Un Mandato De Reinas . Морган Райс
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Читать онлайн книгу Un Mandato De Reinas - Морган Райс страница 3
Miró hacia abajo al volcán y vio abajo, a lo lejos, las llamas subiendo hacia arriba. Y supo que su hijo estaba muerto.
“¡NO!” gritó Thor.
Thor cayó sobre sus rodillas, gritando a los cielos, soltando un tremendo grito que resonó en las montañas, el grito primal de un hombre que ha perdido todo por lo que vivía.
“¡GUWAYNE!”
CAPÍTULO DOS
Por encima de la solitaria isla en el centro del mar volaba un dragón solitario, un pequeño dragón, todavía no muy grande, su grito era estridente y penetrante, ya dejaba entrever el dragón que algún día sería. Volaba victoriosamente, sus pequeñas escamas vibraban, crecían a cada minuto, batía sus alas, sus garras sujetaban la cosa más preciosa que había tocado en su corta vida.
El dragón miró hacia abajo, sintiendo el calor entre sus garras y observó su preciada posesión. Oyó el llanto, notó el retorcimiento y se sintió tranquilo al ver que el bebé aún estaba en sus garras, intacto.
Guwayne, había gritado el hombre.
El dragón todavía oía los gritos retumbando en las montañas mientras volaba alto. Estaba muy feliz por haber salvado al bebé a tiempo, antes de que aquellos hombres pudieran clavarle sus dagas. Les había arrancado a Guwayne de las manos sin perder ni un segundo. Había hecho bien el trabajo que se le había ordenado.
El dragón volaba más y más alto por encima de la solitaria isla, hacia las nubes, ya fuera de la vista de todos aquellos humanos de allá abajo. Pasó por encima de la isla, por encima de los volcanes y las sierras montañosas, a través de la neblina, más y más lejos.
Pronto estaba volando por encima del océano, dejando atrás la pequeña isla. Delante de él se encontraba una vasta extensión de mar y cielo, sin nada que rompiera la monotonía por varios millones de kilómetros.
El dragón sabía exactamente a donde se dirigía. Tenía un sitio al que llevar a este niño, este niño al que ya quería más de lo que podía decir.
Un sitio muy especial.
CAPÍTULO TRES
Volusia se encontraba frente al cuerpo de Rómulo, mirando su cadáver con satisfacción, su sangre, todavía caliente, rezumaba por sus pies, por los dedos decubiertos por sus sandalias. Se deleitaba con esta sensación. No podía recordar cuántos hombres, incluso a su temprana edad, había matado, cogidos por sorpresa. Siempre la subestimaban y mostrar lo brutal que podía ser era uno de los mayores placeres de la vida.
Y ahora, haber matado al mismísimo Gran Rómulo –con sus propias manos, no a manos de alguno de sus hombres- el Gran Rómulo, hombre de leyenda, el guerrero que mató a Andrónico y se quedó el trono. El Supremo Gobernador del Imperio.
Volusia sonreía con un inmenso placer. Aquí estaba, el gobernador supremo, reducido a un charco de sangre a sus pies desnudos. Y todo con sus propias manos.
Volusia se sentía envalentonada. Sentía un fuego ardiendo por sus venas, un fuego para destruirlo todo. Sentía que su destino se abalanzaba sobre ella. Sentía que había llegado su momento. Sabía, con la misma claridad que había sabido que asesinaría a su propia madre, que un día gobernaría el Imperio.
“¡Ha matado a nuestro amo!” dijo una voz temblorosa. “¡Ha matado al Gran Rómulo!”
Volusia miró hacia arriba y vio la cara del comandante de Rómulo que estaba allí, mirándola fijamente con una mezcla de sobresalto, miedo y respeto.
“Ha matado”, dijo abatido, “al Hombre Que No Se Puede Matar”.
Volusia lo miró, con una mirada dura y fría, y vio detrás de él a los cientos de hombres de Rómulo, todos vestidos con las más finas armaduras, puestos en fila en el barco, todos observando, esperando a ver qué sería lo próximo que ella haría. Todos preparados para atacar.
El comandante de Rómulo estaba en el puerto con una docena de sus hombres, todos a la espera de sus órdenes. Volusia sabía que detrás suyo había miles de sus propios hombres. El barco de Rómulo, imponente como era, estaba en desventaja numérica, sus hombres estaban rodeados aquí en este puerto. Estaban atrapados. Este era el territorio de Volusia y lo sabían. Sabían que cualquier ataque, cualquier escapada sería inútil.
“Este ataque no quedará sin respuesta”, continuó el comandante. “Rómulo tiene un millón de hombres leales a su mandato ahora mismo en el Anillo. Tiene un millón de hombres leales a su mandato en el sur, en la capital del Imperio. Cuando tengan noticias de lo que ha hecho, se mobilizarán y marcharán sobre usted. Puede que haya matado al Gran Rómulo, pero no ha matado a sus hombres. Y sus miles de hombres, aunque hoy nos ganan en número aquí, no pueden hacer frente a sus millones de hombres. Buscarán venganza. Y la venganza será suya”.
“¿Ah, sí?” dijo Volusia, acercándose un paso más a él, sintiendo el filo en su mano, visualizando cómo le cortaba la garganta y sintiendo ya el deseo de hacerlo.
El comandante miró al filo que tenía en su mano, el filo que había matado a Rómulo y tragó saliva, como si pudiera leerle el pensamiento. Ella podía ver miedo verdadero en sus ojos.
“Déjenos marchar”, le dijo. “Envíe a mis hombres de vuelta. No le han hecho ningún daño. Denos un barco lleno de oro y comprará nuestro silencio. Llevaré a nuestros hombres a la capital y les diremos que usted es inocente. Que Rómulo intentó atacarla. La dejarán tranquila, usted tendrá paz aquí en el norte y ellos encontrarán un nuevo Comandante Supremo del Imperio”.
Volusia hizo una amplia sonrisa, divertida.
“¿Pero no tenéis ya delante de vuestros ojos a la nueva Comandante Suprema?” preguntó.
El comandante la miró peplejo y finalmente soltó una risa burlona y corta.
“¿Usted? Dijo él. “No es más que una chica con unos cuantos miles de hombres. Porque haya matado a un hombre, ¿realmente cree que puede aniquilar a los millones de hombres de Rómulo? Sería una suerte poder escapar con vida después de lo que ha hecho hoy. Le estoy ofreciendo un regalo. Acabemos con esta estúpida conversación, acéptelo con gratitud y mándenos de vuelta, antes de que cambie de opinión”.
“¿Y qué sucede si no deseo enviarlos de vuelta?”
El comandante la miró a los ojos y tragó saliva.
“Puede matarnos aquí”, dijo él. “Eso lo decide usted. Pero si lo hace, lo único que conseguirá es su propia muerte y la de su pueblo. El ejército que vendrá los aniquilará”.
“Está hablando en serio, mi comandante”, le susurró una voz al oído.
Se dio la vuelta y vio a Soku, el comandante que tenía a su disposición, a su lado, un hombre de ojos verdes, mandíbula de guerrero y pelo rojo, corto y rizado.
“Mándelos hacia el sur”, dijo él. “Deles el oro. Ha matado a Rómulo. Ahora debe ofrecer una tregua. No nos queda otra elección”.
Volusia se giró hacia el hombre de Rómulo. Lo examinó, tomándose su tiempo, disfrutando del momento.
“Haré lo que me pides”, dijo ella, “y os enviaré