El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco
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Comoquiera, el tiempo que todo lo mina, la riqueza que ensoberbece aun a los humildes, la fragilidad de la naturaleza humana, que al cabo se cansa de los esfuerzos sobrenaturales, y, sobre todo, la exasperación causada en los templarios por los desastres de la Tierra santa, y las rencillas y desavenencias con los hospitalarios de San Juan, llegaron a manchar las páginas de la historia del Temple, limpias y resplandecientes al principio. Desde la altura a que los habían encumbrado sus hazañas y virtudes, su caída fué grande y lastimosa. Por fin perdieron a San Juan de Acre, y apagado ya el fuego de las cruzadas a cuyo calor habían crecido y prosperado, su estrella comenzó a amortiguarse, y la memoria de sus faltas, la envidia que ocasionaban sus riquezas y los recelos que inspiraba su poder, fué lo único que trajeron de Palestina, su Patria de adopción y de gloria, a la antigua Europa, verdadero campo de soledad y destierro para unos espíritus acostumbrados al estruendo de la guerra y a la incesante actividad de los campamentos.
A decir verdad, los temores de los monarcas no dejaban de tener su fundamento, porque los caballeros teutónicos acababan de arrojarse sobre la Prusia con fuerzas menores y más escaso poder que los Templarios, fundando un estado cuyo esplendor y fuerza han ido aumentándose hasta nuestros días. Su número era indudablemente reducido; pero su espíritu altivo y resuelto, su organización fuerte y compacta, su experiencia en las armas y su temible caballería, contrabalanceaban ventajosamente las fuerzas inertes y pesadas que podía oponerles en aquella época la Europa feudal.
Para conjurar todos estos riesgos imaginó Felipe el Hermoso, rey de Francia, la medida, política sin duda, de aspirar al maestrazgo general de la orden, que todavía llevaba el nombre de ultramarino; pero el desaire que recibió, junto con la codicia que le inspiró la vista del tesoro del Temple en los días que le dieron amparo contra una conmoción popular, acabó de determinar su alma vengativa a aquella atroz persecución que tiznará eternamente su memoria. El Papa, que, como único juez de una corporación eclesiástica, debía oponerse a las ilegales invasiones de un poder temporal, no se atrevía a contrariar al rey de Francia, temeroso de ver sujeta a la residencia de un concilio general la vida y memoria de su antecesor Bonifacio, como Felipe con toda vehemencia pretendía. De aquí resultaba que muchas gentes, y en especial los eclesiásticos, que veían la tibieza con que defendía la cabeza de la Iglesia la causa de los Templarios, se inclinaban a lo peor, como generalmente sucede, y de este modo las viles y monstruosas calumnias de Felipe cada día adquirían más popularidad y consistencia entre una plebe supersticiosa y feroz.
Aunque entre los Templarios españoles la continua guerra con los sarracenos conservaba costumbres más puras y acendradas y daba a su existencia un noble y glorioso objeto de que estaban privados en Francia, también es cierto que los vicios consiguientes a la constitución de la orden no dejaban de advertirse en nuestra patria. Por otra parte, el Temple, en último resultado, era una orden extranjera cuya cabeza residía en lejanos climas, al paso que a su lado crecían en nombre y reputación las de Calatrava, Alcántara y Santiago, plantas indígenas y espontáneas en el suelo de la caballería española y capaces de llenar el vacío que dejaran sus hermanos en los escuadrones cristianos. Toda comparación, pues, entre unas órdenes y la otra debía perjudicar a la larga a los caballeros del Temple, y, por otra parte, conociendo los estrechos vínculos de su hermandad, difícil era separarlos de la responsabilidad de las acusaciones de la corte de Francia. De manera que los Templarios españoles, algo más respetados y un poco menos aborrecidos que los de otros países, no por eso dejaban de ser objeto de la envidia y codicia para los grandes y de aversión para los pequeños, perdiendo sus fuerzas y prestigio en medio de la especie de pestilencia moral que consumía sus entrañas.
Estas reflexiones que a riesgo de cansar a nuestros lectores hemos querido hacer para explicar la rápida grandeza y súbita ruina del orden del Temple, se habían presentado muchas veces al carácter meditabundo y grave del maestre de Castilla, y sido causa de la melancolía y abstraimiento que en él se notaba de mucho tiempo atrás; pero la mayor parte de sus súbditos lo achacaban a la piedad un poco austera que había distinguido siempre su vida. Don Álvaro, como ya hemos indicado, más ardiente y menos reflexivo, no acertaba a explicarse el desaliento de una persona tan valerosa y cuerda como su tío, y así es que al día siguiente caminaba la vuelta de Carracedo, algo más divertido en sus propias tristezas y zozobras que no preocupado de los riesgos que amenazaban a sus nobles aliados. De la plática que iba a tener con el abad de Carracedo pendían tal vez las más dulces esperanzas de su vida, porque aquel prelado, como confesor de la familia de Arganza, ejercía grande influjo en el ánimo de su jefe. Por otra parte, su poder temporal le daba no poca consideración y preponderancia, porque después de la bailía de Ponferrada, nadie gozaba de más riquezas ni regía mayor número de vasallos que aquel famoso monasterio.
Don Rodrigo caminaba, pues, combatido de mil opuestos sentimientos, silencioso y recogido, sin hacer caso, ora por esto, ora por la poca novedad que a sus ojos tenía, del risueño paisaje que se desplegaba alrededor, a los primeros rayos del sol de mayo. A su espalda quedaba la fortaleza de Ponferrada; por la derecha se extendía la dehesa de Fuentes Nuevas, con sus hermosos collados plantados de viñas que se empinaban por detrás de sus robles; por la izquierda corría el río entre los sotos, pueblos y praderas que esmaltan su bendecida orilla y adornan la falda de las sierras de la Aquiana, y al frente descollaba por entre castaños y nogales, casi cubierta con sus copas y en vergel perpetuo de verdura, la majestuosa mole del monasterio fundado a la margen del Cúa por don Bernardo el Gotoso, y reedificado y ensanchado por la piedad de don Alonso el emperador y de su hermana doña Sancha. Cantaban los pájaros alegremente y el aire fresco de la mañana venía cargado de aromas con las muchas flores silvestres que se abrían para recibir las primeras miradas del padre del día.
¡Delicioso espectáculo, en que un alma descargada de pesares no hubiese dejado de hallar goces secretos y vivos!
Gracias a la velocidad de Almanzor, que don Álvaro había ganado en la campaña de Andalucía de un moro principal a quien venció, pronto se halló a la puerta del convento. Guardábanla dos como maceros, más por decoro de la casa que no por custodia o defensa, que hicieron al señor de Bembibre el homenaje correspondiente a su alcurnia; y tirando uno de ellos del cordel de una campana, avisó la llegada de tan ilustre huésped. Don Álvaro se apeó en el patio y, acompañado de dos monjes que bajaron a su encuentro, y de los cuales el más entrado en años le dió el ósculo de paz, pronunciando un versículo de la Sagrada Escritura, se encaminó a la cámara de respeto en que solía recibir el abad a los forasteros de distinción. Era ésta la misma donde la infanta doña Sancha, hermana del emperador don Alonso, había administrado justicia a los pueblos del Bierzo, derramando sobre sus infortunios los tesoros de su corazón misericordioso: gracioso aposento con ligeras columnas y arcos arabescos, con un techo de primorosos embutidos al cual se subía por una escalera de piedra adornada de un frágil pasamano. Una reducida pero elegante galería le daba entrada, y recibía luz de una cúpula bastante elevada y de algunos calados rosetones; todo lo cual, junto con los muebles ricos, pero severos, que la decoraban, le daban un aspecto majestuoso y grave.
Los religiosos dejaron en esta sala a don Álvaro por espacio de algunos minutos, al cabo de los cuales entró el abad. Era éste un monje como de cincuenta años, calvo, de facciones muy acentuadas, pero en que se descubría más austeridad y rigor que no mansedumbre evangélica; enflaquecido por los ayunos y penitencias, pero vigoroso aún en sus movimientos. Se conocía a primera vista que su condición austera y sombría, aunque recta y sana, le inclinaba más bien a empuñar los rayos de la religión que no a cubrir con las alas de la clemencia las miserias humanas. A pesar de todo, recibió a don Álvaro con bondad y aun pudiéramos decir con efusión, atendido su carácter, porque le tenía en gran estima, y después de los indispensables cumplimientos se puso a leer la carta del maestre. A medida que la recorría iban amontonándose nubarrones en su frente dura y arrugada, tristes presagios para don Álvaro; hasta que, concluída, por último le dijo con su voz enérgica y sonora: