Maximina. Armando Palacio Valdes
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—Maximina, si te incomoda el sombrero, quítatelo... Trae, lo pondremos aquí... así, para que no se caiga.—Mira, quítate también las botas. Aquí te traigo las zapatillas en el bolsillo... se las he pedido á tu tía... ¿No quieres? Pues haces mal: vas á tener frío en los pies... Aguarda un poco; entonces voy á liártelos con mi manta...
Y poniéndose de rodillas, le envolvió en efecto los pies con el mayor esmero. La alegría les hizo tan comunicativos, que al poco tiempo los señores y la criada charlaban y reían como buenos compañeros. Sin embargo, Maximina daba largos rodeos para no dirigir la palabra directamente á su marido, pues no quería llamarle de usted, y al propio tiempo le causaba vergüenza el tutearlo. Miguel comprendía los esfuerzos que estaba haciendo, pero no iba en su auxilio. Por fin, después de algún tiempo y de mucho vacilar, cuando aquél le preguntó:
—¿Deseas que almorcemos?
—Como tú quieras—se resolvió á contestar tímidamente.
Miguel levantó la cabeza vivamente, haciéndose el sorprendido.
—¡Hola, señorita! ¿Qué confianza es ésa? ¿Ya me tuteas?
Maximina se puso colorada y, tapándose el rostro con las manos, exclamó:
—¡Oh, por Dios, no me hable así, porque no vuelvo á hacerlo más!
—¡Qué tonta!—dijo el joven separándole las manos cariñosamente.—¡Estaría gracioso eso!
Juana reía á carcajadas.
II
ESPUÉS de almorzar, se encontraron sin agua. Maximina tenía sed. En la primer estación Juana se apeó, y vino con un vaso lleno. Durante su corta ausencia, se supone con algún fundamento que Miguel besó á su mujer en otro sitio distinto de la mano; pero no podemos asegurarlo. En Venta de Baños entraron en el mismo coche otros cuatro viajeros, tres señoras y un caballero. Pasaban de los cuarenta todos. Eran hermanos, según se enteraron después, y hablaban con marcado acento gallego. Miguel pasó á ocupar el asiento al lado de su mujer, colocando á la doncella enfrente, y decidió aparecer circunspecto, á fin de que aquellos señores no conociesen que eran recién casados. Sin embargo, no pudo escapárseles esta circunstancia. Las miradas insistentes y la conversación secreta que los novios sostenían, los denunciaban claramente. Las señoras sonrieron primero, hablaron luego entre sí y, por último, pusieron los medios para trabar conversación, consiguiéndolo presto. No tardaron tampoco en informarse de cuanto deseaban saber; con lo cual, se les despertó, sin saber por qué, una viva simpatía hacia Maximina, y procuraron demostrársela colmándola de atenciones. La niña, que no estaba avezada á ser objeto de ellas, mostrábase confusa y acortada, sonriendo con aquella apariencia vergonzosa que la caracterizaba.
Esto concluyó de seducir á las gallegas. Decididamente la tomaban bajo su protección. Eran solteras todas, y el hermano lo mismo. Ninguno había querido casarse «por el dolor que les causaba la idea solamente de separarse»: esto afirmaban á una voz. Por lo demás, ¡Virgen del Carmen, las proporciones que habían despreciado! Una de ellas, Dolores, al decir de las otras dos, había estado en relaciones seis años con un estudiante de derecho, en Santiago. Al concluir la carrera, Dolores, sin saber por qué, cortó las relaciones, y el estudiante se fué á su pueblo, donde despechado se casó inmediatamente con una prima rica. Otra, Rita, había tenido unos amores contrariados por su papá. El joven que amaba era poeta; estaba pobre. Nada pudo vencer la resistencia del papá á aceptarlo por yerno. Desesperado, desapareció, cuando menos se pensaba, de Santiago, después de haberse despedido tiernamente de Rita (los pormenores románticos de esta despedida no quiso la interesada que se contasen), y no volvió á saberse más de él. Algunos aseguraban que había perecido entre las garras de un tigre, buscando en California una mina de oro. En cuanto á la tercera, Carolina, era una verdadera locuela. Nunca habían conseguido sus hermanos que sentase la cabeza. Cuando más creído tenían en casa que estaba enamorada y que la cosa iba seria, ¡pum! de la noche á la mañana dejaba plantado al novio, y lo reemplazaba con otro. Carolina, que tendría unos cuarenta y cinco años, mal contados, quiso ruborizarse al escuchar estas afirmaciones, y exclamó sonriendo graciosamente:
—¡No haga usted caso, Maximina! ¡Qué tonta es esta niña!... Yo no puedo negar que me gusta la variación; pero ¿á quién no le gusta un poco? Á los hombres hay que castigarlos de vez en cuando, porque son muy malos, ¡muy malos! No se enfade usted, Sr. Rivera... Por eso yo me dije... lo que es á mí no me la da ninguno.
—Eso consiste—dijo Rita—en que todavía no te has enamorado de veras.
—Podrá ser. Hasta ahora no he sentido esos afanes y esas fatigas que pasan los enamorados, según dicen. Ningún hombre me gusta más de quince días.
—¡Qué horror!—exclamaron riendo Dolores y Rita.
—No digas esas cosas, loca.
—¿Por que no he de decir lo que siento, Rita?
—Porque está mal visto. Las jóvenes deben tener cuidado con las palabras.
—Vamos, Carolina—manifestó Miguel revistiéndose de gravedad,—yo, en nombre de la humanidad, le suplico que aplaque usted sus rigores y haga pronto á algún hombre feliz.
—Sí, ¡buenos pillos están ustedes!
—¡Muchacha!—gritó Dolores.
—Déjela usted, déjela usted—interrumpió Miguel.—Con el tiempo ya llegará á sentar esa cabecita. Tengo esperanza de que no tardará alguno en vengarnos á todos.
—¡Ca!...
Á todo esto, el hermano, que era un señor obeso con grandes bigotes blancos, roncaba como una foca. Maximina escuchaba sorprendida aquellas cosas, que apenas podía comprender, y miraba á Miguel de vez en cuando, tratando de inquirir si hablaba en serio ó se estaba burlando.
Las señoritas de Cuervo (que éste era su apellido) iban á Madrid á pasar una temporada. Todos los años hacían lo mismo. El resto del invierno lo pasaban en Santiago, y el verano en una aldea muy pintoresca donde se espaciaban á su talante, corriendo como cervatillas por el campo, subiéndose á los árboles para comer las cerezas y los higos y las manzanas, bebiendo el agua en las manos, haciendo excursiones en borrico á las aldeas vecinas (¡qué risa! ¡cuánto se divertían, madre mía!), presenciando las faenas agrícolas y bebiendo la leche que el criado acababa de ordeñar.
—Esta Carolina se pone insufrible en cuanto llegamos. Se sale por la mañana y nadie vuelve á saber de ella hasta la hora de comer. Con el bocado en la boca vuelve á salir, y hasta la noche.
—¡Pues