por los liberales, como su antecesor lo había sido por los absolutistas, tomó el partido de morirse, para no presenciar tantos atentados contra la fortuna sagrada de la iglesia. El señor Luna, que por ser simple jardinero no podía imitar al cardenal, siguió viviendo; pero todos los días tomaba un disgusto al saber que, por cantidades irrisorias, algunos moderados de los que no faltaban a la misa mayor iban adquiriendo hoy una casa, mañana un cigarral, al otro una dehesa, fincas todas pertenecientes a la Primada que habían pasado a figurar en los llamados bienes nacionales. ¡Ladrones! Al señor Esteban le causaba igual indignación esta subasta lenta, que desgarraba en piezas la fortuna de la catedral, que si viera a los alguaciles entrar en su casa de las Claverías para llevarse los muebles de la familia, cada uno de los cuales guardaba el recuerdo de un ascendiente.

      Hubo momentos en que pensó abandonar el jardín, marchando al Maestrazgo o a las provincias del Norte en busca de los leales que defendían los derechos de Carlos V y la vuelta a los antiguos tiempos. Tenía entonces cuarenta años; sentíase ágil y fuerte, y aunque su humor era pacífico y nunca había tocado un fusil, le animaba el ejemplo de algunos estudiantes tímidos y piadosos que se habían fugado del Seminario, y, según se decía, peleaban en Cataluña tras la capa roja de don Ramón Cabrera. Pero el jardinero, para no estar solo en su, gran habitación de las Claverías, se había casado tres años antes con la hija del sacristán y tenía un hijo. Además, no podía despegarse de la iglesia. Era un sillar más de la montaña de piedra; se movía y hablaba como un hombre, pero tenía la seguridad de perecer apenas saliese de su jardín. La catedral perdería algo importante si le faltaba un Luna, después de tantos siglos de fiel servicio, y a él le asustaba la posibilidad de vivir fuera de ella. ¿Cómo había de ir por los montes disparando tiros, si para él transcurrían los años sin pisar otro suelo «profano» que el pedazo de calle entre la escalera de las Claverías y la puerta del Mollete?

      Siguió cultivando su jardín, con la melancólica satisfacción de considerarse a cubierto de los males revolucionarios al abrigo de aquel coloso de piedra que imponía respeto con su majestuosa vetustez. Podrían cercenar la fortuna del templo, pero serían impotentes contra la fe cristiana de los que vivían a su amparo.

      El jardín, insensible y sordo a las tempestades revolucionarias que descargaban sobre la iglesia, seguía desarrollando entre las arcadas su belleza sombría. Los laureles crecían rectos hasta llegar a las barandillas del claustro alto; los cipreses agitaban sus copas como si quisieran escalar los tejados; las plantas trepadoras se enredaban en las verjas del claustro formando tupidas celosías de verdura, y la hiedra tapizaba el cenador central, rematado por una montera de negra pizarra con cruz de hierro enmohecido. En el interior de éste, los clérigos, al terminar el coro de la tarde, leían, a la verdosa claridad que se filtraba entre el follaje, los periódicos del campo carlista o comentaban entusiasmados las hazañas de Cabrera, mientras que en lo alto, indiferentes para las insignificancias humanas, revoloteaban las golondrinas en caprichosa contradanza, lanzando silbidos como si rayasen con su pico el cristal del cielo. El señor Esteban asistía silencioso y de pie a este club vespertino, que traía recelosos a los de la Milicia Nacional de Toledo.

      Terminó la guerra y se desvanecieron las últimas ilusiones del jardinero. Cayó en un mutismo de desesperado: no quería saber nada de fuera de la catedral. Dios había abandonado a los buenos; los traidores y los malos eran los más. Lo único que le consolaba era la fortaleza del templo, que llevaba largos siglos de vida y aún podría desafiar a los enemigos durante muchos más.

      Sólo quería ser jardinero, morir en el claustro alto, como sus abuelos, y dejar nuevos Luna que perpetuasen los servicios de la familia en la catedral. Su hijo mayor, Tomás, tenía doce años y le ayudaba en el cuidado del jardín. Con un intervalo de algunos años había tenido otro, Esteban, que apenas sabía andar y ya se arrodillaba ante las imágenes de la habitación, llorando para que su madre le bajase a la iglesia a ver los santos.

      La pobreza entraba en el templo; reducíase el número de canónigos y racioneros. Al morir los empleados anulábanse las plazas, y eran despedidos los carpinteros, los albañiles, los vidrieros, que antes vivían en la Primada como obreros adheridos a ella, trabajando continuamente en su reparación. Si de tarde en tarde era indispensable verificar un trabajo, se llamaban jornaleros de fuera. En las Claverías se desocupaban muchas habitaciones; un silencio de cementerio reinaba allí donde antes se aglomeraba todo un pueblo falto de espacio. El gobierno de Madrid—había que ver con qué expresión de desprecio subrayaba el jardinero estas palabras—andaba en tratos con el Santo Padre para arreglar una cosa que llamaban Concordato. Se limitaba el número de los canónigos, como si la Iglesia Primada fuese una colegiata cualquiera. Se les pagaba por el Gobierno, lo mismo que a los empleadillos, y para el sostenimiento y culto de la más famosa de las catedrales españolas, que cuando cobraba el diezmo no sabía dónde encerrar tantas riquezas, se destinaban mil doscientas pesetas mensuales.

      –¡Mil doscientas pesetas, Tomás!—decía a su hijo, un chicarrón silencioso a quien no interesaba gran cosa lo que no fuese su jardín—. ¡Mil doscientas pesetas, cuando yo he conocido a la catedral con más de seis millones de renta! ¿Para qué hay con eso? Malos tiempos nos esperan, y si yo fuese otro, os dedicaría a un oficio, a cualquier cosa, fuera de la Primada. Pero los Luna no pueden desertar, como tantos pillos que han traicionado la causa de Dios. Aquí hemos nacido y aquí hemos de morir hasta el último de la familia.

      Y enfurecido contra los clérigos de la catedral, que parecían acoger con buen gusto el Concordato y sus sueldos, satisfechos de salir bien librados de la tormenta revolucionaria, se aislaba en el jardín, cerrando la puerta de la verja y rehuyendo las tertulias de otros tiempos.

      Aquel pequeño mundo vegetal no cambiaba. Su sombra verdosa era semejante al crepúsculo que envolvía el alma del jardinero. No era la alegría ruidosa, desbordante de colores y susurros, del huerto al aire libre inundado de sol; tenía la melancólica belleza del jardín monacal entre cuatro paredes, sin más luz que la que desciende a lo largo de los aleros y las arcadas, ni otras aves que las que revolotean en lo alto mirando con asombro un paraíso en el fondo de un pozo. La vegetación era la misma da los paisajes griegos: laureles, cipreses y rosales, como en los idilios de los poetas helénicos. Pero las ojivas que lo cerraban, los andenes pavimentados con grandes losas berroqueñas, en cuyos intersticios crecía la hierba en festones, la cruz del cenador central, el olor mohoso del hierro viejo de las verjas y la humedad de la piedra de los contrafuertes cubiertos por la verde capa de las lluvias, daban al jardín

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