La horda. Висенте Бласко-Ибаньес
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—Bueno estoy para remontarme. No he podido dormir en toda la noche... Estas malditas piernas; el reúma, que se me agarra a ellas como un perro rabioso. ¡Qué tiempo! Y lo peor es que durará toda esta luna. Ya sabes, Isidrillo, que yo entiendo de tales cosas. Nada de librotes, ni compases, ni mapas, como los sabios. He pasado mi vida en el campo, viendo el cielo de noche y de día. Para mí no tiene secretos. Créame usted, señor—añadió dirigiéndose al del fielato—; el sol es el cuerpo noble, y de él viene todo lo bueno. Pero antes de que llegue hasta nosotros pasa por cuatro cuerpos: el azul, el rojo, el amarillo y el verde. Por eso vemos el arco iris. Según el color que predomina, así es el tiempo. Además, están los ocho vientos; pero éstos sólo los entiende el que los maneja, que es Dios. ¿No es esto cierto y clarísimo? Pues los señores sabios no quieren oírme. He ido muchas veces al Observatorio a dar buenos consejos, y no me dejan pasar de la puerta, diciendo que ya tienen quien recoja la basura. Así anda todo en este país. No se ocupa nadie de las cosas del cielo, y en el cielo está el pan. Sin lluvia no hay agricultura, y la agricultura es la más noble profesión del país. Hay que protegerla; hay que ayudar al mediano; que gaste el de arriba, ya que tiene, pero que no sea todo para él...
Maltrana interrumpió al viejo. Era capaz de permanecer allí toda la mañana si seguían escuchándolo. Le esperarían sus parroquianos; su ayudante, el Bobo, lanzábale miradas de impaciencia; el pobre Coleta aguardaba a que le dejase subir en el carro para ir a Madrid.
—Sube, vida perdurable—dijo Polo con vocecilla misericordiosa.
El borracho se encaramó en el vehículo, arrastrando su saco vacío, y Zaratustra tiró de las riendas, haciendo salir a la mula oblicuamente para ganar el centro del camino.
—Adiós—dijo el trapero—. No olvides, Isidrillo, que la abuela te espera. Ve por allá; le darás una alegría a la pobre... Y usted, señor, acuérdese de lo que le dice un viejo que sabe algo. Hay que ayudar al mediano. El mediano es el que da el pan.
Hablaba con la cabeza vuelta hacia el fielato, tirando de las riendas a la mula, sin ver adónde marchaba ésta. El carro chocó con un tranvía que acababa de detenerse en la glorieta de los Cuatro Caminos. La punta de una de sus barras hizo saltar del vagón varias costras de barniz y una ligera astilla.
Los empleados prorrumpieron en imprecaciones y echaron pie a tierra, insultando a Zaratustra.
Corrió la gente, aproximáronse los del fielato, y se formó un gran círculo de curiosos en torno del carro y de los que agitaban sus brazos increpando al trapero.
—No hay que enfadarse, caballeros—dijo el viejo con vocecilla triste—. Ya sé lo que es esto: tómenme ustedes el nombre.
Uno de ellos escribió las señas del tío Polo, sin dejar de amenazarle por su torpeza, augurando que iba a costarle cara la fiesta. Rara era la semana que no tenía algún encuentro con los tranvías. A su edad debía quedarse en casa, sin meterse a guiar bestias.
Partió el vagón, alejáronse los curiosos, y Zaratustra arreó de nuevo a la mula, mientras el Bobo y el borracho callaban, anonadados por el accidente.
—Tú, Isidrillo—dijo al joven—, ya que escribes en los papeles y conoces personajes, veas si puedes arreglarme esto.
Pero el viejo, antes de que Maltrana le contestase, sonrió tristemente y siguió diciendo con expresión de desaliento:
—No te canses: es inútil. Adiós, señores. A Madrid, mula... Pagaré como siempre. ¿Quién se mete con esos señores que son los amos? Paga tu crimen, ya que por ir a ganar el pan estropeas un poco de pintura. Ellos tienen millones, y pueden reventar con sus coches a un pobre diablo todas las semanas; pueden cubrir la puerta del Sol con una parrilla de alambres del demonio, que el día que se caiga matará a medio Madrid... Es el planeta de las criaturas. El lobo se come al cordero, el milano a la paloma, el pez gordo al pequeño, y hay que dar gracias al rico porque, pudiendo tragarse al mediano, le deja vivir para que pene.
Así hablaba Zaratustra.
II
Al recordar Isidro Maltrana su pasado, deteníase en los años de su infancia transcurridos en el Hospicio. Algo había en su memoria que le hablaba de una existencia anterior; pero eran recuerdos confusos, vagas remembranzas cortadas por obscuras lagunas de olvido, y envuelto todo en una niebla pálida que amasaba personas y sucesos.
El recuerdo más remoto era el de un patio de casa de vecindad, que a él, en su pequeñez, le parecía inmenso, con una luz triste y fatigada que venía de lo alto, enturbiándose al resbalar por las paredes grasientas, al filtrarse por entre las ropas astrosas pendientes de las galerías.
Se contemplaba andando a gatas por un corredor interminable, ante una fila de puertas numeradas con esa uniformidad que luego había visto en cuarteles y presidios. Muchas mujeres sentadas ante las puertas cosían y charlaban. Otras veces reñían, y al ruido de sus voces poblábanse las barandillas de bustos echados adelante por una malsana curiosidad, de cabezas greñudas que azuzaban a las contendientes como bestias rabiosas.
Al anochecer llegaban los hombres. Mostrábanse tristes, fatigados, con el ceño torvo, parcos en palabras, sin otro deseo que el de pedir la cena, maldiciendo sordamente al maestro, a los compañeros, a todos los ricos, a la vida adusta e ingrata, que sólo tenía para ellos rudezas y choques. Otros días llegaban más tarde, y mientras las mujeres contaban montoncillos de monedas, partiéndolos, como si estas divisiones respondiesen a un cálculo anterior, ellos cantaban, reían, se llamaban de puerta a puerta, de piso a piso, con una alegría de pájaro, olvidados de sus miserias, dominados por la felicidad del momento, que creían interminable, hablando de volver a la taberna, en la que habían hecho una larga detención antes de llevar a casa su jornal.
A mediodía, la madre de Maltrana le tomaba en uno de sus brazos, y pasando el otro por el asa de la cesta, iba en busca de su marido, el albañil. Comían en las aceras de las calles estrechas y pendientes, junto al pavimento de agudos guijarros; otras veces en plena Castellana, a la sombra de un árbol, viendo pasar lujosos carruajes que, heridos por el sol, echaban rayos de su charolado exterior, y sombrillas rojas y azules, graciosas cúpulas de seda, bajo las cuales marchaban señoras elegantes, precedidas de niños enguantados y con huecos faldellines, que el hijo del albañil contemplaba con asombro. Sentábanse ante el hondo plato, en el cual volcaba la madre el pucherete de los días de abundancia o un pobre guiso de patatas al final de la semana. Las ráfagas del invierno cubrían la comida de polvo y hojas secas. Cuando rompía a llover apenas volcado el puchero, la familia se refugiaba en un portal para engullir el resto de su pitanza.
El pequeño conocía la llegada de los domingos por la comida, que era también al aire libre, pero sin andamios cerca, sin la vecindad de blusas blancas, en las afueras de la población, sentados en la hierba rala de algún solar sembrado de botes de lata, pedazos de botellas y zapatos viejos; viendo sobre el perfil de los inmediatos desmontes la bucólica silueta de una cabra tristona o de una vaca tísica; escuchando el vals loco martilleado a toda velocidad por el piano del merendero, al cual iba su padre para llenar de vino el cuadrado frasco. ¡Cómo recordaba Maltrana las tortillas de escabeche de los días de fiesta, en medio del campo yermo invadido por los residuos de la ciudad! ¡Cómo los pucheretes con piltrafas de tocino, junto a las vallas de los edificios en construcción!... Su madre apenas comía; sólo se ocupaba de él, llevando una mano al plato, mientras con la