La Montálvez. Jose Maria de Pereda

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La Montálvez - Jose Maria de Pereda

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la obra, una vez acordada, o hacerla útil, o no hacerla. Cada inquilino tiene sus necesidades y sus gustos, y los de la marquesa eran distintos en todo, por las trazas, de los de las gentes que habían precedido a su familia en la casa de la calle de Alcalá. En la cual había muchos gabinetes con un solo salón; y precisamente necesitaba ella, por razón de aire y de holgura, tan indispensables para su salud, muchos salones y pocos gabinetes, comedor amplísimo y vestíbulos desahogados. A este fin, no quedó un tabique en pie; se encargó el plano de la nueva obra a un arquitecto; y como en el piso había tela en que cortar, todo se hizo al gusto de la marquesa, que halló en estos entretenimientos ocasión de invertir las largas e insípidas horas que traen consigo la esclavitud y la tristeza de un luto rigoroso, como el que la familia vestía entonces.

      Aplaudían los amigos de la casa el gusto y la esplendidez de la marquesa, a quien atribuían exclusivamente la dirección de todo aquello, mientras la interrogaban con un gesto, por no atreverse a ser más explícitos con la lengua, al recorrer una verdadera serie de salones fastuosamente decorados. Respondía ella con otro gesto que, cuando menos, significaba que había comprendido la pregunta; y algo parecido le ocurría a su marido con los hombres políticos, que casi le formaban un cortejo diariamente desde lo de la herencia, y poco más o menos le sucedía a la hija con sus amigas; sólo que éstas eran más claras en el preguntar, y ella menos encogida en el responder, por lo mismo que estaba bien persuadida del destino de aquellos despilfarros, desde que su madre apuntó en la calle de Hortaleza la necesidad de vivir en casa de mayor calibre.

      Al fin se terminaron las obras y el luto; invadieron la nueva casa mueblistas y tapiceros; llenáronse suelos, paredes y techos de ricas alfombras, de espejos colosales, de cuadros y tapices valiosísimos, de arañas estupendas y de muebles caprichosos; llovieron esculturas y monigotes por todos los rincones y tableros de mesas y veladores; atestáronse de primorosas y artísticas vajillas los aparadores del comedor, que era un bosque de roble tallado y un bazar de porcelanas, bronces y cristalería, tapizado de cuero cordobés; no quedó cortinón de vestíbulo ni de puerta de tránsito sin su correspondiente escudo nobiliario; y cuando ya estuvo todo en su punto y sazón, y la servidumbre arreglada a las exigencias del nuevo domicilio, y cada criado en su puesto y convenientemente vestido, y la cocina humeando, con su jefe bien enmandilado y mejor retribuido, con su traílla de marmitones y ayudantes, en un lujoso landó, arrastrado por dos briosos alazanes ingleses, y conducido por un cochero colosal, envuelto el cuerpo en un océano de paño gris, y media cara y los hombros en otro mar de pieles erizadas, guantes por el estilo y alto sombrero con cucarda por coronamiento de esta silueta de oso polar, llevando a su izquierda, como su reflejo en más reducidas proporciones, el correspondiente lacayo, se trasladó la familia al flamante albergue, dejando en el otro lo poco que quedaba de los ya casi borrados recuerdos que habían sido la disculpa de la mudanza, y hasta el polvo de las suelas del calzado.

      Todo este boato, con el apéndice de otro a su consonancia en cuadras y cocheras, costó mucho más de cincuenta mil duros; y me consta que por no haber tanto dinero disponible en casa, se vendieron papeles que lo valían, prefiriendo el marqués sacar esta primera cucharada del ollón de la herencia, a someterse a la tiranía de la usura, y sobre todo, al bochorno de inaugurar con una deuda aquella nueva y esplendente fase de su vida social.

       Índice

      Y aconteció muy luego lo que a la vista estaba desde que la marquesa apuntó la idea de dejar la casa, relativamente modesta, de la calle de Hortaleza; y fue de este modo: el marqués insinuó compromisos de banquete a sus amigos políticos; la marquesa invocó deberes ineludibles de responder a súplicas de sus amigas, dando a aquellos hermosos salones su verdadero destino; es decir, estrenándolos con un baile que, sin gran esfuerzo, haría raya entre las fiestas del «gran mundo» madrileño, habidas y por haber; reforzó el primero sus razones de preferencia, sin negar la gravedad de los compromisos de su mujer, exponiendo deudas de gratitud con los personajes que, para entretener sus apetitos senatoriales, acababan de ofrecerle un distrito vacante en Ciudad Real, para diputado a Cortes; insistió la marquesa en su empeño a favor del baile, sin negar el compromiso del banquete; replicó el marqués, llevando la contraria, hasta con textos de Maquiavelo y de Bismarck; y, por último, terció Verónica, que se hallaba presente en la porfía, proponiendo que se diera una fiesta que tuviera de todo: una recepción, por lo más alto, en la cual anduviera el rumbo del comedor al nivel del brillo de los salones.

      Y así se hizo quince días después.

      No es cosa averiguada enteramente si la fiesta causó en la opinión pública todo el efecto que la marquesa había soñado; pero no tiene duda que concurrieron a su casa aquella noche muchas y muy distinguidas gentes; que bailaron mucho y que devoraron mucho más; que hubo hiperbólicas ponderaciones, en variedad de tonos y estilos, para la casa y para sus moradores, por el buen gusto, por la riqueza, por lo de los salones y por lo del comedor; que al día siguiente soltaron en los papeles públicos los cronistas obligados de fiestas como aquélla, toda la melaza de su trompetería de hojaldre, para declarar, urbi et orbi, que los marqueses de Montálvez eran los más ricos, los más distinguidos, los más amables marqueses de la cristiandad y sus islas adyacentes, y su hija, la joven más bella, más espiritual y más elegante que se había visto ni se vería en los fastos de la humanidad distinguida, es decir, del «buen tono»; en virtud de todo lo cual, aquel baile debía repetirse para gloria de la casa, ejemplo de otras por el estilo, y recreo de la encopetada sociedad madrileña; y finalmente, que se contaron por miles los duros que costó aquel elegante jolgorio, y que el marqués tuvo necesidad de meter, por segunda vez, la cuchara en la olla grande para pagarlos, por los consabidos temores a la usura y las propias repugnancias a las deudas.

      El cual marqués llamó a capítulo de familia para reflexionar, para discutir, para resolver (todos estos términos usó) acerca de aquel cariñoso vocerío de los papeles, y sobre más de otros tantos memoriales enderezados al mismo fin, que en la intimidad de la conversación le elevaban en los pasillos del Congreso, en los corredores del teatro y en las encrucijadas del Retiro, las eminencias de la política, los Cresos de la banca y las lumbreras de la literatura, con quienes él se codeaba a cada instante; a la cual lista añadió su mujer inmediatamente otra tan larga, más o menos auténtica, de solicitantes de la flor y nata del mundo elegante; lista que reforzó la hija con un imaginario, pero verosímil, catálogo de pretensiones idénticas, arrancadas del ancho círculo de sus amigas y aduladores.

      Ciertamente que (en opinión del marqués, el cual, con olímpica solemnidad, hizo un detenido resumen de estas circunstancias) el éxito excepcional de la reciente fiesta, las condiciones singulares de la casa, la respetabilidad de los timbres de familia, más brillantes y esplendorosos desde la herencia del «inolvidable anciano»; su (del preopinante) cada día más señalada significación en el agitado campo de la política española; la evidente y poderosa necesidad de aliviar los dolores físicos de la marquesa con esparcimientos racionales, a la vez que enérgicos, del espíritu; la edad de su hija, sus prendas personales, sus conveniencias de hoy, su porvenir... todo, todo, absolutamente todo, justificaba el persistente clamoreo, se imponía al criterio vulgar de las gentes precavidas y juiciosas, y exigía de ellos un «generoso esfuerzo, por encima de toda reflexión egoísta, de todo razonamiento matemático».

      La marquesa y su hija fueron del parecer del marqués, y hasta se creyeron conmovidas con los períodos más elocuentes de su discurso; razón por la que se decretaron las instancias «como se pedía...» y un poquito más, en cortés y debida correspondencia. ¡Ni más ni menos que si el marqués y la marquesa creyeran que en aquel acto cedían sorprendidos por la fuerza de las circunstancias, y no al aceptado y bien consentido imperio de sus nativas vanidades! ¡Como si su hija, tan opuesta por temperamento a todo linaje de fingimientos y disimulos, no supiera que antes de insinuarse la pretensión en las pocas personas que la manifestaron, ya tenía, cada uno de los tres, resuelto el

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