Don Quijote. Miguel de Cervantes Saavedra

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Don Quijote - Miguel de Cervantes Saavedra

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style="font-size:15px;">       Abalánzase al señuelo

       mi fe, que nunca ha podido,

       ni menguar por no llamado,

       ni crecer por escogido.

       Si el amor es cortesía,

       de la que tienes colijo

       que el fin de mis esperanzas

       ha de ser cual imagino.

       Y si son servicios parte

       de hacer un pecho benigno,

       algunos de los que he hecho

       fortalecen mi partido.

       Porque si has mirado en ello,

       más de una vez habrás visto

       que me he vestido en los lunes

       lo que me honraba el domingo.

       Como el amor y la gala

       andan un mesmo camino,

       en todo tiempo a tus ojos

       quise mostrarme polido.

       Dejo el bailar por tu causa,

       ni las músicas te pinto

       que has escuchado a deshoras

       y al canto del gallo primo.

       No cuento las alabanzas

       que de tu belleza he dicho;

       que, aunque verdaderas, hacen

       ser yo de algunas malquisto.

       Teresa del Berrocal,

       yo alabándote, me dijo:

       ''Tal piensa que adora a un ángel,

       y viene a adorar a un jimio;

       merced a los muchos dijes

       y a los cabellos postizos,

       y a hipócritas hermosuras,

       que engañan al Amor mismo''.

       Desmentíla y enojóse;

       volvió por ella su primo:

       desafióme, y ya sabes

       lo que yo hice y él hizo.

       No te quiero yo a montón,

       ni te pretendo y te sirvo

       por lo de barraganía;

       que más bueno es mi designio.

       Coyundas tiene la Iglesia

       que son lazadas de sirgo;

       pon tú el cuello en la gamella;

       verás como pongo el mío.

       Donde no, desde aquí juro,

       por el santo más bendito,

       de no salir destas sierras

       sino para capuchino.

      Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones. Y ansí, dijo a su amo:

      — Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando.

      — Ya te entiendo, Sancho —le respondió don Quijote—; que bien se me trasluce que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música.

      — A todos nos sabe bien, bendito sea Dios —respondió Sancho.

      — No lo niego —replicó don Quijote—, pero acomódate tú donde quisieres, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo esto, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester.

      Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se sanase. Y, tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina; y así fue la verdad.

       Índice

      Estando en esto, llegó otro mozo de los que les traían del aldea el bastimento, y dijo:

      — ¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?

      — ¿Cómo lo podemos saber? —respondió uno dellos.

      — Pues sabed —prosiguió el mozo— que murió esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico, aquélla que se anda en hábito de pastora por esos andurriales.

      — Por Marcela dirás —dijo uno.

      — Por ésa digo —respondió el cabrero—. Y es lo bueno, que mandó en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque; porque, según es fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado; mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren; y mañana le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver; a lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.

      — Todos haremos lo mesmo —respondieron los cabreros—; y echaremos suertes a quién ha de quedar a guardar las cabras de todos.

      — Bien dices, Pedro —dijo uno—; aunque no será menester usar de esa diligencia, que yo me quedaré por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro día me pasó este pie.

      — Con todo eso, te lo agradecemos —respondió Pedro.

      Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquél y qué pastora aquélla; a lo cual Pedro respondió que lo que sabía era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar que

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