Los muertos mandan. Висенте Бласко-Ибаньес

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Los muertos mandan - Висенте Бласко-Ибаньес

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       Vicente Blasco Ibáñez

      Los muertos mandan

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664127631

       Primera parte

       I

       II

       III

       IV

       Segunda parte

       I

       II

       III

       IV

       Tercera parte

       I

       II

       III

       IV

       Índice

       Índice

      Jaime Febrer se levantó a las nueve de la mañana. Madó Antonia, que le había visto nacer—servidora respetuosa de las glorias de la familia—, movíase desde las ocho en la habitación, para despertarle. Pareciéndole escasa la luz que penetraba por el montante de un amplio ventanal, abrió las hojas de madera carcomida, desprovistas de vidrios. Luego levantó las colgaduras de damasco rojo galoneadas de oro que cubrían como una tienda de campaña el amplio lecho majestuoso, en el que habían nacido, procreado y muerto varias generaciones de Febrer.

      La noche anterior, al retirarse del Casino, la había encargado Jaime con gran insistencia que le despertase temprano. Estaba invitado a almorzar en Valldemosa. «¡Arriba!» La mañana era de las mejores de primavera; en el jardín de la casa chillaban a coro los pájaros sobre las ramas florecientes, mecidas por la brisa que enviaba el vecino mar por encima de la muralla.

      La criada se fue, camino de la cocina, al ver que el señor se decidía al fin a echarse fuera de la cama. Anduvo Jaime Febrer casi desnudo por la habitación, ante la ventana abierta, partida por una columna delgadísima. No había miedo de que le viesen. La casa de enfrente era un palacio viejo como el suyo; un caserón de pocos huecos. Frente a su ventana se extendía un muro de color indefinido, con profundos desconchados y restos de antiguas pinturas, pero tan próximo por la estrechez de la calle, que parecía poder tocarse con la mano.

      Habíase dormido tarde, desasosegado y nervioso por la importancia del acto que iba a realizar en la mañana siguiente, y el aturdimiento de un sueño corto e ineficaz le hizo buscar con avidez la caricia reconfortante del agua fría. Al lavarse en una palangana estudiantil, angosta y pobre, Febrer tuvo un gesto de tristeza. «¡Ah, miseria!...» Le faltaban las más rudimentarias comodidades en aquella casa de un lujo señorial y vetusto que los ricos modernos no podían improvisar. La pobreza surgía ante su paso, con todas sus molestias, en estos salones que le hacían recordar los espléndidos decorados de ciertos teatros vistos en sus viajes por Europa.

      Como si fuera un extraño que entrase por primera vez en su dormitorio, admiraba Febrer esta pieza, grandiosa y de elevado techo. Sus poderosos abuelos habían edificado para gigantes. Cada habitación del palacio era tan vasta como una casa moderna. El ventanal carecía de vidrios, como los demás huecos del edificio, y en invierno había que mantenerlos todos con las hojas cerradas, sin más luz que la que entraba por los montantes, cubiertos de cristales resquebrajados y opacos por el tiempo. La carencia de alfombras dejaba al descubierto los pavimentos de piedra arenisca y blanda de Mallorca, cortada en finos rectángulos, como si fuese madera. Los techos lucían aún el viejo esplendor de los artesonados, unos obscuros, de artificiosas trabazones, otros con un dorado mate y venerable que hacía resaltar los cuarteles coloreados de las armas de la casa. Las paredes altísimas, simplemente enjalbegadas de cal, desaparecían en unas piezas bajo filas de cuadros antiguos, y en otras detrás de ricas colgaduras de colores vivos que el tiempo no lograba apagar. El dormitorio estaba adornado con ocho grandes tapices de un tono verde de hoja seca, representando jardines, amplias avenidas de árboles otoñales, con una plazoleta terminal en la que triscaban venados o goteaban solitarias fuentes en triples tazones. Encima de las puertas colgaban viejos cuadros italianos de una suavidad acaramelada: niños de carnes ambarinas jugueteaban con rizados corderos. El arco que dividía el verdadero dormitorio del resto de la habitación tenía algo de triunfal, con columnas acanaladas sosteniendo un medio punto de follaje tallado, todo de un oro pálido y discreto, como si fuese un altar. Sobre una mesa del siglo xviii veíase una imagen policroma de San Jorge pisoteando moros bajo su corcel; y más allá la cama, la imponente cama, monumento venerable de la familia. Algunos sillones antiguos, de encorvados brazos, con el rojo terciopelo calvo y raído hasta mostrar la blancura de la trama, mezclábanse con sillas de paja y el pobre lavabo. «¡Ah, miseria!», volvió a pensar el mayorazgo. El viejo caserón de los Febrer, con sus hermosos ventanales faltos de vidrios, sus salones llenos de tapices y sin alfombras, sus muebles venerables confundidos con los más ruines enseres, le parecía igual a un príncipe arruinado ostentando aún manto brillante y corona gloriosa, pero descalzo y sin ropa blanca.

      Él era igual a este palacio, imponente y vacío caparazón que en otros tiempos había guardado la gloria y la riqueza de sus abuelos. Unos habían sido mercaderes, otros soldados, y todos navegantes.

      Las armas de los Febrer habían ondeado en flámulas y banderas sobre más de cincuenta navíos de gavia—lo mejor de la marina de Mallorca—, que, luego de tomar órdenes en Puerto Pi, iban a vender aceite de la isla en Alejandría, embarcaban especierías, sedas y perfumes de Oriente en las escalas del Asia Menor, traficaban con Venecia, Pisa y Genova, o, pasando las Columnas de Hércules, sumíanse en las brumas de los mares del Norte para llevar

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