La Espuma. Armando Palacio Valdes
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—Tampoco yo, hijo—respondió, dando un suspiro de resignación que hizo reir—. Pero ¡qué quiere usted! Soy suegra, que es lo último que se puede ser en este mundo, y tengo esa penitencia y otras muchas que usted no sabe.
—Me las figuro.
—No se las puede usted figurar.
—Pues, querida, a mí me gustaría muchísimo ver a mis hijos reconciliados. No hay cosa más fea que un matrimonio reñido—dijo la bendita de Mariana con su palabra lenta, arrastrada, de mujer linfática.
—También a mí … pero después que pasa la reconciliación—respondió
Pepa, cambiando miradas risueñas con Cobo Ramírez y Pinedo.
—¡De qué buena gana me reconciliaría yo con usted, Mariana, del mismo modo que esos chicos!—dijo en voz muy baja el almibarado general Patiño, aprovechando el momento en que la esposa de Calderón se inclinó para hurgar el fuego con un hierro niquelado. Al mismo tiempo, como tratase de quitárselo para que ella no se molestase, sus dedos se rozaron, y aun puede decirse, sin faltar a la verdad, que los del general oprimieron suave y rápidamente los de la dama.
—¡Reconciliarse!—dijo ésta en voz natural—. Para eso es necesario antes estar enfadados y, a Dios gracias, nosotros no lo estamos.
El viejo tenorio no se atrevió a replicar. Rió forzadamente, dirigiendo una mirada inquieta a Calderón. Si insistía, aquella pánfila era capaz de repetir en voz alta la atrevida frase que acababa de decirle.
—Por supuesto—siguió Pepa—que yo me meto lo menos posible en sus reyertas. Ni voy apenas por su casa. ¡Uf! ¡Me crispa el hacer el papel de suegra!
—Pues yo, Pepa, quisiera que fuese usted mi suegra—dijo Cobo, mirándola a los ojos codiciosamente.
—Bueno, se lo diré a mi hija, para que se lo agradezca.
—¡No, si no es por su hija!… Es porque … me gustaría que usted se metiese en mis cosas.
—¡Bah, bah! déjese usted de músicas—replicó la de Frías medio enojada.
Un amago de sonrisa que plegaba sus labios pregonaba, no obstante, que la frase la había lisonjeado.
Ramoncito volvió a sacar la conversación del teatro Real, la liebre que sale y se corre en todas las tertulias distinguidas de la corte. La ópera, para los abonados, no es un pasatiempo, sino una institución. No es el amor de la música, sin embargo, lo que engendra esta constante preocupación, sino el no tener otra cosa mejor en qué ocuparse. Para Ramoncito Maldonado, para la esposa de Calderón y para otros muchos, los seres humanos se dividen en dos grandes especies: los abonados al teatro Real y los no abonados. Los primeros son los únicos que expresan realmente de un modo perfecto la esencia de la humanidad. Gayarre y la Tosti fueron puestos otra vez a discusión. Los que habían llegado últimamente dieron su opinión, tanto sobre el mérito como sobre la disposición física de los dos cantantes.
Ramoncito se puso a contar en voz baja a Esperanza y a Paz que la noche anterior había sido presentado a la Tosti en su camerino. "Una mujer muy amable, muy fina. Le había recibido con una gracia y una amabilidad sorprendentes. Ya había oído hablar mucho de el, de Ramoncito, y tenía deseos vivos de conocerle personalmente. Cuando supo que era concejal, quedó asombrada por lo joven que había llegado a ese puesto. ¡Ya ven ustedes que tontería! Por lo visto, en otros países se acostumbra a elegir sólo a los viejos. De cerca era aún mejor que de lejos. Un cutis que parece raso; una dentadura preciosa; luego una arrogante figura; el pecho levantado y ¡unos brazos!…"
La vanidad hacía a Ramoncito no sólo torpe, porque es regla bien sabida que cuando se galantea a una mujer no debe alabarse con demasiado calor a otra, sino un tantico atrevido dirigiéndose a niñas. Estas se miraban sonrientes, brillándoles los ojos con fuego malicioso y burlón que el joven concejal no observaba.
—Y diga usted Ramón, ¿no se ha declarado usted a ella?—le preguntó
Pacita.
—Todavía no—respondió haciéndose cargo ya de la intención burlona de la pregunta.
—Pero se declarará.
—Tampoco. Estoy ya enamorado de otra mujer. Al mismo tiempo dirigió una miradita lánguida a Esperanza. Esta se puso repentinamente seria.
—¿De veras? Cuente usted … cuente usted.
—Es un secreto
—Bien, pero nosotras lo guardaremos…. ¿Verdad Esperanza que tú no dirás nada?
Y la escuálida chiquilla miraba maliciosamente a su amiga gozándose en su mal humor y en la inquietud de Ramoncito.
—Yo no tengo gana de saber nada.
—Ya lo oye usted, Ramón. Esperanza no tiene gana de oir hablar de sus novias. Yo bien sé por qué es, pero no lo digo….
—¡Qué tonta eres, chica!—exclamó aquélla con verdadero enojo.
El joven concejal quedó lisonjeado por tal advertencia que venía de una amiga íntima. Creyó, sin embargo, que debía cambiar la conversación a fin de no echar a perder su pretensión, pues veía a Esperanza seria y ceñuda.
—Pues no crean ustedes que es tan difícil declararse a la Tosti y que ella responda que sí…. Y si no … ahí tienen ustedes a Pepe Castro, que puede dar fe de lo que digo.
—Es que Pepe Castro no es usted—manifestó la niña de Calderón con marcada displicencia.
Maldonado cayó de la región celeste donde se mecía. Aquella frase punzante dicha en tono despreciativo le llegó al alma. Porque cabalmente la superioridad de Pepe Castro era una de las pocas verdades que se imponían a su espíritu de modo incontrastable. Pudiera ofrecer reparos a la de Hornero, pero a la de Pepito, no. La seguridad de no poder llegar jamás, por mucho que le imitase, al grado excelso de elegancia, despreocupación, valor desdeñoso y hastío de todo lo creado, que caracterizaba a su admirado amigo, le humillaba, le hacía desgraciado. Esperanza había puesto el dedo en la llaga que minaba su preciosa existencia. No pudo contestar; tal fué su emoción.
Clementina estaba triste, inquieta. Desde que había entrado en casa de su cuñada, buscaba pretexto para irse. Pero no lo hallaba. Era forzoso resignarse a dejar transcurrir un rato. Los minutos le parecían siglos. Había charlado unos momentos con la marquesa de Alcudia, mas ésta la había dejado en cuanto entró el padre Ortega. Su cuñada estaba secuestrada por el general Patiño, que le explicaba minuciosamente el modo de criar a los ruiseñores en jaula. Las dos chicas de Alcudia que tenía al lado parecían de cera, rígidas, tiesas, contestando por monosílabos a las pocas preguntas que las dirigió. Una sorda irritación se iba apoderando poco a poco de ella. Dado su temperamento, no se hubieran pasado muchos minutos en echar a rodar todos los miramientos y largarse bruscamente. Alas al oir el nombre de Pepe Castro levantó la cabeza vivamente y se puso a escuchar con ávida atención. La reticencia de Ramoncito la puso súbito pálida. Se repuso no obstante en seguida, y, entrando en la conversación con amable sonrisa, dijo:
—Vaya, vaya, Ramón; no sea usted mala lengua…. ¡Pobres mujeres en boca de ustedes!
—No