El maestrante. Armando Palacio Valdes

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El maestrante - Armando Palacio  Valdes

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ezpere un poco... ze llamaba Matalaoza. Pue bien, ezte Matalaoza, que era un tío mu bragao y mu soso, le derrotó completamente, le hizo prizionero y le tuvo tirando de una noria hazta que ze murió. Todavía ze conzervan en lo zótano de caza alguno peazo de la maquinita.

      D. Pedro, Jaime Moro y el conde de Onís habían suspendido el juego y reían sin rebozo alguno.

      —No puede ser. Rechila no ha pasado de Mérida, que ha conquistado después de un corto asedio—manifestó Saleta sin turbarse poco ni mucho.

      —Dispenze uzté, amigo; en el archivo de mi caza hay documentoz que acreditan que el zeñó Renchila ha entrao una mijita por la provincia e Málaga, y que el zeñó Matalaoza, mi abuelo, por la línea de madre, ni pa Dioz quizo deharle seguí ma adelante.

      —Permítame usted, amigo Valero; me parece que está usted en un error. Ese Rechila debe de ser otro. Entre los suevos ha habido varios Rechilas...

      —No zeñó, no... El Rechila que ha derrotao mi abuelo era el antepazao de uzté... Eztoy zeguro... De la provincia de Pontevedra... Ze le conocía enzeguidita por el acento.

      Y afectaba gran seriedad al proferir estas frases. La alegría de los jugadores era cada vez mayor. Saleta, acostumbrado a las burlas de su colega, no se amoscaba ni perdía un punto de su irritante flema. La desvergüenza de este hombre para mentir y sostener luego sus mentiras era inaudita.

      Cuando vio la inutilidad de seguir disputando, atendió nuevamente al juego. Los demás hicieron lo mismo, aunque de vez en cuando se les escapaba por la nariz el flujo de la risa.

      Jaime Moro seguía ganando. Y se mostraba alegre y charlatán, comentando cada una de las jugadas con prolijidad. Era un guapo joven de barba negra recortada, facciones correctas, ojos rasgados sin expresión y tez suave y sonrosada. Su padre, administrador diocesano que había sido en aquella provincia, se murió el año anterior, dejándole una regular hacienda, setenta u ochenta mil duros, según los bien enterados. Este capital en Lancia le hacía un verdadero potentado. No hay para qué decir que fue el blanco de todos los tiros de las niñas casaderas, su ideal, su sueño dorado. Moro parecía poco inclinado al sexo femenino. Amaba infinitamente más a Mercurio que a Venus. Su afición al juego, a toda clase de juegos, era tan desmedida que bien podía decirse que su vida entera estaba consagrada a ella, que había nacido para jugar. Vivía solo, con ama de llaves, criado y cocinera. Levantábase de diez a once de la mañana, y después de acicalarse se iba a la confitería de D.ª Romana, donde hallaba sabrosa compañía que le enteraba de todos los cuentos que corrían por la población. Así que echaba a un lado esta tarea metíase en la trastienda oscura, grasienta, pringosa, con un olor a hojaldre que derribaba, y sentándose a una mesa que correspondía en un todo al decorado del recinto, se ponía a jugar la copa de Jerez y los pasteles al dominó con su íntimo amigo D. Baltasar Reinoso, uno de los muchos propietarios de cuatro o cinco mil pesetas de renta que residían en Lancia. A las dos a comer. A las tres al Círculo Mercantil a comenzar con tres de los indianos, que formaban el núcleo de aquella sociedad de recreo, el clásico chapó, que se prolongaba ordinariamente hasta las cinco. Y vamos corriendo a casa del muy ilustre señor deán de la catedral basílica, donde nos espera este señor en compañía del maestrescuela y del cura de San Rafael para ventilar el tresillo cotidiano. Cuando el chapó se prolongaba algo más de lo acostumbrado, solía venir un monaguillo al Círculo para avisarle de que sus compañeros estaban reunidos. Y entonces Moro se apresuraba a dar los tres o cuatro tacazos definitivos, y entre uno y otro se hacía poner el abrigo por el mozo para no perder tiempo, y pagando o cobrando con mano nerviosa el saldo de su cuenta, corría desalado con la lengua fuera hasta casa del deán. El tresillo de éste duraba hasta las ocho. A casa a cenar. A las nueve, escapado a la de D. Pedro Quiñones, a empalmarlo. Otras noches a la de D. Juan Estrada-Rosa a lo mismo. A las doce al Casino, donde se reunían unos cuantos trasnochadores y jugaban al monte o la lotería un rato. Por último, a las dos o las tres de la madrugada Jaime Moro caía en su lecho rendido de tan laboriosísima jornada, para comenzar al día siguiente otra enteramente igual.

      Ni se piense que era un joven codicioso. Nada de eso. Su liberalidad era conocida y loada por toda la ciudad. No le arrastraba a jugar el ansia del dinero, sino una decidida y desinteresada vocación que se había sobrepuesto en él a todas las demás aficiones. Era el suyo un temperamento excesivamente activo, sin inteligencia ni voluntad para darle un fin serio y útil. En sus cortos momentos de ocio aparecía como hombre sosegado, indiferente, linfático; pero así que tenía las cartas en la mano, o el taco, o las fichas del dominó, adquiría su figura brío inusitado, el rostro se le mudaba, las manos se estremecían como potros refrenados, los ojos expresaban la energía recóndita de su alma. Inspiraba generales simpatías en la población y las cercanías. No había hombre más dulce, más inofensivo en su trato. Jamás se le oyó hablar mal de nadie. Los que ven siempre la parte negra de las cosas de este mundo y el lado flaco de los caracteres, que van siendo cada vez más, por desgracia, sostenían que si no murmuraba era porque no sabía, que era tan bueno porque no podía ser otra cosa. ¡Como si no hubiera necios perversos! Un defecto tenía Moro, hijo de su misma afición. Se consideraba insuperable en todos los juegos a que se dedicaba. No se le podía negar gran maestría en ellos; pero de aquí a no tener rival hay mucha distancia, y Moro la salvaba. De esto procedían los prolijos, eternos comentarios con que sazonaba cada jugada, y que ya habían llegado a ser proverbiales en Lancia. Daba un tacazo en el billar. Las bolas no rodaban como se había propuesto. Se llevaba la mano a la cabeza con desesperación.

      —¡Un poquito menos de bola, y la mía hubiera entrado por los palos!... Pero me veía obligado a tomar mucha bola, para que el mingo bajase; porque si no baja el mingo, ¿sabe usted? él me hace villa y se mete en casa... ¡Y a mí no me conviene eso!

      Si los circunstantes asentían, aunque perdiese todas las mesas no le importaba nada. Salvada su honra profesional, el dinero era lo de menos. Vuelta a dar otro tacazo, y vuelta a comentarlo. No cesaba de hablar. Pues otro tanto pasaba en el tresillo; pero, al revés de lo que suele acaecer en este juego, se abstenía de reprender a sus compañeros y de mostrarse enojado. Hablaba, sí, y mucho; pero siempre para aclarar o glosar cualquier jugada, repitiendo infinitamente los conceptos en tono elocuente y persuasivo, que hacía sonreír a los mirones. «Si no me hubiera fallado el rey... Si hubiera tenido un triunfito más... No me atreví a dar la bola porque me figuré que D. Pedro... ¿Por qué este tres de copas no había de ser de oros?... Con dos estuches siempre ha tirado una vuelta este cura.» Era un compañero ruidoso, pero muy fino y muy desinteresado.

      —Oiga uzté, ¿no va uzté a jugar?—le dijo Valero, metiendo la cabeza por entre los jugadores y examinándole las cartas.

      —¿Cree usted que se puede?—preguntó Moro vacilante.

      —A mí me parece que zí.

      —Hay poco de esto y demasiado de esto otro—repuso, señalando discretamente con el dedo los naipes.

      —Zin embargo, zin embargo... yo creo...

      —Bueno, bueno, jugaremos—replicó Moro con su finura acostumbrada.

      Aquel juego se perdió. Moro dirigió una mirada a sus compañeros y alzó los hombros con resignación. En cuanto Valero se apartó un poco, apresurose a decir por lo bajo:

      —No quise contrariar a D. Enrique; pero aquel juego no se podía ganar.

      Vindicada con estas palabras su fama, quedó tan alegre como si les hubiera dado una bola.

      El conde de Onís, que en un principio se había mostrado jaranero, fue quedando poco a poco pensativo y amurriado. Jugaba sin atención alguna; de tal modo que sus compañeros le llamaron al orden más de una vez.

      —Pero,

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