Sangre y arena. Висенте Бласко-Ибаньес

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Sangre y arena - Висенте Бласко-Ибаньес

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y terrible. Gallardo marchó hacia la fiera con su ceguedad de impulsivo, como si no creyese en el poder de sus cuernos luego de salir ileso: dispuesto a matar o a morir, pero inmediatamente, sin retrasos ni precauciones. ¡O el toro o él! Veía rojo, cual si sus ojos estuviesen inyectados de sangre. Escuchaba, como algo lejano que venía de otro mundo, el vocerío de la muchedumbre aconsejándole serenidad.

      Dio sólo dos pases, ayudado por un capote que se mantenía a su lado, y de pronto, con celeridad de ensueño, como un muelle que se suelta del afianzador, lanzose sobre el toro, dándole una estocada que sus admiradores llamaban de relámpago. Metió tanto el brazo, que al salirse de entre los cuernos todavía le alcanzó el roce de uno de éstos, enviándolo tambaleante a algunos pasos; pero quedó en pie, y la bestia, tras loca carrera, fue a caer en el extremo opuesto de la plaza, quedando con las piernas dobladas y el testuz junto a la arena, hasta que llegó el puntillero para rematarla.

      El público pareció delirar de entusiasmo. ¡Hermosa corrida! Estaba ahíto de emociones. Aquel Gallardo no robaba el dinero: correspondía con exceso al precio de la entrada. Los aficionados iban a tener materia para hablar tres días en sus tertulias de café. ¡Qué valiente! ¡Qué bárbaro!... Y los más entusiastas, con una fiebre belicosa, miraban a todos lados como si buscasen enemigos.

      —¡El primer matador del mundo!... Y aquí estoy yo, para el que diga lo contrario.

      El resto de la corrida apenas llamó la atención. Todo parecía desabrido y gris tras las audacias de Gallardo.

      Cuando cayó en la arena el último toro, una oleada de muchachos, de aficionados populares, de aprendices de torero, invadió el redondel. Rodearon a Gallardo, siguiéndole en su marcha desde la presidencia a la puerta de salida. Le empujaban, queriendo todos estrechar su mano, tocar su traje, y al fin, los más vehementes, sin hacer caso de las manotadas del Nacional y los otros banderilleros, agarraron al maestro por las piernas y lo subieron en hombros, llevándolo así por el redondel y las galerías hasta las afueras de la plaza.

      Gallardo, quitándose la montera, saludaba a los grupos que aplaudían su paso. Envuelto en su capote de lujo, se dejaba llevar como una divinidad, inmóvil y erguido sobre la corriente de sombreros cordobeses y gorras madrileñas, de la que salían aclamaciones de entusiasmo.

      Cuando se vio en el carruaje, calle de Alcalá abajo, saludado por la muchedumbre que no había presenciado la corrida, pero estaba ya enterada de sus triunfos, una sonrisa de orgullo, de satisfacción en las propias fuerzas, iluminó su rostro sudoroso, en el que perduraba la palidez de la emoción.

      El Nacional, conmovido aún por la cogida del maestro y su tremendo batacazo, quería saber si sentía dolores y si era asunto de llamar al doctor Ruiz.

      —Na: una caricia na más... A mí no hay toro que me mate.

      Pero como si en medio de su orgullo surgiese el recuerdo de las pasadas debilidades y creyera ver en los ojos del Nacional una expresión irónica, añadió:

      —Son cosas que me dan antes de ir a la plaza... Argo así como los vapores de las mujeres. Pero tú llevas razón, Sebastián. ¿Cómo dices?... Dios u la Naturaleza, eso es: Dios u la Naturaleza no tieen por qué meterse en estas cosas del toreo. Ca uno sale como puede, con su habilidad o su coraje, sin que le valgan recomendaciones de la tierra ni del cielo... Tú tiees talento, Sebastián: tú debías de haber estudiao una carrera.

      Y en el optimismo de su alegría, miraba al banderillero como un sabio, sin acordarse de las burlas con que había acogido siempre sus enrevesadas razones.

      Al llegar al alojamiento encontró en el vestíbulo a muchos admiradores deseosos de abrazarle. Hablaban de sus hazañas con tales hipérboles, que parecían distintas, exageradas y desfiguradas por los comentarios en el corto trayecto de la plaza al hotel.

      Arriba encontró su habitación llena de amigos, señores que le tuteaban, e imitando el habla rústica de la gente del campo, pastores y ganaderos, le decían golpeándole los hombros:

      —Has estao mu güeno... ¡Pero mu güeno!

      Gallardo se libró de esta acogida entusiasta saliéndose al corredor con Garabato.

      —Ve a poner el telegrama a casa. Ya lo sabes: «Sin noveá.»

      Garabato se excusó. Tenía que ayudar al maestro a desnudarse. Los del hotel se encargarían de enviar el despacho.

      —No; quiero que seas tú. Yo esperaré... Debes poné otro telegrama. Ya sabes pa quién es: pa aquella señora, pa doña Zol. También «Sin noveá».

       Índice

      Cuando a la señora Angustias se le murió su esposo, el señor Juan Gallardo, acreditado remendón establecido en un portal del barrio de la Feria, lloró con el desconsuelo propio del caso; pero al mismo tiempo, en el fondo de su ánimo latía la satisfacción del que reposa tras larga marcha, librándose de un peso abrumador.

      —¡Probesito de mi arma! Dios lo tenga en su gloria. ¡Tan güeno!... ¡Tan trabajaor!

      En veinte años de vida común no la había dado otros disgustos que los que sufrían las demás mujeres del barrio. De las tres pesetas que unos días con otros venía a sacar de su trabajo, entregaba una a la señora Angustias para el sostén de la casa y la familia, destinando las otras dos al entretenimiento de su persona y gastos de representación. Había que corresponder a las «finezas» de los amigos cuando convidan a unas cañas; y el vino andaluz, por lo mismo que es la gloria de Dios, cuesta caro. También debía ir a los toros inevitablemente, porque un hombre que no bebe ni asiste a las corridas... ¿para qué está en el mundo?

      La señora Angustias, con sus dos hijos, Encarnación y Juanillo, tenía que aguzar el ingenio y desplegar múltiples habilidades para llevar la familia adelante. Trabajaba como asistenta en las casas más acomodadas del barrio, cosía para las vecinas, correteaba ropas y alhajas en representación de cierta prendera amiga suya y hacía pitillos para los señores, recordando sus habilidades de la juventud, cuando el señor Juan, novio entusiasta y zalamero, venía a esperarla a la salida de la Fábrica de Tabacos.

      Nunca pudo quejarse de infidelidades o malos tratos de su difunto. Los sábados, cuando el remendón volvía borracho a casa a altas horas de la noche, sostenido por los amigos, la alegría y la ternura llegaban con él. La señora Angustias tenía que entrarlo a empellones, pues se obstinaba en permanecer a la puerta batiendo palmas y entonando con voz babosa lentas canciones de amor dedicadas a su voluminosa compañera. Y cuando al fin se cerraba la puerta tras él, privando a los vecinos de un motivo de regocijo, el señó Juan, en plena borrachera sentimental, se empeñaba en ver a los pequeños, que ya estaban acostados, los besaba, mojándolos con gruesos lagrimones, y repetía sus trovas en honor de la señora Angustias—¡olé! ¡la primera hembra del mundo!—, acabando la buena mujer por desarrugar el ceño y reírse, mientras lo desnudaba y manejaba como si fuese un niño enfermo.

      Este era su único vicio. ¡Pobrecillo!... De mujeres y de juego, ni señal. Su egoísmo, que le hacía ir bien vestido, mientras la familia andaba harapienta, y su desigualdad en el reparto de los productos del trabajo, compensábalos con iniciativas generosas. La señora Angustias recordaba con orgullo los días de gran fiesta, cuando Juan la hacía ponerse el pañolón de Manila, la mantilla de casamiento, y llevando los niños por delante marchaba a su lado, con blanco sombrero cordobés y bastón

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