Alicia en el país de las maravillas. Льюис Кэрролл

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Alicia en el país de las maravillas - Льюис Кэрролл Básica de Bolsillo

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una, a las dos ¡y a las tres!», sino que empezaban a correr cuando querían, y paraban cuando se les antojaba, de forma que no era fácil averiguar cuándo terminaba la carrera. Sin embargo, cuando ya llevaban corriendo una media hora o así, y estaban completamente secos otra vez, el Dodo dijo de repente en voz alta: «¡La carrera ha terminado!», y se agruparon todos a su alrededor, jadeando y preguntando: «Pero ¿quién ha ganado?».

047

      El Dodo no podía contestar a esta pregunta sin antes meditarlo mucho, y permaneció largo rato con un dedo apretado en la frente (en la postura en que normalmente veis a Shakespeare en los retratos), mientras el resto esperaba en silencio. Por último dijo el Dodo: «Todo el mundo ha ganado, y todos deben recibir premio».

      –Pero ¿a quién le toca dar los premios? –preguntó todo un coro de voces.

      –¡Toma, pues a ella –dijo el Dodo, señalando a Alicia con un dedo; y el grupo entero se apelotonó a su alrededor, gritando en confusión:

      –¡Premios! ¡Premios!

      Alicia no sabía qué hacer; desesperada, se metió la mano en el bolsillo, y sacó una caja de confites (afortunadamente, no le había entrado el agua salada), y los distribuyó a modo de premios. Había exactamente uno para cada uno.

      –Pero ella debe recibir un premio, también –dijo el Ratón.

      –Por supuesto –replicó el Dodo muy serio–. ¿Qué más tienes en el bolsillo? –prosiguió, volviéndose a Alicia.

      –Sólo un dedal –dijo Alicia con tristeza.

      –A ver, tráelo –dijo el Dodo.

      A continuación se apiñaron todos otra vez a su alrededor, mientras el Dodo le entregaba solemnemente el dedal, diciendo: «Te rogamos que aceptes este elegante dedal»; y al terminar su breve discurso, aplaudieron todos.

      A Alicia le pareció absurdo todo esto, pero estaban tan serios que no se atrevió a reírse; y como no se le ocurría nada que decir, se inclinó simplemente, y cogió el dedal con el gesto más solemne que pudo.

      Seguidamente procedieron a comerse los confites: esto produjo cierto alboroto y confusión, ya que las aves grandes se quejaban de que no podían paladear los suyos, y las pequeñas se atragantaban y había que darles palmadas en la espalda. Sin embargo, se los acabaron todos, se sentaron otra vez en círculo, y pidieron al Ratón que les contase algo más.

      –Me has prometido contarme tu cuento –dijo Alicia–, y por qué odias a los G y a los P –añadió en un susurro, medio temerosa de que se ofendiera otra vez.

      –El mío es un cuento triste y largo como mi cola –dijo el Ratón, volviéndose hacia Alicia y suspirando.

      –Desde luego, es bien larga tu cola –dijo Alicia, mirando con asombro la cola del Ratón–; pero ¿por qué dices que es triste? –y siguió haciendo cábalas sobre el particular, mientras hablaba el Ratón; de manera que su idea del cuento fue más o menos así:

      La Furia dijo a

      un ratón, al que

      encontró en

      la casa:

      «Vayamos

      los dos

      ante la ley:

      tengo que

      denunciarte.

      Vamos, no

      admito

      negativas;

      debemos

      tener un

      juicio:

      pues en

      verdad

      esta

      mañana

      no tengo

      nada

      que hacer».

      Y dijo el

      ratón a

      la perra:

      «Ese pleito,

      señora,

      sin jurado

      ni juez

      será una

      pérdida

      de tiempo».

      «Yo seré

      el juez

      y el jurado».

      Dijo

      astuta

      la Furia:

      «Yo juzgaré

      toda la

      causa

      y te condenaré

      a

      muerte.»

      –¡No estás atendiendo! –le dijo el Ratón a Alicia con severidad–. ¿En qué piensas?

      –Te ruego que me perdones –dijo Alicia muy humildemente–. Ibas por la quinta curva, creo; ¿no?

      –¡No! –exclamó el Ratón secamente y muy irritado.

      –¡Un nudo! –dijo Alicia, ya dispuesta a mostrarse servicial, y mirando ansiosa a su alrededor–. ¡Ah, deja que te ayude a deshacerlo!

      –Ni lo pienses –dijo el Ratón, levantándose y marchándose–. ¡Me ofendes con esas tonterías!

      –¡No era mi intención! –se disculpó la pobre Alicia–. ¡Pero te ofendes con demasiada facilidad!

      El Ratón se limitó a replicar con un gruñido.

      –¡Por favor, vuelve y termina tu historia! –le gritó Alicia. Y los demás se le unieron a coro: «¡Sí, por favor, vuelve!». Pero el Ratón negó impaciente con la cabeza, y apretó el paso.

      –¡Qué pena que no se quede! –suspiró el Lori, tan pronto como hubo desaparecido. Y una vieja Cangreja aprovechó para decirle a su hija: «¿Ves, cariño? ¡Aprende que no debes enfadarte nunca!». «¡Calla, mamá!» –dijo la Cangrejita un poco molesta–. «¡Eres capaz de hacerle perder la paciencia a una ostra!»

      –¡Cómo me gustaría que nuestra Dinah estuviese aquí! –dijo Alicia en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular–. ¡Ella sí que nos lo traería enseguida!

      –¿Quién

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