La Fontana de Oro. Benito Perez Galdos
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El humo de estos quinqués, el humo de los cigarros, el humo del café habían causado considerable deterioro en el dorado de los espejos, en el amarillo de los capiteles, en los jaspes y en el friso clásico. Solo por tradición se sabía la figura y color de las pinturas del techo, debidas al pincel del peor de los discípulos de Maella.
Los muebles eran muy modestos; reducíanse á unas mesas de palo, pintadas de color castaño simulando caoba en la parte inferior, y embadurnadas de blanco para imitar mármol en la parte superior, y á medio centenar de banquillos de ajusticiado, cubiertos con cojines de hule, cuya crin, por innumerables agujeros, se salía con mucho gusto de su encierro.
El mostrador era ancho, estaba colocado sobre un escalón, y en su fachada tenía un medallón donde las iniciales del amo se entrelazaban en confuso jeroglífico. Detrás de este catafalco asomaba la imperturbable imagen del cafetero, y á un lado y otro de éste, dos estantes donde se encerraban hasta cuatro docenas de botellas. Al través de la mitad de estos cristales se veían también bollos, libras de chocolate y algunas naranjas; y decimos la mitad de los cristales, porque la otra mitad no existía, siendo sustituida por pedazos de papel escrito, perfectamente pegados con obleas encarnadas. Por encima de las botellas, por encima del estante, por encima de los hombros del amo, se veía saltar un gato enorme, que pasaba la mayor parte del día acurrucado en un rincón, durmiendo el sueño de la felicidad y de la hartura. Era un gato prudente, que jamás interrumpía la discusión, ni se permitía maullar ni derribar ninguna botella en los momentos críticos. Este gato se llamaba Robespierre.
En el local que hemos descrito se reunía la ardiente juventud de 1820. ¿De dónde habían salido aquellos jóvenes? Unos salieron de las Constituyentes del año 12, esfuerzo de pocos, que acabó iluminando á muchos. Otros se educaron en los seis años de opresión posteriores á la vuelta de Fernando. Algunos brotaron en el trastorno del año 20, más fecundo tal vez que el del 12. ¿Qué fué de ellos? Unos vagaron proscriptos en tierra extranjera durante los diez años de Calomarde; otros perecieron en los aciagos días que siguieron á la triste victoria de los cien mil nietos de San Luis. Entre los que lograron vivir más que el inicuo Fernando, algunos defendieron el mismo principio con igual entereza; otros, creyendo sustentarle, tropezaron con las exigencias de una generación nueva. Encontráronse con que la generación posterior avanzaba más que ellos, y no quisieron seguirla.
Al crearse el club, no tuvo más objeto que discutir en principio las cuestiones políticas; pero poco á poco aquel noble palenque, abierto para esclarecer la inteligencia del pueblo, se bastardeó. Quisieron los fontanistas tener influencia directa en el gobierno. Pedían solemnemente la destitución de un ministro, el nombramiento de una autoridad. Demarcaron los dos partidos moderado y exaltado, estableciendo una barrera entre ambos. Pero aún descendieron más. Como en la Fontana se agitaban las pasiones del pueblo, el Gobierno permitía sus excesos para amedrentar al Rey, que era su enemigo. El Rey, entre tanto, fomentaba secretamente el ardor de la Fontana, porque veía en él un peligro para la libertad. La tradición nos ha enseñado que Fernando corrompió á alguno de los oradores é introdujo allí ciertos malvados que fraguaban motines y disturbios con objeto de desacreditar el sistema constitucional. Pero los ministros, que descubrían esta astucia de Fernando, cerraban la Fontana, y entonces ésta se irritaba contra el Gobierno y trataba de derribarlo. Fomentaba el Rey el escándalo por medio de agentes disfrazados; ayudaba el club á los ministros; éstos le herían; vengábase aquél, y giraban todos en un círculo de intrigas, sin que los crédulos patriotas que allí formaban la opinión conociesen la oculta transcendencia de sus cuestiones.
Pero oigamos á Calleja que pide á voz en cuello que comience la sesión. Dos elementos de desorden minaban la Fontana: la ignorancia y la perfidia. En el primero ocupaba un lugar de preferencia el barbero Calleja. Este patriota capitaneaba una turba de aplaudidores semejantes á él, y la tal cuadrilla alborotaba de tal modo cuando subía á la tribuna un orador que no era de su gusto, que se pensó seriamente en prohibirle la entrada.
En la noche á que nos referimos, nuestro hombre daba con sus pesadas manos tales palmadas, que sonaban como golpes de batán y los demás metían ruido dando porrazos en el suelo con los bastones. En vano pedían silencio y moderación los del interior, personas entre las cuales había diputados, militares de alta graduación, oradores famosos. Los bullangueros no callaron hasta que subió á la tribuna Alcalá Galiano.
Era éste un joven de estatura más que regular, erguido, delgado, de cabeza grande y modales desenvueltos y francos. Tenía el rostro bastante grosero, y la cabeza poblada de encrespados cabellos. Su boca era grande, y muy toscos los labios; pero en el conjunto de la fisonomía había una clara expresión de noble atrevimiento, y en su mirada profunda la penetración y el fuego de los ingenios de la antigua raza.
Comenzó á hablar relatando un suceso de la sesión anterior, que había dado ocasión á que salieran de la Fontana Garelli, Toreno y Martínez de la Rosa. Indicó las diferencias de principios que en lo sucesivo habían de separar á los moderados de los exaltados, y pintó la situación del Gobierno con exactitud y delicadeza. Pero cuando con más robusta voz y elocuencia más vigorosa hacía un cuadro de las pasadas desdichas de la nación, ocurrió un incidente que le obligó á interrumpir su discurso. Era que se oía en la calle fuerte ruido de voces, el cual creció formando gran algazara. Muchísimos se levantaron y salieron. El auditorio empezó á disminuir, y al fin disminuyó de tal modo, que el orador no tuvo más remedio que callarse.
Cortado y colérico estaba el andaluz cuando bajó de la tribuna. [Nota 1: El mismo Alcalá Galiano refiere con mucha franqueza este suceso en sus anotaciones á Historia de España, por Durham.] El tumulto aumentaba fuera, y por fin no quedaron en el café sino cinco ó seis personas. Estas querían satisfacer la curiosidad, y acompañadas del mismo Galiano, salieron también.
En diez minutos la Fontana se quedó sin gente, y el rumor exterior pasaba, se oía cada vez más lejano, porque andaba á buen paso la oleada de pueblo que lo producía. Todas las señales eran de que había comenzado una de aquellas asonadas tan frecuentes entonces.
Era ya tarde: los quinqués habían llegado al tercer período de su reverberación dificultosa, es decir, estaban en los instantes precursores de su completo aniquilamiento, y las mechas despedían humo más hediondo y abundante. Uno de los mozos se había marchado á dormir; otro roncaba junto á la puerta, y el tercero había salido con los parroquianos. A lo lejos se oía un eco de voces siniestras, las voces del tumulto popular, que rodaba por la villa agitándola toda.
El cafetero continuaba inmóvil en su trípode. Dos luminosos puntos de claridad verdosa brillaban detrás de él. Era Robespierre que se acercaba á su amo, y saltando por encima de sus hombros, se ponía delante para recibir una caricia. El hombre del café le pasó la mano afectuosamente por el lomo, y el animal, agradecido, alzó el rabo, arqueó el espinazo, se lamió los bigotes, y después de estirarse muy á la sabor, se volvió á su rincón, donde se agazapó de nuevo.
Frente por frente al mostrador, y en el más obscuro sitio del