Versos de una hora. Rodolfo JM
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Bruce tocó un icono en la pantalla y un menú de pinturas en miniatura se desplegó ante ellos.
—Esta —ordenó la niña, señalando con el dedo a Las dos Fridas.
La imagen se agrandó al tacto mientras los otros cuadros buscaron refugio en un menú al pie de la pintura mayor.
Esa pintura le fascinó desde la primera vez que la vio, tenía algo…, no estaba segura de qué, pero podía permanecer horas observándola. De hecho, y esto no lo sabía Bruce, inspirada en esa pintura, Frida había comenzado a dibujar.
—El lugar de donde yo vengo no es tu futuro
—dijo Bruce—. Ni siquiera estoy seguro de que el Portal sea una máquina del tiempo. Es… como viajar a otro mundo.
El Portal… Era un tema del que Bruce prefería no hablar. Suponiendo que pudiera explicar que los viajes en el tiempo son imposibles porque el tiempo no es una cosa lineal ni mucho menos plana. No es que no comprendiera el funcionamiento básico del Portal, en última instancia era como una puerta que llevaba a cualquier lugar del pasado, pero las implicaciones lo rebasaban. Bastaba considerar el tema durante algunos minutos para sentir vértigo.
Un resplandor rojo se encendió en la esquina del videófono. Bruce ignoraba por lo general esas interrupciones, pero tenía cinco días sin ir a la oficina y empezaba a sentirse inquieto. Aceptó la llamada y el rostro de su asistente particular apareció en el monitor tras un leve parpadeo.
—¿Señor?
—¿Qué quieres?
—Tenemos problemas.
—Por supuesto, ese es nuestro trabajo.
—Pero esta vez quizá sea necesaria su presencia, señor. Richard Williams quiere hablar con usted, insistió…
Richard Williams, uno de los hombres más poderosos de Mundo Real. El director del Project World Expedition. El hombre a quien se debía el entramado de tuberías y plantas refinadoras encargadas de llevar el petróleo de un mundo a otro. Solo una vez antes habían cruzado palabra, el día en que Bruce recibió su nombramiento, y aunque en esa ocasión Williams le pareció un hombrecito demasiado común, si acaso también demasiado serio, conocía historias que lo pintaban como una persona fría, desagradable y de crueldades inesperadas.
—Voy para allá —contestó Bruce.
Apagó el videófono y recorrió con la mirada la biblioteca: Frida ya no estaba.
***
Una de las cosas que Frida apreciaba más en Bruce eran sus costumbres fijas. Todos los sábados pasaba por ella al colegio para llevarla a desayunar al McDonalds de la colonia Roma, el restaurante más popular de la ciudad, y después iban directo a la casa que Bruce tenía en la colonia Juárez, una pequeña residencia con todas las comodidades a las que solo un nativo de Mundo Real podía acceder. El resto del día lo pasaban escuchando música, viendo películas y hojeando libros de pintura, la mayoría de las veces bajo los efectos de algún derivado de la mescalina. Al llegar la noche, invariablemente, Bruce se despedía, echaba llave a las puertas y se iba a dormir a la casa que compartía con Lola, su joven amante, en Chapultepec Heights. Al día siguiente, domingo, se repetía el menú: Bruce recogía a Frida, iban a desayunar a McDonalds, luego música, libros, alguna película, tal vez un poco más de mescalina y después, tras asegurarse de que Frida estuviera más o menos sobria y presentable, de regreso al colegio.
A Frida le gustaba la música que ponía Bruce durante aquellos encuentros, le gustaba en particular el cine (esos mundos capturados en una pantalla), y observar los cuadros que había pintado la Frida de Mundo Real. Le gustaba también que Bruce fuera un hombre poderoso, que no hubiera puerta que permaneciera cerrada para él, aunque eso incluía un aspecto desagradable: que la tratara como a una mascota de lujo. El que Bruce fuera tan generoso con ella no hacía mejores las cosas, sin mencionar su comportamiento de la última semana… Sin aviso ni advertencia, la noche del último domingo, Bruce se quedó a dormir en la casa de la colonia Juárez, a la mañana siguiente no hizo ademán alguno de salir a la calle ni a la oficina, ni siquiera a su casa de Chapultepec Heights. Permaneció en la sala, callado, escuchando música, dormitando la mayor parte del tiempo. Tal vez fuera que estaba cansado, triste o enfermo, Frida no podía saber, pero se sentía acorralada por la pesadumbre de su tutor, así que esa tarde, en cuanto Bruce atendió el videófono por primera vez en la semana, Frida decidió escaparse por unas horas. Que el gran hombre arreglara sus asuntos mientras ella daba un paseo.
Frida tragó un par de cápsulas que había robado a Bruce y que, suponía, eran esa droga suave que tomaban por las tardes, se armó con un walkman y una cinta de The Clash, audífonos aislantes, anteojos negros, y salió a caminar sobre Paseo de la Reforma. La gente llevaba sombreros de copa y de bombín, e incluso de charro, pero también gorras de beisbolista y sombreros texanos. Los vestuarios se completaban con botas de charol y capas de terciopelo, camisas de seda y de manta, camisetas estampadas, anteojos negros, chamarras de motociclista y los jeans que llegaban al por mayor desde Mundo Real. Sobre el arroyo era posible ver viejas carretas a caballo y toscas camionetas armadas en talleres mecánicos junto a los extraños automóviles diseñados en Mundo Real. La propaganda de las cercanas elecciones presidenciales, con los rostros del candidato oficial, Francisco Villa, y su opositor, Álvaro Obregón, invadían las paredes y los árboles.
Justo a la altura de la fuente de Neptuno, en la Alameda Central, las manos de Frida comenzaron a sudar, profusas, al igual que sus axilas y su frente. Su corazón se hinchaba y deshinchaba con violencia. La sensación de bienestar que sintiera minutos antes dejó paso a la ansiedad. Sintió asfixia. Náuseas. Su estómago se contrajo. Vomitó. Aquello que había tomado no era lo que esperaba. Sus piernas temblaron. El paisaje se volvió una mancha y después oscuridad.
Un hombre vestido de traje impidió que la niña se golpeara al caer. Con delicadeza la llevó hasta el interior de un auto donde una mujer de cabello gris y pequeños anteojos miraba con preocupación. El hombre le quitó los audífonos y las gafas negras a la niña, y dejó al descubierto un rostro pálido.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la mujer, inspeccionando con atención a la niña y sacando de su bolso un folleto turístico que hojeó excitada.
—Está drogada —respondió el hombre tras sentir el pulso de la niña—, pero pronto estará bien. Si quiere podemos dejarla aquí mismo, no…
—Llévanos de regreso al hotel —interrumpió la mujer, eufórica. Había encontrado en el folleto la fotografía que estaba buscando—. Se quedará conmigo.
***
Bruce entró a su oficina y sacó del escritorio una botella de whisky, se sirvió medio vaso y lo bebió de un trago. Quiso servirse otro, pero le pareció un exceso. Se observó en el espejo y no le gustó lo que vio. Ojeras, bolsas bajo los ojos, una cara abotagada y mal rasurada. Hubo un tiempo, no muy lejano, en que solo se permitía beber algunos fines de semana, y nunca hasta emborracharse. Ahora en cambio bebía todos los días, había empezado a consumir psicotrópicos y superanfetaminas como si fuesen caramelos, y se había ausentado de la oficina durante cinco días sin más aviso que un par de llamadas a su secretario. Lo cierto era que se lo merecía, eran las primeras vacaciones que se tomaba luego de seis años, y nadie podía dudar de lo duro que había trabajado. Había pacificado el país y, sobre todo, había conseguido uno de los índices más altos en producción petrolera