Drácula. Брэм Стокер
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Por fin, sin embargo, encontré una puerta al final de la escalera, la cual, aunque parecía estar cerrada con llave, cedió un poco a la presión. La empujó más fuertemente y descubrí que en verdad no estaba cerrada con llave, sino que la resistencia provenía de que los goznes se habían caído un poco y que la pesada puerta descansaba sobre el suelo. Allí había una oportunidad que bien pudiera ser única, de tal manera que hice un esfuerzo supremo, y después de muchos intentos la forcé hacia atrás de manera que podía entrar. Me encontraba en aquellos momentos en un ala del castillo mucho más a la derecha que los cuartos que conocía y un piso más abajo. Desde las ventanas pude ver que la serie de cuartos estaban situados a lo largo hacia el sur del castillo, con las ventanas de la última habitación viendo tanto al este como al sur. De ese último lado, tanto como del anterior, había un gran precipicio. El castillo estaba construido en la esquina de una gran peña, de tal manera que era casi inexpugnable en tres de sus lados, y grandes ventanas estaban colocadas aquí donde ni la onda, ni el arco, ni la culebrina podían alcanzar, siendo aseguradas así luz y comodidad, a una posición que tenía que ser resguardada. Hacia el oeste había un gran valle, y luego, levantándose allá muy lejos, una gran cadena de montañas dentadas, elevándose pico a pico, donde la piedra desnuda estaba salpicada por fresnos de montaña y abrojos, cuyas raíces se agarraban de las rendijas, hendiduras y rajaduras de las piedras. Esta era evidentemente la porción del castillo ocupada en días pasados por las damas, pues los muebles tenían un aire más cómodo del que hasta entonces había visto. Las ventanas no tenían cortinas, y la amarilla luz de la luna reflejándose en las hondonadas diamantinas, permitía incluso distinguir los colores, mientras suavizaba la cantidad de polvo que yacía sobre todo, y en alguna medida disfrazaba los efectos del tiempo y la polilla. Mi lámpara tenía poco efecto en la brillante luz de la luna, pero yo estaba alegre de tenerla conmigo, pues en el lugar había una tenebrosa soledad que hacía temblar mi corazón y mis nervios. A pesar de todo era mejor que vivir solo en los cuartos que había llegado a odiar debido a la presencia del conde, y después de tratar un poco de dominar mis nervios, me sentí sobrecogido por una suave tranquilidad. Y aquí me encuentro, sentado en una pequeña mesa de roble donde en tiempos antiguos alguna bella dama solía tomar la pluma, con muchos pensamientos y más rubores, para mal escribir su carta de amor, escribiendo en mi diario en taquigrafía todo lo que ha pasado desde que lo cerré por última vez. Es el siglo XIX, muy moderno, con toda su alma. Y sin embargo, a menos que mis sentidos me engañen, los siglos pasados tuvieron y tienen poderes peculiares de ellos, que la mera “modernidad” no puede matar.
Más tarde: mañana del 16 de mayo. Dios me preserve cuerdo, pues a esto estoy reducido. Seguridad, y confianza en la seguridad, son cosas del pasado. Mientras yo viva aquí sólo hay una cosa que desear, y es que no me vuelva loco, si de hecho no estoy loco ya. Si estoy cuerdo, entonces es desde luego enloquecedor pensar que de todas las cosas podridas que se arrastran en este odioso lugar, el conde es la menos tenebrosa para mí; que sólo en él puedo yo buscar la seguridad, aunque ésta sólo sea mientras pueda servir a sus propósitos. ¡Gran Dios, Dios piadoso! Dadme la calma, pues en esa dirección indudablemente me espera la locura. Empiezo a ver nuevas luces sobre ciertas cosas que antes me tenían perplejo. Hasta ahora no sabía verdaderamente lo que quería dar a entender Shakespeare cuando hizo que Hamlet dijera:
“¡Mis libretas, pronto, mis libretas!
es imprescindible que lo escriba”, etc.,
pues ahora, sintiendo como si mi cerebro estuviese desquiciado o como si hubiese llegado el golpe que terminará en su trastorno, me vuelvo a mi diario buscando reposo. El hábito de anotar todo minuciosamente debe ayudarme a tranquilizar.
La misteriosa advertencia del conde me asustó; pero más me asusta ahora cuando pienso en ella, pues para lo futuro tiene un terrorífico poder sobre mí. ¡Tendré dudas de todo lo que me diga! Una vez que hube escrito en mi diario y que hube colocado nuevamente la pluma y el libro en el bolsillo, me sentí soñoliento. Recordé inmediatamente la advertencia del conde, pero fue un placer desobedecerla. La sensación de sueño me había aletargado, y con ella la obstinación que trae el sueño como un forastero. La suave luz de la luna me calmaba, y la vasta extensión afuera me daba una sensación de libertad que me refrescaba. Hice la determinación de no regresar aquella noche a las habitaciones llenas de espantos, sino que dormir aquí donde, antaño, damas se habían sentado y cantado y habían vivido dulces vidas mientras sus suaves pechos se entristecían por los hombres alejados en medio de guerras cruentas. Saqué una amplia cama de su puesto cerca de una esquina, para poder, al acostarme, mirar el hermoso paisaje al este y al sur, y sin pensar y sin tener en cuenta el polvo, me dispuse a dormir. Supongo que debo haberme quedado dormido; así lo espero, pero temo, pues todo lo que siguió fue tan extraordinariamente real, tan real, que ahora sentado aquí a plena luz del sol de la mañana, no puedo pensar de ninguna manera que estaba dormido.
No estaba solo. El cuarto estaba lo mismo, sin ningún cambio de ninguna clase desde que yo había entrado en él; a la luz de la brillante luz de la luna podía ver mis propias pisadas marcadas donde había perturbado la larga acumulación de polvo. En la luz de la luna al lado opuesto donde yo me encontraba estaban tres jóvenes mujeres, mejor dicho tres damas, debido a su vestido y a su porte. En el momento en que las vi pensé que estaba soñando, pues, aunque la luz de la luna estaba detrás de ellas, no proyectaban ninguna sombra sobre el suelo. Se me acercaron y me miraron por un tiempo, y entonces comenzaron a murmurar entre ellas. Dos eran de pelo oscuro y tenían altas narices aguileñas, como el conde, y grandes y penetrantes ojos negros, que casi parecían ser rojos contrastando con la pálida luna amarilla. La otra era rubia; increíblemente rubia, con grandes mechones de dorado pelo ondulado y ojos como pálidos zafiros. Me pareció que de alguna manera yo conocía su cara, y que la conocía en relación con algún sueño tenebroso, pero de momento no pude recordar dónde ni cómo. Las tres tenían dientes blancos brillantes que refulgían como perlas contra el rubí de sus labios voluptuosos. Algo había en ellas que me hizo sentirme inquieto; un miedo a la vez nostálgico y mortal. Sentí en mi corazón un deseo malévolo, llameante, de que me besaran con esos labios rojos. No está bien que yo anote esto, en caso de que algún día encuentre los ojos de Mina y la haga padecer; pero es la verdad. Murmuraron entre sí, y entonces las tres rieron, con una risa argentina, musical, pero tan dura como si su sonido jamás hubiese pasado a través de la suavidad de unos labios humanos. Era como la dulzura intolerable, tintineante, de los vasos de agua cuando son tocados por una mano diestra. La mujer rubia sacudió coquetamente la cabeza, y las otras dos insistieron en ella. Una dijo:
—¡Adelante! Tú vas primero y nosotras te seguimos; tuyo es el derecho de comenzar.
La otra agregó:
—Es joven y fuerte. Hay besos para todas.
Yo permanecí quieto, mirando bajo mis pestañas la agonía de una deliciosa expectación. La muchacha rubia avanzó y se inclinó sobre mí hasta que pude sentir el movimiento de su aliento sobre mi rostro. En un sentido era dulce, dulce como la miel, y enviaba, como su voz, el mismo tintineo a través de los nervios, pero con una amargura debajo de lo dulce, una amargura ofensiva como la que se huele en la sangre.
Tuve miedo de levantar mis párpados, pero miré y vi perfectamente debajo de las pestañas. La muchacha se arrodilló y se inclinó sobre mí, regocijándose simplemente. Había una voluptuosidad deliberada que era a la vez maravillosa y repulsiva, y en el momento en que dobló su cuello se relamió los labios como un animal, de manera que pude ver la humedad brillando