Una Tierra de Fuego . Морган Райс
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Читать онлайн книгу Una Tierra de Fuego - Морган Райс страница 13
«Por favor, debes creerme», Alistair dijo con sinceridad. «No me importa lo que los demás piensen de mí. Pero tú si que me importas. Has sido amable conmigo desde el momento en que me conociste. Sabes cuánto quiero a tu hijo. Sabes que nunca podría haber hecho esto».
La madre de Erec la examinó y, mientras sus ojos se humedecían, parecía vacilar.
«Por eso te has quedado atrás, ¿verdad?» Alistair la presionó. Por eso te has quedado. Porque quieres creerme. Porque sabes que tengo razón».
Tras un largo silencio, la madre al final asintió. Como si tomando una decisión, hizo varios pasos hacia ella. Alistair pudo ver cómo realmente la creía y se sintió feliz.
La madre se acercó corriendo hacia ella y la abrazó. Alistair también la abrazó y lloró sobre su hombro. La madre de Erec también lloró y, al final, se separó.
«Debes escucharme», Alistair dijo con urgencia. «No me importa lo que me suceda, o lo que los demás piensen de mí, sino Erec. Debo ir hasta él. Ahora. Está muriendo. Sólo lo he curado parcialmente, debo acabar. Si no lo hago, morirá».
La madre la miró de arriba a abajo, como si finalmente pudiera ver que estaba diciendo la verdad.
«Después de lo que ha sucedido», dijo ella, «lo único que te importa es mi hijo. Ahora sí que veo que realmente te preocupas por él y que nunca podrías haber hecho esto».
«Por supuesto que no». dijo Alistair. «He sido víctima de ese bárbaro, Bowyer».
«Te llevaré hasta Erec», dijo ella. «Nos puede costar la vida a las dos pero, si así fuera, moriríamos intentándolo. Sígueme».
La madre le sacó los grilletes y Alistair rápidamente la siguió fuera de la celda, hacia las mazmorras, de camino a arriesgarlo todo por Erec.
CAPÍTULO OCHO
Gwendolyn estaba en la proa del barco, el océano le acariciaba la cara, rodeada de toda su gente, con el bebé rescatado en brazos. Todos estaban conmocionados mientras zarpaban hacia el mar, ya lejos de las Islas Superiores. Se les unieron sólo dos barcos más, lo único que quedaba de la gran flota que había salido del Anillo. La gente de Gwen, su nación, todos los orgullosos ciudadanos del Anillo, se habían reducido a unos cuantos centenares de supervivientes, una nación en el exilio, flotando, sin hogar, buscando algún lugar para empezar de nuevo. Y todos la miraban a ella como líder.
Gwen miraba al mar, examinándolo como había hecho durante horas, inmune al frío rocío de la neblina del mar mientras miraba a través de ella, intentando que su corazón no se rompiera. El bebé que tenía en brazos finalmente se había dormido y en lo único que pensaba Gwen era en Guwayne. Se odiaba a sí misma; había sido muy estúpida al dejarlo flotando en el océano. En aquel momento parecía la mejor idea, parecía la única manera de salvarlo de una segura muerte inminente. ¿Quién podía haber previsto el cambio en los acontecimientos, que los dragones iban a ser desviados? Si Thor no hubiera aparecido cuando lo hizo, seguro que todos ellos estarían muertos ahora y Gwen no podía haber esperado eso nunca.
Por lo menos, Gwen había conseguido salvar a algunos de los suyos, parte de su flota, salvar a este bebé y había conseguido, como mínimo, huir de la isla de la muerte. Aún así Gwen todavía se estremecía cada vez que el rugido de los dragones perforaba el aire, haciéndose más distante a medida que iban navegando. Cerró sus ojos y se estremeció, ella sabía que se estaba librando una batalla épica y que Thor se encontraba en medio de ella. Más que nada, quería estar allí, a su lado. Pero, a la vez, sabía que sería en vano. Sabía que ella sería inútil mientras Thor luchaba con aquellos dragones y que expondría a su pueblo a ser asesinados.
Gwen seguía viendo el rostro de Thor y la destrozó volverlo a ver, sólo para verlo marcharse volando con la misma rapidez, sin la oportunidad de hablar con él, sin un instante para decirle cuánto lo echaba de menos, cuánto lo quería.
«Mi señora, no tenemos rumbo».
Gwendolyn se giró y vio, allí a su lado, a Reece, Godfrey y Steffen, todos mirándola. Se dio cuenta de que Kendrick hacía rato que quería hablar con ella, pero ella apenas había oído sus palabras. Miró hacia abajo y vio sus nudillos, blancos, agarrados a la madera, entonces miró hacia el océano, examinando cada ola, pensando una y otra vez que divisaba a Guwayne, sólo para darse cuenta que no era sino otra ilusión de este cruel, cruel mar.
«Mi señora», continuó Kendrick, con paciencia, «su pueblo acude a usted buscando dirección. Estamos perdidos. Necesitamos un destino».
Gwen lo miró con tristeza.
«Mi bebé es nuestro destino», respondió ella, la voz pesada por el dolor, mientras se giraba y miraba desde la baranda.
«Mi señora, soy el primero en querer encontrar a su hijo», añadió Reece, «pero, aún así, no sabemos hacia dónde nos dirigimos. Cualquiera de nosotros arriesgaría la vida por Guwayne, pero debe comprender que desconocemos dónde está. Hemos navegado hacia el norte durante medio día pero, ¿y si la marea lo llevó hacia el sur? ¿O hacia el este? ¿O el oeste? ¿Y si nuestros barcos nos están alejando más de él?»
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