La práctica integral de vida. Ken Wilber
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Voces internas que no dejan de charlar entre sí, el controlador, el escéptico, el protector, el crítico, el juez, el abusador y el niño herido. “¡No eres lo suficientemente bueno!”, “¡Eso no es seguro!”, “¡Deberías esforzarte más!”, “¡Estás equivocado!”, “¡Haz tal cosa!” o “¡Vaya mierda!”. Recuerdos traumáticos que aparecen una y otra vez, recuerdos de las veces en que, siendo niño, se sintió maltratado, el recuerdo del día en que su padre le abandonó y el recuerdo de aquel amigo que acabó traicionándole. Cada uno arrastra consigo una gran bolsa llena de las sombras de las cualidades de las que se ha enajenado y proyecta sobre los demás. “¿Enfadado yo? ¡Quien está enfadado es él!”, “¡Yo no estoy celoso! ¡La celosa es ella!”. Y la disociación siempre va acompañada de una especie de muerte. ¿Cuál es la dinámica psicológica que se despliega en el espacio de su “yo”?
En nuestro mundo interior se mueven pensamientos, ideas, opiniones, intenciones, motivaciones, objetivos, visiones, valores, visiones del mundo y filosofías de la vida. Es en el espacio de ese “yo” donde emergen todos los conceptos, desde el “creo que le gusto” hasta “E = mc2”. Los sueños iluminan ese despliegue anterior con imágenes sutiles que hacen cosas de lo más extrañas. Independientemente de que resulten aterradores, sexuales, clarificadores o estimulantes, los sueños pertenecen a un dominio sutil muy diferente al propio de la vigilia ordinaria. Y ésa no es más que una muestra de los múltiples fenómenos que pueden emerger en el espacio del “yo”, en el espacio individual e interior de éste y de todos los instantes de su vida.
Figura 3.3 Los cuatro cuadrantes con énfasis en el “yo”
La práctica de la introspección, que consiste en centrar la mirada en el “yo”, puede propiciar la aparición de momentos de gracia en los que se apacigua el flujo de esa suerte de río interior. Entonces es cuando, en lugar de las corrientes y de los rápidos habituales, aparece una mente espejo iluminada que refleja lúcidamente nuestro rostro, nuestro Rostro Original, habitualmente elusivo, aunque siempre manifiestamente omnipresente. El resplandor sereno abre la barrera sin puerta de la transparencia radical durante todo el camino de descenso que nos abre a las profundidades del océano de la conciencia. Contemple el espacio vacío en el que burbujea el agua de su conciencia interior, el espacio de su “yo”.
Familiarícese con el “nosotros”
Imagine ahora que se encuentra con una persona con la que realmente se relaciona. Evoque los sentimientos y emociones que experimenta cuando está en su presencia. Y es que, aunque no siempre coincida con ella, usted se relaciona con esa persona de un determinado modo. Esa persona ha dejado de ser un “ello” y se ha convertido, para usted, en un “tú”. El espacio del “nosotros” requiere ese reconocimiento mutuo, esa comunicación y esa comprensión compartida. Usted y yo experimentamos sentimientos, visiones, deseos y conflictos compartidos, un torbellino de amor y desengaño, de obligaciones y compromisos rotos, de los altos y de los bajos de todo lo que, en la vida, nos parece “importante”. Ahora mismo podemos sentir la auténtica textura de esas experiencias, pensamientos, intuiciones y emociones compartidas, ese milagro llamado “nosotros”.
Cuando yo me encuentro con usted y nos comunicamos, empezamos a resonar, a compartir y a entendernos lo suficiente, al menos, como para compartir cierta sensación de significado. Entonces es cuando dos “yoes” se convierten en un “nosotros”. Recuerde la última ocasión en que entabló una conversación interesante con un extraño. Recuerde cómo se sentía antes y después de la interacción. Cuando le conoció no era más que un “ello”, es decir, un objeto al que, si bien podía ver, realmente desconocía. Luego empezó a charlar con él, a intercambiar historias, a conectar con su estado emocional y a advertir la experiencia humana que se expresaba en sus ojos. Era como si realmente asistiese al nacimiento de un “nosotros” que iba erigiéndose con cada palabra, con cada asentimiento, con cada sonrisa, con cada gesto de comprensión y con cada experiencia compartida.
Figura 3.4 Los cuatro cuadrantes con énfasis en el “nosotros”
Considere ahora la gran diversidad de espacios que configuran el “nosotros”, el nosotros de la familia, el nosotros del trabajo, el nosotros romántico, el nosotros del deporte, el nosotros de los buenos amigos, el nosotros de la comunidad de vecinos, el nosotros global, etcétera, etcétera, etcétera. Advierta la textura singular y única de cada uno de esos espacios. Esos espacios son tan comunes que resulta fácil soslayar el increíble milagro de que dos o más personas puedan llegar a entenderse. Para que la comunicación sea posible, algo suyo debe ser capaz de llegar a mi mente y, del mismo modo, yo también debo poder adentrarme lo suficiente en la suya como para que coincidamos en estar viendo lo mismo. ¿No le parece realmente sorprendente?
¿No le parece extraordinaria la posibilidad de sintonizar con otra persona en la misma longitud de onda y de darse cuenta de que realmente le comprende? Ese extraordinario “nosotros” va configurándose en la medida en que usted y yo nos comprendemos, nos enamoramos, nos odiamos y en las muchas formas, en suma, en que llegamos a experimentar que, de algún modo, el otro forma, en realidad, parte de nuestro ser.
Familiarícese con el “ello”
A diferencia de la comprensión mutua que caracteriza el espacio del “nosotros”, el espacio del “ello” es la perspectiva que nos permite ver las superficies, objetivar las cosas y las personas y percibir las conductas. El espacio del “ello” va acompañado de una sensación de “cosa”, porque es el dominio de la dimensión exterior de lo individual, de algo que podemos ver, tocar, degustar, oler, escuchar y señalar.
Dirija su atención hacia la dimensión exterior de su yo, es decir, hacia el espacio del “ello”. El cuerpo físico u ordinario es un vehículo realmente asombroso (una auténtica obra de arte) compuesto de muchos estratos de complejidad diferente, que van desde las partículas subatómicas hasta los átomos, las moléculas, las células, los tejidos, los órganos y los sistemas orgánicos, y que le permite interactuar con el mundo.
Eche ahora un vistazo a una pulgada cuadrada de piel de su brazo. Dese cuenta de que, en esa pulgada cuadrada, hay más de tres metros y medio de fibras nerviosas, mil trescientas neuronas, cien glándulas sudoríparas, tres millones de células y casi tres metros de vasos sanguíneos. Eso es lo que advertiría si contase con un microscopio y tuviese mucho tiempo libre. ¿No les parece extraño pensar que cada uno de nosotros pasó media hora como célula simple y que hoy en día esté compuesto de diez mil millones de células?… ¡Y, dicho sea de paso, en el tiempo que necesite para leer esta simple frase, cincuenta millones de células habrán muerto y se habrán visto reemplazadas por otras nuevas!
Nuestro cuerpo quizá represente la cúspide de la complejidad física. Más de 70 kilómetros de redes nerviosas conectan el cerebro con el cuerpo transmitiendo información en forma de impulsos eléctricos a velocidades que superan los 300 kilómetros por hora y generando la suficiente electricidad como para encender una bombilla de 100 W (o quizá una carrera de máquinas inteligentes). Y las posibilidades a las que nos abren los cien mil millones de neuronas del cerebro son casi ilimitadas.
Figura 3.5 Los cuatro cuadrantes con énfasis en el “ello”