La gitanilla. Miguel de Cervantes Saavedra
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Índice de contenido
INTRODUCCIÓN
Los experimentos de Cervantes
PARECE QUE MIGUEL DE CERVANTES SOLAMENTE NACIÓ EN EL MUNDO PARA SER EL AUTOR DEL QUIJOTE: leemos el Quijote, citamos el Quijote, estudiamos el Quijote y, finalmente, salimos con ser quijotescos corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana de no leer otra cosa cervantina que el Quijote nos priva del gusto y aun la sorpresa de la lectura de tantas otras obras cervantinas, cuya calidad no desmerece tanto de la de la máxima novela como suelen pensar muchos, sobre todo quienes no han leído esas otras obras de don Miguel. A pesar de ello, entre los textos que no han corrido con tan mala suerte y secular descuido se hallan, sin duda, las doce Novelas ejemplares, publicadas en 1613, pues mucho de sus imágenes y personajes ha superado la prueba del tiempo y el olvido, y perduran en la memoria de tantos lectores felices y agradecidos, como lo prueban los nombres de Rinconete y Cortadillo, Monipodio, el Licenciado Vidriera, o bien las escenas del Celoso extremeño o de los perros Berganza y Cipión en su genial coloquio.
Y sin embargo, no sólo podemos admirar en el novelista Cervantes la profunda humanidad de sus personajes, a los cuales terminamos por amar y comprender a pesar de sus humanas fallas —de hecho, los queremos más gracias a ellas—; otro aspecto que siempre brilla en todos los textos cervantinos es la continua invención, la voluntad clarísima de no conformarse con las fórmulas comunes, repetidas y hasta gastadas. Si por una parte la filología se ha encargado de mostrarnos todas las deudas que Cervantes tiene con los modelos imperantes en el gusto de su tiempo, en especial con los novelistas italianos como Mateo Bandello o Giambattista Giraldi Cinthio, también podemos observar hoy, con placentera admiración, lo mucho que el español avanza sobre sus modelos, los trasciende y supera llenando sus propias narraciones de significados complejos, polifónicos, entrecruzados, de tal modo que cada una de sus breves novelas es virtualmente un experimento de técnica a la vez que una profunda reflexión sobre los temas humanos esenciales, todo expuesto de una manera amena, directa y sencilla sólo en apariencia. Estas cualidades de las Novelas ejemplares se podrían decir también de los relatos insertos en el Quijote, especialmente en su primera parte, como las historias de Cardenio, el Curioso impertinente o el relato del Cautivo, las cuales bien podría su autor haber extraído de donde están hoy y haberlas publicado junto a las doce ejemplares de 1613 sin desentonar del mismo aire de familia genérico y estilístico.
Entre los elementos de experimentación más significativos de estas novelas breves, uno es poderosamente atractivo para quienes ensayan los cruces o mezclas de géneros literarios: la obsesión de Cervantes por exponer una misma historia o un mismo tema narrativo mediante formas distintas, con sus consiguientes resoluciones paralelas o divergentes: así la novela de El celoso extremeño se corresponde con el entremés de El viejo celoso, o bien el episodio del Retablo de Maese Pedro, en el capítulo XXVI de la Segunda Parte del Quijote, tiene su correlato en el entremés de El Retablo de las Maravillas —dos representaciones que se ven interrumpidas con violencia de por medio—; y de una manera más laxa, puede asociarse la trama del Cautivo quijotesco con El trato de Argel y Los baños de Argel, las dos evocaciones autobiográficas que Cervantes destinó a la escena —todas las cuales, además, guardan algunos puntos de contacto con la novela de El amante liberal. Y en suma, así vamos todo el tiempo con don Miguel, viajando de la novela extensa a la breve, y de ambas al teatro, y de regreso.
Uno de los ejemplos más destacados de los experimentos de ida y vuelta por los géneros es, sin duda, La gitanilla, la novela con la que Cervantes quiso encabezar su dodecalogía. En una primera lectura, la novela no parece mostrar más sorpresas que las inherentes al desarrollo de una trama de entretenimiento: se trata, en efecto, de una historia de anagnórisis o reconocimiento, en la cual la protagonista no conoce su verdadera identidad ni sus orígenes hasta que determinadas circunstancias fortuitas se la revelan, y por ello su vida tendrá un cambio notorio. Que este tipo de narraciones eran del gusto de Cervantes lo prueba no sólo esta novela de que hablo, sino el hecho de que otras cuatro de la colección también corresponden al mismo esquema narrativo: La fuerza de la sangre, La ilustre fregona, Las dos doncellas y La señora Cornelia; es decir, casi la mitad. Que esta clase de narraciones fuera del gusto de la época prueba no sólo que existieran varios ejemplos de ella en la novela italiana entonces tan de moda, sino el hecho más esencial de que se trata de un mecanismo que siempre ha acompañado a la literatura narrativa, tanto como a la dramática, a lo largo de los siglos, desde las novelas griegas y bizantinas y desde los argumentos del drama griego clásico —recordemos a Edipo o a Orestes— hasta las narraciones populares y populacheras actuales, y las telenovelas siguen dando prueba constante de cuánto entretiene a la gente saber si los protagonistas sabrán en algún momento quiénes son, y estar dispuestos a seguirlos por diversas aventuras mientras se revela el misterio, o bien sospechar si la persona que nos vienen contando no será otra en realidad, y estar dispuesto a seguir el cuento hasta comprobar si se nos hará alguna revelación espectacular. Conocer y reconocer son, en el fondo, dos caras de la misma moneda que se genera en el entretenimiento inteligente del bien contar historias.
La gitanilla pertenece a la segunda de las posibilidades narrativas que he expuesto. Preciosa es una muchacha que a los quince años es llevada por su abuela adoptiva a Madrid, y al dejarse ver y conocer se vuelve el centro de la atención de toda la gente, por su belleza, por la agudeza, agilidad y prudencia de su pensamiento, y por sus habilidades para el baile y el canto, con lo cual, de paso, don Miguel nos pinta un maravilloso catálogo de las danzas y músicas populares de moda en su época, y muchas de éstas todavía se pueden reconstruir con base en documentos de aquel mismo tiempo. Desde que empieza la historia el lector puede imaginar que esa gitana, adoptiva como Cervantes nos cuenta desde el principio, debe de tener un origen más ilustre que la casta de los gitanos, entonces tenidos como lo más bajo y despreciable de la sociedad ibérica de su tiempo: nada más hay que leer la ruda y categórica descripción de este grupo, con la que se inicia la novela, para hacerse una idea del concepto en que se le tenía entre los cristianos que se llamaban a ellos mismos viejos y de solares conocidos. Parece evidente, desde un principio, que la narración nos quiere hacer notar que esa muchachilla amasa tantas cualidades como para aceptar que éstas pudieran concurrir entre los hijos de tan descastada casta.
Y sin embargo, algo nos perturba desde el principio mismo de la lectura. Algo que empieza a revelar por qué don Miguel no es un novelista italiano del montón y de la moda, y por qué sí es Cervantes. Después de la citada descripción inicial, el retrato de los protagonistas nos deja ver entre los gitanos a personas libres, alegres, sin cargas morales, y con actitudes nobles y generosas entre varios de ellos para con el prójimo. Más adelante, cuando entren en acción el paje poeta que le escribe versos a Preciosa, ese Sancho que luego se llamará Clemente, y el mancebo que acabará por ser su devoto enamorado, don Juan de Cárcamo —o Andrés Caballero por nombre gitano—, las relaciones entre estos jóvenes de la sociedad urbana madrileña y los gitanos se nos exponen como cordiales, enriquecedoras y muy bien apreciadas por unos y otros. Mucho antes de llegar a la mitad de la narración, el lector no puede dejar de sentirse fascinado por lo maravillosa que es la vida gitana tal como se la van contando, con lo cual se puede dar por olvidada la terrible denostación del inicio. En este mundo de ficción, no sólo no parece una maldición o una condena ser gitano y vivir como tal, pero incluso se nos ofrece esta posibilidad de vida como más libre, más en armonía con la naturaleza del hombre y más propensa a la igualdad y a la concordia entre quienes participan de ella.