En viaje (1881-1882). Miguel Cane
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Ya las aldeas y villorrios aumentan a cada instante, se aglomeran y precipitan, con sus calles estrechas y limpias, sus casas de ladrillo quemado, sus techos de pizarra y teja. Los caminos carreteros son anchos, y el pavimento duro y compacto, resuena al paso de la pesada carreta, tirada por el majestuoso percherón, que arrastra sin esfuerzo cuatro grandes piedras de construcción, con sus números rojizos. Luego, túneles, puentes, viaductos, calles anchas, aereadas, multitud de obreros, movimiento y vida. Estamos en París.
A mediodía, una visita a los viejos amigos queridos, que esperan dulce y pacientemente y que, para recibiros, toman la sonrisa de la Joconda, se envuelven en los tules luminosos de la Concepción, o despojándose de sus ropas, ostentan las carnes deslumbrantes de Rubens. Al Louvre, al Luxemburgo; un día el mármol, otro el color, un día a la Grecia, otro al Renacimiento, otro a nuestro siglo soberbio. Pero lentamente, mis amigos; no como un condenado, que empieza con la «Balsa de la Medusa» y acaba con los «Monjes» de Lesueur y sale del Museo con la retina fatigada, sin saber a punto fijo si el Españoleto pintaba Vírgenes; Murillo, batallas; Rafael, paisajes, o Miguel Ángel, pastorales. Dulce, suavemente; ¿te gusta un cuadro? Nadie te apura; gozarás más confundiendo voluptuosamente tus ojos en sus líneas y color, que en la frenética y bulliciosa carrera que te impone el guía de una sala a otra. El catálogo en la mano, pero cerrado; camina lentamente por el centro de los salones: de pronto una cara angélica te sonríe. La miras despacio; tiene cabellos de oro y cuyo perfume parece sentirse; los ojos, claros y profundos, dejan ver en el fondo los latidos tranquilos de una alma armoniosa. Si te retiene, quédate; piensa en el autor, en el estado de su espíritu cuando pintó esa figura celeste, en el ideal flotante de su época, y luego, vuelve los ojos a lo íntimo de tu propio ser, anima los recuerdos tímidos que al amparo de una vaga semejanza asoman sus cabecitas y temiendo ser importunos, no se yerguen por entero. Luego, olvídate del cuadro, del arte, y mientras la mirada se pasea inconsciente por la tela, cruza los mares, remonta el tiempo, da rienda suelta a la fantasía, sueña con la riqueza, la gloria o el poder, siente en tus labios la vibración del último beso, habla con fantasmas. Sólo así puede producir la pintura la sensación profunda de la música; sólo así, las líneas esculturales, ondeando en la gradación inimitable de las formas humanas, en el esbozo de un cuello de mujer, en las curvas purísimas, y entre los griegos castas, del seno; en los hombros contorneados de una virgen de mármol o en el vigor armónico de un efebo; sólo así, da la piedra el placer del ritmo y la melodía. Naturalmente, la materialidad de la causa limita el campo; una cabeza del Ticiano, una bacanal de Rubens, un interior de Rembrandt, un monje de Zurbarán, darán una serie de impresiones definidas, vinculadas al asunto de la tela. He ahí por qué el mármol y el lienzo son inferiores a la música, que abre horizontes infinitos, dibuja catedrales medioevales, envuelve en nubes de blanca luz sideral, lleva en sus ondas invisibles mujeres de una belleza soñada, os convierte en héroes, trae lágrimas a los ojos, pensamientos serenos al cerebro, recorre, en fin, la gama entera e infinita de la imaginación...
A las dos de la tarde, a la Cámara o al Senado. En la primera preside Gambetta, con su eterno espíritu chispeante, levantando un debate de los bajos fondos del fastidio como una palabra que trae sonrisas hasta a los labios legitimistas. Un ruido infernal, una democracia viva y palpitante, un movimiento extraordinario; en la tribuna, elocuencia de mala ley, verbosa y vacía unas veces, metódica y abrumadora otras. He ahí que la trepa una nueva edición de los ministros de guerra argentinos, de antes de la expedición al Río Negro; oigámosle: «La razón por la cual no ha sido posible batir hasta ahora a Alboumena, es simplemente la falta de caballos. El árabe, veloz, ligero, sin los útiles que la vida civilizada hace indispensables al soldado francés, vuela sobre las llanuras, mientras el pesado jinete europeo lo persigue inútilmente». Conozco, conozco el refrán. He aquí un comunista melenudo que acaba de despeñarse desde la cúspide de la extrema izquierda para tomar la tribuna por asalto, donde gesticula y vocifera pidiendo la abolición del presupuesto de cultos. Las izquierdas aplauden; el centro escribe, lee, conversa, se pasea, perfectamente indiferente; la derecha atruena el aire con interrupciones. Un hombre delgado reemplaza al fanático y lo sucede con la misma intemperancia, intransigencia, procacidad vulgar: es el obispo de Angers. Las izquierdas ríen a carcajadas, el centro sonríe, la derecha protesta, aplaude con frenesí. Gambetta lee tranquilamente, de tiempo en tiempo, sin apartar los ojos del libro, estira la mano y busca a tanteo la campanilla y la hace vibrar: «Silence, Messieurs, s'il vous plait!»—repiten cuatro ujieres, con voz desde soprano hasta bajo subterráneo. Nadie hace caso; el ruido aumenta, se hace tormenta, luego el caos. El orador se detiene y la ausencia de su letanía llama a la vida real a Gambetta, que levanta la cabeza, ve las olas alborotadas, destroza una regla contra la mesa, da un campanilleo de cinco minutos, adopta un aire furibundo, se pone de pie y grita: «Mais c'est intolérable! Veuillez écouter, Messieurs!» Luego, toma el anteojo de teatro, recorre las tribunas pobladas de señoras, hace sus saludos con la mano, recibe veinte cartas, habla con cuarenta diputados que suben a su asiento para apretarle la mano; y mientras lee, mira, habla, escribe o bosteza, agita sin reposo la incansable regla contra la mesa, y repite, de rato en rato, como para satisfacción de conciencia, su eterno «Veuillez écouter, Messieurs!», que los ujieres, como un eco, propagan por los cuatro ámbitos del semicírculo.
Entretanto, abajo se desenvuelven escenas de un cómico acabado; el intransigente Raspail da de tiempo en tiempo un grito y Gambetta lo invita a acercarse a la tribuna a fin de poder ser oído en sus interrupciones sin sacrificio de su garganta. Baudry-d'Asson, un nulo de la derecha, cuyo faldón izquierdo está en manos del obispo de Angers, lanza improperios a cada instante, a pesar de los reiterados tirones de su mentor; a despecho del orador, se traban diálogos particulares insoportables; los ministros, en los bancos centrales, conversan con animación, mientras son vehemente y personalmente interpelados en la tribuna, y sobre toda aquella vocería, movimiento, exasperaciones, risas, gritos y denuestos, las tribunas silenciosas, graves, inmóviles en su perfecto decoro.
En el Senado, el ideal de Sarmiento. Desde las altas tribunas, la Cámara parece un campo de nieve. Cabezas blancas por todas partes. Preside León Say, con su insoportable voz de tiple, gangosa y nasal. Ancianos que entran apoyándose en sus bastones y cuyos nombres vuelan por la barra. Son las viejas ilustraciones de la Francia, en las letras, en las artes, en la industria, en la ciencia y en la política. Bulliciosos también los viejecitos; los años no les pueden hacer olvidar que son franceses. La regla y la campanilla del presidente están en continuo movimiento. El espectador tiene gana de exclamar: «Fi donc, Messieurs; a votre âge!» Nadie escucha al orador, hasta que la orden del día llama a la discusión de la ley de imprenta, en revisión de la Cámara de Diputados. Por un artículo se impone a los funcionarios públicos la acusación de calumnia. Julio Simon se dirige a la tribuna; distinguidísima figura de anciano, cara inteligente, voz débil y una habilidad parlamentaria portentosa. Protesta contra el espíritu del artículo; a su juicio, los funcionarios tienen