Un Mandato De Reinas . Морган Райс

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Un Mandato De Reinas  - Морган Райс El Anillo del Hechicero

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soltaron?” repitió ella con estupor.

      Loti asintió con la cabeza.

      “Me soltaron lejos de aquí. Me perdí en el bosque y Darius me encontró. Me trajo de vuelta”.

      Los aldeanos, en silencio, miraban todos escépticos de Darius a Loti. Darius percibió que no les creían.

      “¿Y qué es esta marca en tu cara?” le preguntó su padre, dando un paso hacia adelante, frotando con su dedo pulgar su mejilla y girando su cabeza para examinarla.

      Darius miró y vio un gran roncha negra y azul.

      Loti miró a su padre, insegura.

      “Yo…tropecé”, dijo ella. “Con una raíz. Ya te dije que estoy bien”, insistió, desafiante.

      Todos los ojos se giraron hacia Darius y Bokbu, jefe del pueblo, dio un paso hacia adelante.

      “Darius, ¿es eso cierto?” le preguntó con voz sombría. “¿La devolviste de forma pacífica? ¿No te topaste con el Imperio?”

      Darius estaba allí, el corazón le latía fuerte, centenares de ojos le miraban. Sabía que si les contaba su encuentro, si les contaba lo que había hecho, todos temerían que hubieran represalias. Y él no podía explicar cómo los mató sin hablar de su magia. Sería un marginado y Loti también, y él no quería sembrar el pánico en el corazón de todo el pueblo.

      Darius no quería mentir. Pero no sabía qué otra cosa hacer.

      Así que, Darius simplemente asintió a los mayores, sin hablar. Que interpreten lo que quieran, pensó.

      Poco a poco, la gente, aliviada, se giró a mirar a Loti. Finalmente, uno de sus hermanos dio un paso adelante y la rodeó con su brazo.

      “¡Está a salvo!” dijo en voz alta, rompiendo la tensión. “¡Eso es lo único que importa!”

      Hubo un gran grito en el pueblo, la tensión se rompió y su familia y todos los demás abrazaron a Loti.

      Darius estaba allí y observaba, recibiendo unas cuantas palmaditas poco entusiastas en la espalda, mientras Loti, soloa, se giró hacia su familia, que la acompañó hasta el pueblo. Él veía como se marchaba, esperando, con la ilusión de que se diera la vuelta para mirarlo, solo una vez.

      Pero su corazón se secaba dentro de él mientras la veía desaparecer, envuelta por la multitud, sin girarse nunca.

      CAPÍTULO NUEVE

      Volusia estaba orgullosa en su carruaje de oro, montada en lo alto de su barco de oro que brillaba al sol, mientras lentamente avanzaba por los canales de Volusia, con los brazos abiertos, recibiendo la adulación de su pueblo. Miles de ellos salieron, se apresuraron hacia los límites de los canales, hicieron fila en las calles y callejuelas y gritaban su nombre desde todas las direcciones.

      Mientras navegaba por los estrechos canales que se abrían camino a través de la ciudad, Volusia casi podía tocar a su gente, todos llamando su nombre, gritando y chillando con adulación mientras lanzaban tiras de pergamino rotas de todos los colores, que brillaban con la luz mientras caían encima de ella en forma de lluvia. Era la mayor señal de respeto que su pueblo le podía ofrecer. Era su manera de recibir a un héroe que volvía.

      “¡Larga vida a Volusia! ¡Larga vida a Volusia!” cantaban, resonando de una callejuela a la otra mientras ella pasaba a través de las masas, los canales llevándola a través de su suntuosa ciudad, sus calles y edificios todos forrados de oro.

      Volusia se echaba hacia atrás y lo admiraba todo, emocionada por haber derrotado a Rómulo, haber matado al Gobernante Supremo del Imperio y haber asesinado a su contingente de soldados. Su pueblo era uno con ella y se sentían envalentonados cuando ella se sentía envalentonada y ella nunca se había sentido más fuerte en su vida-no desde que había asesinado a su madre.

      Volusia observaba su suntuosa ciudad, a los dos imponentes pilares que daban entrada a ella, de un dorado y verde brillantes al sol; se fijaba en el interminable conjunto de antiguos edificios construidos en tiempos de sus antepasados, de varios centenares de años, bien conservados. Las brillantes calles inmaculadas estaban abarrotadas por miles de personas, guardas en cada esquina, los canales cortados a través de ellas en exactos ángulos perfectos, conectándolo todo. Habían pequeños puentes en los cuales se podían ver caballos pisando fuerte, llevando carruajes de oro, gente luciendo sus más finas sedas y joyas. Se había declarado fiesta en toda la ciudad y todos habían salido a recibirla, todos gritando su nombre en este día sagrado. Ella era más que una líder para ellos, era una diosa.

      Todavía era más favorable que este día coincidiera con una festividad, el Día de las Luces, el día en que hacían una reverncia a los siete dioses del sol. Volusia, como líder de la ciudad, siempre era la que daba inicio a las festividades y, mientras navegaba, las dos inmensas antorchas ardían detrás de ella, más brillantes que el día, a punto para iluminar la Gran Fuente.

      Todo el mundo la seguía, corriendo por las calles, persiguiendo su barco; sabía que la acompañarían durante todo el camino, hasta que llegara al centro de los seis círculos de la ciudad, donde desembarcaría y encendería las fuentes que marcarían la fiesta del día y los sacrificios. Era un día glorioso para su ciudad y su gente, un día para alabar a los catorce dioses, los que se decía que rodeaban la ciudad, que guardaban las catorce entradas contra invasores no deseados. Su gente rezaba a todos ellos y hoy, como todos los días, debían darles las gracias.

      Este año, a su pueblo le esperaba una sorpresa: Volusia había añadido un decimoquinto dios, era la primera vez en siglos, desde la creación de la ciudad, que se añadía un dios. Y ese dios era ella misma. Volusia había levantado una imponente estatua de oro de ella misma en el centro de los siete círculos y había declarado ese día el día de su nombre, de su fiesta. Cuando la descubrieran, todo su pueblo la vería por primera vez, verían que ella, Volusia, era más que su madre, más que una líder, más que una simple humana. Era una diosa, que merecía ser venerada cada día. Ellos le rezarían y harían reverencias junto con los demás dioses – lo harían o ella los mataría.

      Volusia sonreía para sí misma mientras se acercaba más al centro de la ciudad. Apenas podía esperar a ver sus expresiones, a hacer que todos la adoraran como a los catorce dioses. Ellos todavía no lo sabían pero, un día, destruiría a los otros dioses, uno a uno, hasta que solo quedara ella.

      Volusia, emocionada, miró por detrás de su hombro y vio una interminable colección de barcos que la seguían, todos llevando toros y cabras y carneros vivos, moviéndose y haciendo ruido al sol, todos preparados para el sacrificio del día para los dioses. Ella sacrificaría al más grande y al mejor delante de su estatua.

      El barco de Volusia finalmente llegó al canal abierto que lleva a los siete círculos de oro, cada uno de ellos más ancho que el anterior, anchas plazas de oro separadas por anillos de agua. Su barco pasó lentamente a través de los círculos, cada vez más cerca del centro, pasando cada uno de los catorce dioses y su corazón latía por la emoción. Cada dios se elevaba por encima de ellos mientras pasaban, cada estatua de oro brillante, de unos ocho metros. En el centro de todo aquello, en la plaza que siempre se había mantenido vacía para sacrificios y para congregarse, ahora se levantaba un pedestal de oro acabado de construir, encima del cual había una estructura de unos quince metros cubierta con una ropa de seda blanca. Volusia sonrió: ella era la única de entre su gente que sabía lo que había bajo aquella tela.

      Volusia desembarcó, sus sirvientes se apresuraron a ayudarla a bajar cuando llegaron a la plaza del centro. Observó cómo

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