Inteligencia social. Daniel Goleman
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Desde hace mucho tiempo –casi desde los mismos orígenes de Internet– se sabe de la desinhibición de la conducta de los adultos que están conectados on-line.29 La vía superior nos ayuda a no transgredir ciertos límites, pero Internet carece del tipo de feedback que necesita la corteza orbitofrontal para mantenernos socialmente a raya.
PENSÁNDOLO BIEN…
«¿Qué hace esa mujer llorando a solas frente a una iglesia? Parece que se trata de un funeral y está lamentando la pérdida de un ser querido pero, pensándolo bien… esto no tiene la menor pinta de ser un funeral. ¿Qué estaría haciendo, en tal caso, esa limusina blanca engalanada de flores aparcada frente a la iglesia. ¡Es una boda! ¡Qué bonito!»
Eso fue, aproximadamente, lo que pensó al contemplar la fotografía en la que una mujer estaba llorando delante de una iglesia y se sintió tan afligida que estuvo a punto de llorar. Pero, después de echarle una segunda ojeada más detenida y de pensárselo mejor, sin embargo, su primera impresión cambió por completo y, cuando se dio cuenta de que era una mujer dispuesta a acudir a una boda, la tristeza se trocó en gozo. Y es que cuando nuestra percepción cambia, también lo hacen correlativamente nuestras emociones.
Este episodio de la vida cotidiana se deriva de una investigación sobre los mecanismos cerebrales dirigida por Kevin Ochsner quien, a los treinta y pocos años, se ha convertido en una de las figuras pioneras de esta disciplina en ciernes que emplea las nuevas técnicas de imagen cerebral que hoy en día nos proporciona la ciencia.30 Cuando visité a Ochsner en su pulcra oficina, un oasis de orden en Schermerhorn Hall, la rancia conejera que aloja el departamento de psicología de Columbia, me explicó sus métodos.
En la investigación realizada por Ochsner, un voluntario de la RMNf Research Center de Columbia yace tumbado sobre una camilla dentro del largo y oscuro cilindro de un equipo de resonancia magnética, llevando sobre su cabeza una especie de pajarera encargada de registrar las ondas de radio emitidas por su cerebro. Un espejo diestramente colocado en ángulo de 45° sobre la jaula proporciona una semblanza de contacto reflejando una imagen proyectada desde el extremo más alejado de la camilla, la zona en la que los pies del sujeto asoman del aparato.31
Pero, por más que se trate de un entorno escasamente natural proporciona, no obstante, una imagen muy detallada de la respuesta cerebral a determinados estímulos, ya sea la foto de una persona aterrada o, empleando auriculares, la risa de un bebé. Los estudios de imagen cerebral que emplean estos métodos han permitido a los neurocientíficos determinar con una exactitud sin precedentes las regiones cerebrales que participan en una amplia diversidad de encuentros interpersonales.
En la investigación dirigida por Ochsner con que iniciábamos esta sección, una mujer debía contemplar una fotografía y anotar claramente los pensamientos y sentimientos que le suscitase la imagen. Luego fue invitada a echar un nuevo vistazo a la fotografía y considerar más detenidamente la situación. Esa revisión fue la que le permitió pasar de la imagen inicial de un funeral a la de una boda, un cambio que debilitó los mecanismos neuronales desencadenantes de su tristeza.
La secuencia neuronal es concretamente la siguiente: la amígdala derecha, el centro que desencadena las emociones más angustiosas, comienza llevando a cabo una valoración emocional automática y ultrarrápida de lo que está sucediendo en la fotografía –un funeral– y activa, en consecuencia, los circuitos de la tristeza.
Esa primera respuesta emocional es tan espontánea y veloz que, cuando la amígdala dispara sus reacciones para activar otras regiones cerebrales, los centros corticales encargados del pensamiento todavía no han acabado de analizar la situación. El disparo de la amígdala se ve corroborado y perfeccionado luego por los sistemas que vinculan los centros emocionales a los cognitivos, agregando así una tonalidad emocional a nuestra percepción. Así es como se articulan nuestras primeras impresiones («¡Qué triste! Está llorando en un entierro»).
La reconsideración deliberada de la fotografía («No es un entierro, sino una boda») acaba reemplazando la impresión inicial por otra nueva, momento en el cual el primer aluvión de sentimientos negativos se ve reemplazado por otro más positivo e iniciando una cascada de mecanismos que acaban silenciando a la amígdala y otros circuitos relacionados.
Los resultados de la investigación dirigida por Ochsner sugieren que, cuanta mayor es la implicación de la corteza cingulada anterior, más probable es que la reconsideración racional posterior acabe transformando positivamente nuestro estado de ánimo. Cuanto mayor es, además, la activación de las áreas prefrontales durante la reevaluación, más silenciosa se torna la amígdala.32 Es como si, cuanto más intensa fuera la voz de la vía superior, más silenciosa se mantuviera la inferior.
Parece, pues, que la reconsideración consciente de una situación perturbadora lleva a la vía superior a controlar la amígdala mediante la activación de una serie de circuitos prefrontales alternativos. Por su parte, la estrategia mental concreta a la que apelamos durante la reevaluación parece determinar cuál de los circuitos que silencian la amígdala se activará.
Hay un circuito prefrontal que se activa cuando contemplamos de manera objetiva y desapegada –como si no tuviéramos la menor implicación personal con ella (la estrategia típicamente usada, dicho sea de paso, por los profesionales de la salud)– el malestar de otra persona, como el sufrimiento de un paciente gravemente enfermo, pongamos por caso.
Otra vía superior diferente y menos directa se activa cuando consideramos la situación del paciente desde una perspectiva más positiva diciéndonos, por ejemplo, que no está tan enfermo, que posee una constitución fuerte y que lo más probable es que se recupere.33 Al cambiar de este modo el significado de lo que percibimos, se modifica también su impacto emocional ya que, como dijo Marco Aurelio hace ya unos milenios, el sufrimiento «no se debe a la cosa misma sino al modo en que la estimamos, algo que podemos revocar en cualquier momento».
Los datos proporcionados por esta reevaluación nos permiten corregir la idea tan difundida como equivocada de que, puesto que «lo que pensamos, sentimos y hacemos discurre automáticamente en el tiempo que dura un parpadeo–, nos hallamos a merced de nuestra vida mental.34
Como dice Ochsner, «la idea de que todo sucede “automáticamente” resulta bastante equivocada. A fin de cuentas, la reevaluación modifica nuestra respuesta emocional y, cuando la realizamos deliberadamente, logramos un mayor control consciente de nuestras emociones».
El simple hecho de nombrar mentalmente las emociones que experimentamos puede refrenar también el funcionamiento de la amígdala, una forma de reevaluación que tiene grandes implicaciones en nuestra vida social.35 Por un lado, corrobora la posibilidad de modificar nuestras reacciones reflejas negativas hacia alguien, reconsiderando más detenidamente la situación y reemplazando una actitud irreflexiva por otra más útil tanto para los demás como para nosotros mismos.
Pero la vía superior también nos proporciona la posibilidad de responder del modo en que más nos guste, aun cuando hayamos sufrido un contagio indeseado.36 En tal caso, en lugar de vernos desbordados por el miedo histérico de alguien, podemos mantener la calma y proporcionar una ayuda más eficaz y, si alguien se halla demasiado agitado y no queremos compartir su estado, podemos protegernos del contagio y permanecer resueltamente en nuestro estado de ánimo preferido.
Son muchos los retos a los que nos enfrenta la vida y, si bien la vía inferior