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Los párrafos dedicados a las Cámaras son bellísimos: los retratos de Gambetta, de Julio Simon y de Pelletán, perfectamente hechos.
Es, en efecto, en sumo grado interesante, asistir a los debates de las Cámaras francesas. Cuando aún estudiaba el que esto escribe en París (1879-1880), acostumbraba asistir con la regularidad que le era posible, a las discusiones parlamentarias.
Entonces era necesario ir expresamente por ferrocarril hasta Versailles, donde aún funcionaba el Poder Legislativo.
Gracias a la nunca desmentida amabilidad del señor Balcarce, nuestro digno Ministro en París, conseguía con frecuencia entradas para la tribuna diplomática, donde, entonces como hoy, era necesario—son palabras del doctor Cané—«llegar temprano para obtener un buen sitio».
La sala de sesiones de la Cámara de Diputados era realmente espléndida. Hace parte del gran palacio de Luis XIV y es cuadrilonga. El presidente estaba enfrente de la tribuna diplomática, en un pupitre elevado, teniendo a la misma altura, pero a su espalda, de un lado a varios escribientes, de otro a varios ordenanzas. Una escalera conducía a su asiento. Más abajo, la celebrada tribuna parlamentaria, a la que se sube por dos escaleras laterales. Detrás de ésta, y a ambos lados, una serie de secretarios escribiendo o consultando libros o papeles, sea para recordar al presidente qué es lo que se hizo en tal circunstancia, o los antecedentes del asunto, o cualquier dato necesario.
Al pie de la tribuna parlamentaria estaba el cuerpo de taquígrafos. Entre ellos y el resto de la sala existía un espacio por donde circulaba un mundo de diputados, ujieres, ordenanzas, etcétera.
En seguida, formando un anfiteatro en semicírculo, están los asientos de los diputados, con pequeñas calles de trecho en trecho. Cada diputado tiene un sillón rojo y en el respaldo del sillón que se encuentra adelante hay una mesita saliente para colocar la carpeta en la que lleva sus papeles, apuntes, etcétera.
La derecha, entonces, como hoy, era minoría; el centro y la izquierda, la gran mayoría.
Frente al cuerpo de taquígrafos encontrábanse los asientos ministeriales y para los subsecretarios de Estado.
Las fracciones parlamentarias, perfectamente organizadas, tienen sus espadas como sus soldados en lugares adecuados, los unos más cerca, los otros más alejados del medio. El primero con quien tropezaba al entrar por la puerta de la derecha era... M. Paul de Cassagnac. El primero con quien se encontraba uno al entrar por la puerta de la izquierda era el gran orador M. Clemenceau. El duelista de la derecha: M. de Cassagnac; el de la izquierda: M. Perrin.
La tribuna de la prensa estaba debajo de la del cuerpo diplomático. En la misma fila están las destinadas a la presidencia de la República, a los presidentes de la Cámara y Senado, a los miembros del Parlamento, etc: todos los dignatarios tienen su tribuna especial. Más arriba estaban las llamadas galerías, donde es admitido el público, siempre que presente sus tarjetas especiales.
Las sesiones son tumultuosísimas. Se camina, se habla, se grita, se gesticula, se ríe, se golpea, se vocifera, mientras habla el orador, al unísono. En presencia de semejante mar desencadenado, se comprende que el orador no sólo debe tener talento sino sangre fría, golpe de vista y audacia a toda prueba. La mímica le es indispensable, y la voz tiene que ser tonante y poderosa para dominar aquella vociferación infernal. Tiene que apostrofar con viveza, que conmover, que hacerse escuchar.
He asistido a sesiones agitadísimas, a la del incidente Cassagnac-Goblet, a la de la interpelación Brame, y a la de la interpelación Lockroy, que tanto conmovió a París en mayo del 79. Tiempo hace de esto, pero mis recuerdos son tan frescos que podrían describir aquellos debates como si recién los presenciara.
He oído, o más bien dicho: visto, oradores que no pudieron hacerse escuchar y que bajaron de la tribuna entre los silbidos de los contrarios y las protestas de los amigos; otros, como el bonapartista Brame, en su fogosa interpelación contra el Ministro del Interior, M. Lepère, dominaban el tumulto; M. Lepère en la tribuna, estuvo un cuarto de hora sin poder imponer silencio, en medio de una desordenada vociferación de la derecha, y de los aplausos y aprobación de la izquierda, hasta que, haciendo un esfuerzo poderoso, gritando como un energúmeno, acalló momentáneamente el tumulto, para apostrofar a la derecha, diciendo: «vociferad, gritad, puesto que las interpelaciones no son para vosotros sino pretexto de ruidos y exclamaciones. No bajaré de la tribuna hasta la que os calléis!...»
¡Qué tumulto espantoso! Presidía M. Senard, el viejo atleta del foro y del parlamento francés, pero tan viejo ya que su voz débil y sus movimientos penosos eran impotentes: agitaba continuamente una enorme campana (pues no es aquello una campanilla) de plata con una mano, y con la otra golpeaba la mesa con una regla. Los ujieres, con gritos estentóreos de «un poco de silencio, señores—s'il vous plait, du silence», no lograban tampoco dominar la agitación. La derecha vociferaba y hacía un ruido ensordecedor con los pies; la izquierda pedía a gritos: «la censura, la censura». Fue preciso amonestar seriamente a un imperialista, el barón Dufour, para que se restableciese el silencio...
Concluye el ministro su discurso, y salta (materialmente: salta) sobre la tribuna el interpelante; vuelve a contestar el ministro, y torna de nuevo el interpelante... ¡qué vida la de un ministro con semejantes parlamentos! El día entero lo pasa en esas batallas parlamentarias... supongo que el verdadero ministro es el subsecretario.
Gambetta, el tan llorado y popular tribuno, presidía cuando M. de Cassagnac desafió en plena Cámara a M. Goblet, subsecretario de Estado. Estaba yo presente ese día. ¡Qué escándalo mayúsculo! Pero Gambetta dominó el tumulto, hizo bajar de la tribuna a Cassagnac, lo censuró, y calmó la agitación.
He oído varias veces a M. Clemenceau, el gran orador radical. Le oí defendiendo a Blanqui, el condenado comunista, que había sido electo diputado por Burdeos. Es uno de los oradores que mejor habla y que posee dotes más notables. Como uno de los contrarios (hay que advertir que la izquierda estaba en ese caso en contra de la extrema izquierda) le gritara: «¡Basta!», él contestó sin inmutarse: «Mi querido colega, cuando vos nos fastidiáis, os oímos con paciencia. Nadie es juez en saber si he concluido, salvo yo mismo», y después de este apóstrofe tranquilo, continuó su discurso...! Esa interpelación dio origen a una respuesta sumamente enérgica por parte de M. Le Royer, entonces Ministro de Justicia.
La organización administrativa es además admirable. Las Cámaras se reúnen diariamente de 2 a 6½, y el cuerpo de taquígrafos da los originales de la traducción estenográfica a las 8 p. m. A las 12 p. m. se reparten las pruebas de la impresión y a las 6 de la mañana siguiente «todo París» puede leer íntegra la sesión de la tarde anterior en el Journal Officiel. Y todo esto sin contratos especiales, sin que cueste un solo céntimo más, sin que las Cámaras voten remuneraciones especiales al cuerpo de taquígrafos y sin ninguna de esas demostraciones ridículas para aquellos que están habituados a la vida europea. Recuérdese lo que pasó en 1877 entre nosotros, cuando se debatió la «cuestión Corrientes»: La Tribuna publicó las sesiones al día siguiente, y todos creyeron que era un... milagro.
Con el régimen parlamentario francés, la tarea es pesadísima para los diputados (no tanto para los senadores), pero insostenible para los oradores. Y los ministros, que tienen que despachar los asuntos de ministerios centralizados, que atender a lo que pasa en la Francia entera, que proyectar reformas, que estudiar leyes, que contestar interpelaciones, que preparar y corregir discursos: ¿cómo pueden hacer todo esto? A un hombre sólo le es materialmente imposible, y añádase a eso que tiene la obligación de dar reuniones periódicas, bailes oficiales, etc. ¡Qué vida! Se comprende que sería ella imposible sin una numerosa legión de consejeros de Estado,