Guerra y Paz. Leon Tolstoi
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A principios del invierno de 1805, el joven recibió de Ana Pavlovna el habitual billete color de rosa, invitación a la que se habían añadido estas palabras: «Encontrará usted en casa a la bella Elena, que nadie se cansaría de ver.» Al leer esto, Pedro comprendió por primera vez que entre él y Elena nacía un lazo reconocido por las demás personas, y este pensamiento, con todo y atemorizarle un poco y darle la sensación de imponerle un deber que él no podía cumplir, le gustaba como una divertida suposición.
Fue recibida por Ana Pavlovna con una tristeza que evidentemente dedicaba a la reciente pérdida que había aquejado al joven heredero: la muerte del conde Bezukhov.
Luego le dijo:
–Tengo un plan para usted esta noche.
Y, mirando a Elena, sonrió.
– ¿No la encuentra usted encantadora? – añadió, señalando a la majestuosa beldad que se alejaba-. ¡Qué figura! ¡Y qué tacto! ¡Qué maneras más artísticas de comportarse, en una muchacha! Esto nace del corazón. ¡Dichoso quien la consiga! Con ella, el marido menos mundano ocupará, a pesar suyo, la situación más brillante. ¿No lo cree usted así? Únicamente querría saber su parecer.
Y le dejó marchar. Pedro respondió afirmativamente, con toda franqueza, a la pregunta de Ana Pavlovna con respecto al arte de Elena de moverse en sociedad. Si alguna vez se le ocurría pensar en Elena, era precisamente por su belleza y su talento sosegado y extraordinario para permanecer digna y silenciosa en una velada.
Elena recibió a Pedro con aquella sonrisa clara y hermosa que usaba para con todos. Pedro estaba tan acostumbrado a ella, y expresaba tan poco para él, que no le prestó atención.
Como en todas las veladas, Elena lucía un vestido muy escotado, tanto por el pecho como por la espalda, según la moda de la época. Su busto, que a Pedro siempre le había parecido de mármol, estaba tan cerca de él que, involuntariamente, con sus ojos miopes, distinguía la gracia viva de sus hombros y del cuello, que se encontraban tan cerca de sus labios que con sólo acercarse un poco hubiera podido besarla. Sentía la tibieza de su cuerpo, el hálito de sus perfumes, el crujir del corsé a cada movimiento. No veía la beldad marmórea que se acordaba a la gracia del traje, sino que veía y sentía toda la seducción de su cuerpo cubierto tan sólo por el vestido. Y una vez se hubo dado cuenta de esto, ya no pudo ver nada más, del mismo modo que es imposible caer en error una vez demostrado.
«Así, pues, ¿hasta ahora no se ha dado usted cuenta de que soy hermosa?», parecía que le dijera Elena. «¿No se había usted dado cuenta de que soy una mujer?», decía su mirada. Y en aquel momento Pedro sentía que no solamente Elena podía ser su mujer, sino que lo había de ser, y que no podía ocurrir de otro modo. En aquel momento estaba tan seguro de ello como si se encontrase a su lado al pie del altar. Sí, exactamente. Pero ¿cuándo? No lo sabía. No estaba seguro de ello ni poco ni mucho, pero en el fondo tenía la seguridad de que se realizaría.
Pedro bajaba y levantaba los ojos, y de nuevo volvía a verla tan lejana, tan extraña para él como la vio antes cada día. Pero le era imposible. No podía. Lo mismo que el hombre que a través de la niebla confunde una mata con un árbol, después de haber visto que realmente era una mata, no puede ya creer que sea un árbol. Ella estaba muy cerca de él. Ya ejercía sobre él su dominio. Entre los dos no había obstáculo alguno, fuera de lo que pusiera su voluntad.
Cuando llegó a su casa y se acostó, Pedro tardó mucho tiempo en dormirse, pensando en lo que había ocurrido. ¿Y qué era esto? Nada. Tan sólo que una mujer a la que conocía de niña y de quien, cuando alguien le decía que era una belleza, contestaba discretamente: «Sí, es bonita…», tan sólo que aquella mujer, Elena, podía llegar a ser su esposa.
«Pero no es muy inteligente. Yo mismo lo he dicho – pensaba -. Hay algo malo en el sentido que ha despertado en mí, algo que no está bien. Me han dicho que su hermano Anatolio estaba enamorado de ella; que ella lo estaba de él; que ha habido algo feo entre los dos; que hay que alejar a su hermano… Este Hipólito… Su padre… El príncipe Basilio… No está bien, vaya…» Pero mientras hablaba así – una de esas conversaciones que se hacen inacabables -. sentíase contento y satisfecho de que una serie de razonamientos sucediese a los primeros, y a pesar de comprobar la nulidad de Elena, pensaba en la posibilidad de que se convirtiera en su mujer, que pudiera quererlo, que fuese totalmente distinta de como él la conocía y que todo lo que había pensado y sentido pudiera ser falso. Y de nuevo no veía a la hija del príncipe Basilio, sino su cuerpo cubierto solamente por un vestido gris. «Pero no. ¿Cómo es que esta idea no se me había ocurrido antes?» Y sin vacilar se decía que era imposible, que aquel casamiento sería algo desagradable e incluso indecente. Recordaba sus frases y sus juicios de antes, las palabras y las miradas de todos los que le observaban, y también las palabras y miradas de Ana Pavlovna. Recordaba asimismo las incontables alusiones del mismo tipo que le habían dirigido el príncipe Basilio y otras personas. Se horrorizó. ¿No estaba ya ligado por el cumplimiento de una mala acción indudable que él no había de realizar? Pero mientras se formulaba a sí mismo este temor, en otro rincón de su alma se erguía la figura de Elena con toda su belleza.
II
En el mes de noviembre de 1805, el príncipe Basilio había de efectuar un viaje de inspección a cuatro provincias. Se había proporcionado este nombramiento para visitar de paso sus arruinadas fincas y para ir en compañía de su hijo Anatolio, a quien había de recoger en la ciudad donde se hallaba de guarnición, a casa del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, con objeto de casarlo con la hija de aquel potentado. Pero antes de marchar y de emprender estos nuevos asuntos, el príncipe Basilio tenía que terminar con Pedro. Cierto era que, durante aquellos últimos tiempos, Pedro pasaba todo el día en casa, es decir, en la del Príncipe, donde vivía emocionado, extravagante, atontado, tal como ha de ser un enamorado, en presencia de Elena. Pero aún no había hecho la petición de mano.
«Todo esto está muy bien, pero ha de terminar», se dijo un día el príncipe Basilio con un suspiro de tristeza, al reconocer que Pedro, que tan obligado le estaba (y que Dios no se lo reprochara), no se portaba tal como debía con respecto a este asunto. «Juventud… Frivolidad… Pero que Dios provea», pensaba el Príncipe, encantado de descubrir tanta bondad. «Pero esto ha de acabar. Pasado mañana, día del santo de Lilí, invitaré a algunos amigos, y si no comprende lo que tiene que hacer, yo se lo haré entender. Tengo la obligación, porque soy el padre.»
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