son más semejantes de lo que uno buenamente pudiera desear. Esta ciudad habría sido descrita por Teresa de Ávila en su Libro de las Fundaciones como un lugar donde "los demonios tienen más o menos mano allí para tentar". Pues bien, Cervantes encontró esos demonios, se dejó tentar por ellos y puede que hasta se haya convertido en uno de ellos para luego escribirse, escribirlos. Al reflejarse en el espejo cóncavo del mundo hampesco, la mascarada de la ciudad suntuosa muestra las verdaderas miserias de la humanidad. Así como dos números negativos al multiplicarse se traducen en un número positivo, la realidad espeluznante de la España habsbúrgica del arriba y el abajo se convierte en arte. En el dédalo sevillano hay otros dédalos, pero en el centro de todos ellos no está el rey sino Monipodio, rufián, ordenador, transformador, regidor, él sí, de las vidas y las almas. Monipodio, demoníaco, es providente y justo y digno por simple contraste con la deshonestidad simulada y simuladora de las autoridades filipinas. Corte de milagros, agitanada distopía negra, la de Monipodio es ciertamente la verdadera arcadia de un Cervantes furibundo, emponzoñado y harto de la sociedad que lo derribó hace tiempo en su propia quijotada. Los marginados como él, si bien parecen miserables, son los únicos que pueden entenderlo, y son también los únicos a quienes podemos entender quienes nacimos con él a la modernidad. Aunque las caras de Dios sean poco conocidas y las buenas gentes sean ladrones, prostitutas y delincuentes, la libertad pura en Sevilla no existe porque nada existe sin matices en la tierra. Aquí la piedad está al alcance de los impíos, aquí Satanás es servidor de la divinidad, su aliado más caro, su demiurgo. En este lugar algo queda de la belleza luciferina y paradisíaca, Monipodio es tan digno de educar e impartir justicia como los alcaldes que le temen. Sólo ante este juez pueden los hombres de la España quinientista ser hijos de sus obras.
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