La Divina Comedia. Dante Alighieri
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Читать онлайн книгу La Divina Comedia - Dante Alighieri страница 19
—¿Qué haces en esta fosa? Véte; y puesto que aún vives, sabe que mi vecino Vitaliano debe sentarse aquí a mi izquierda. Yo soy paduano, en medio de estos florentinos, que muchas veces me atruenan los oídos gritando: "Venga el caballero soberano, que llevará la bolsa con los tres picos."
Después torció la boca, y sacó la lengua como el buey que se lame las narices. Y yo, temiendo que mi tardanza incomodase a aquél que me había encargado que estuviera allí poco tiempo, volví la espalda a tan miserables almas. Encontré a mi Guía, que había saltado ya sobre la grupa del feroz animal, y me dijo:
—Ahora sé fuerte y atrevido. Por aquí no se baja sino por escaleras de esta clase: monta delante; quiero quedarme entre ti y la cola, a fin de que ésta no pueda hacerte daño alguno.
Al oír estas palabras, me quedé como aquel que, presintiendo el frío de la cuartana, tiene ya las uñas pálidas, y tiembla con todo su cuerpo tan sólo al mirar la sombra; pero su sentido amenazador me produjo la vergüenza que da ánimo a un servidor delante de un buen amo. Me coloqué sobre las anchas espaldas de la fiera, y quise decir: "Ten cuidado de sostenerme;" pero, contra lo que esperaba, me faltó la voz; si bien él, que ya anteriormente me había socorrido en todos los peligros, apenas monté, me estrechó y me sostuvo entre sus brazos. Después dijo:
—Gerión, ponte ya en marcha, trazando anchos círculos y descendiendo lentamente: piensa en la nueva carga que llevas.
Aquel animal fué retrocediendo como la barca que se aleja de la orilla, y cuando sintió todos sus movimientos en libertad, revolvió la cola hacia donde antes tenía el pecho, y extendiéndola, la agitó como una anguila, atrayéndose el aire con las garras. No creo que Faetón tuviera tanto miedo, cuando abandonó las riendas, por lo cual se abrasó el cielo, como se puede ver todavía; ni el desgraciado Icaro, cuando, derritiéndose la cera, sintió que las alas se desprendían de su cintura, al mismo tiempo que su padre le gritaba: "Mal camino llevas," como el que yo sentí, al verme en el aire por toda partes, y alejado de mi vista todo, excepto la fiera. Esta empezó a marchar, nadando lentamente, girando y descendiendo; pero yo no podía apercibirme más que del viento que sentía en mi rostro y en la parte inferior de mi cuerpo. Empecé a oír hacia la derecha el horrible estrépito que producían las aguas en el abismo; por lo cual incliné la cabeza y dirigí mis miradas hacia abajo, causándome un gran miedo aquel precipicio; porque vi llamas y percibí lamentos, que me obligaron a encogerme tembloroso. Entonces observé, pues no lo había reparado antes, que descendíamos dando vueltas, como me lo hizo notar la proximidad de los grandes dolores, amontonados por doquier en torno nuestro. Como el halcón, que ha permanecido volando largo tiempo sin ver reclamo ni pájaro alguno, hace exclamar al halconero: "¡Eh! ¿Ya bajas?," y efectivamente desciende cansado de las alturas donde trazaba cien rápidos círculos, posándose lejos del que lo amaestró, desdeñoso e iracundo, así nos dejó Gerión en el fondo del abismo, al pie de una desmoronada roca; y libre de nuestras personas, se alejó como la saeta despedida por la cuerda.
CANTO DECIMOOCTAVO
AY un lugar en el Infierno, llamado Malebolge,[18] construído todo de piedra y de color ferruginoso, como la cerca que lo rodea. En el centro mismo de aquella funesta planicie se abre un pozo bastante ancho y profundo, de cuya estructura me ocuparé en su lugar. El espacio que queda entre el pozo y el pie de la dura cerca es redondo, y está dividido en diez valles, o recintos cerrados, semejantes a los numerosos fosos que rodean a un castillo para defensa de las murallas; y así como estos fosos tienen puentes que van desde el umbral de la puerta a su otro extremo, del mismo modo aquí avanzaban desde la base de la montaña algunas rocas, que atravesando las márgenes y los fosos, llegaban hasta el pozo central, y allí se reunían quedando truncadas. Tal era el sitio donde nos encontramos cuando descendimos de la grupa de Gerión: el Poeta echó a andar hacia la izquierda, y yo seguí tras él. A mi derecha vi nuevas causas de conmiseración, nuevos tormentos y nuevos burladores, que llenaban la primera fosa. En el fondo estaban desnudos los pecadores; los del centro acá venían de frente a nosotros; y los de esta parte afuera seguían nuestra misma dirección, pero con paso más veloz. Como en el año del Jubileo, a causa de la afluencia de gente que atraviesa el puente de San Angelo, los romanos han determinado que todos los que se dirijan al castillo y vayan hacia San Pedro pasen por un lado, y por el otro los que van hacia el monte, así vi, por uno y otro lado de la negra roca, cornudos demonios con grandes látigos, que azotaban cruelmente las espaldas de los condenados. ¡Oh! ¡Cómo les hacían mover las piernas al primer golpe! Ninguno aguardaba el segundo ni el tercero. Mientras yo andaba, mis ojos se encontraron con los de un pecador, y dije en seguida: "No es la primera vez que veo a ése." Por lo que me detuve a observarlo mejor: mi dulce Guía se detuvo al mismo tiempo, y aun me permitió retroceder un tanto. El azotado creyó ocultarse bajando la cabeza; mas le sirvió de poco, pues le dije:
—Tú, que fijas los ojos en el suelo, si no son falsas las facciones que llevas, eres Venedico Caccianimico. Pero ¿qué es lo que te ha traído a tan picantes salsas?
A lo que me contestó:
—Lo digo con repugnancia; pero cedo a tu claro lenguaje, que me hace recordar el mundo de otro tiempo. Yo fuí aquel que obligó a la bella Ghisola a satisfacer los deseos del Marqués, cuéntese como se quiera la tal historia. Y no soy el único boloñés que llora aquí; antes bien este sitio está tan lleno de ellos, que no hay en el día entre el Savena y el Reno tantas lenguas que digan "sipa,"[19] como en esta fosa; y si quieres una prueba de lo que te digo, recuerda nuestra codicia notoria.
Mientras así hablaba, un demonio le pegó un latigazo, diciéndole: "Anda, rufián; que aquí no hay mujeres que se vendan."
Me reuní a mi Guía; y a los pocos pasos llegamos a un punto de donde salía una roca de la montaña. Subimos por ella ligeramente, y volviendo a la derecha sobre su áspero dorso, salimos de aquel eterno recinto. Luego que llegamos al sitio en que aquel peñasco se ahueca por debajo a modo de puente, para dar paso a los condenados, mi Guía me dijo:
—Detente, y haz que en ti se fijen las miradas de esos otros malnacidos, cuyos rostros no has visto aún, porque han caminado hasta ahora en nuestra misma dirección.
Desde el vetusto puente contemplamos la larga fila que hacia nosotros venía por la otra parte, y que era igualmente castigada por el látigo. El buen Maestro me dijo, sin que yo le preguntara nada:
—Mira esa gran sombra que se acerca, y que, a pesar de su dolor, no parece derramar ninguna lágrima. ¡Qué aspecto tan majestuoso conserva aún! Ese es Jasón, que con su valor y su destreza robó en Cólquide el vellocino de oro. Pasó por la isla de Lemnos, después que las audaces y crueles mujeres de aquella isla dieron muerte a todos los habitantes varones; y allí, con sus artificios y sus halagüeñas palabras, engañó a la joven Hisipila, que antes había engañado a todas sus compañeras, y la dejó encinta y abandonada; por tal culpa está condenado a tal martirio, que es también la venganza de Medea. Con él van todos los que