La maja desnuda. Висенте Бласко-Ибаньес

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La maja desnuda - Висенте Бласко-Ибаньес

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volviendo al cerrar la noche lentamente hacia su casa cogidos del talle, contemplando la faja de oro mortecino del crepúsculo, animando el silencio de la campiña con el canturreo de alguna de las romanzas apasionadas y dulzonas que llegaban de Nápoles. Al verse solos, en la intimidad de una vida sin ocupaciones ni amistades, renacía el entusiasmo amoroso de los primeros días de su casamiento. Pero el «demonio de la pintura» no tardó en batir sobre él sus alas invisibles, de las que parecía desprenderse un irresistible encantamiento. Se aburría en las horas de fuerte sol; bostezaba en su silla de junco, fumando pipa tras pipa, sin saber de qué hablar. Josefina, por su parte, combatía el tedio leyendo alguna de las novelas inglesas, de abrumadora moralidad y costumbres aristocráticas, á las que había tomado gran afición en sus tiempos de colegiala.

      Renovales volvió á trabajar. Su criado sacó á luz los trastos artísticos, y el pintor cogió la paleta con un entusiasmo de principiante. Pintaba para él con un fervor religioso, como si pretendiera purificarse de aquel año de vil sumisión á los encargos de un mercader.

      Estudió directamente la Naturaleza; pintó rincones adorables del paisaje, cabezas tostadas y antipáticas que respiraban la brutalidad egoísta del campesino. Pero esta labor artística no parecía satisfacerle. Su vida de mayor intimidad con Josefina excitaba en él misteriosos anhelos, que apenas se atrevía á formular. Por las mañanas, cuando su mujer, fresca y sonrosada por una ablución general, mostrábase ante él casi desnuda, la contemplaba con ojos ávidos.

      —¡Ay! ¡Si tú quisieras!... ¡Si no tuvieses esas manías!...

      Y sus exclamaciones la hacían sonreir, halagada su vanidad femenil por esta adoración. Renovales se lamentaba de que su talento de artista tuviera que ir en busca de cosas bellas, cuando la obra suprema y definitiva estaba junto á él. La hablaba de Rubens, el maestro gran señor, que rodeaba á Elena Froment de un lujo de princesa, y de ésta, que no sentía reparo en despojar de velos su fresca belleza mitológica para servir de modelo al marido. Renovales elogiaba á la dama flamenca. Los artistas formaban una familia aparte; la moral y los prejuicios vulgares eran para los otros. Ellos vivían acogidos al fuero de la Belleza, teniendo por natural lo que las gentes miraban como pecado...

      Josefina protestaba con una indignación cómica de los deseos de su marido, pero se dejaba admirar. Cada vez eran mayores sus abandonos. Por las mañanas, al levantarse, permanecía más tiempo desnuda, prolongando las operaciones de su aseo, mientras el artista rondaba en torno de ella elogiando las diversas bellezas de su cuerpo. «Esto es Rubens puro; esto es el color del Ticiano... Á ver, nena, levanta los brazos... así. ¡Ay; eres la maja, la majita de Goya!...» Y ella se prestaba á sus manejos con graciosos mohines, como si paladease el gesto de adoración y contrariedad que ponía su esposo al poseerla como hembra y no poseerla como modelo.

      Una tarde de viento abrasador que esparcía en su soplo la asfixia de la campiña romana, Josefina cedió. Estaban en su habitación con las vidrieras cerradas, buscando en la clausura y la ligereza de las ropas un remedio al terrible siroco. No quería ver á su marido con aquella cara triste ni escuchar sus lamentaciones. Ya que estaba loco y se había aferrado á aquel capricho, no osaba contrariarle. Podía pintarla, pero sólo un estudio; nada de cuadro. Cuando se cansase de reproducir su carne sobre el lienzo, rompería éste... y como si nada hubiese hecho.

      El pintor dijo á todo que si, deseando verse cuanto antes, pincel en mano, ante la codiciada desnudez. Tres días trabajó con una fiebre loca, los ojos desmesuradamente abiertos, cual si pretendiera devorar con su retina aquellas formas armoniosas. Josefina, acostumbrada ya á su desnudez, permanecía tendida, olvidando su situación, con ese impudor femenil que sólo siente vacilaciones al dar el primer paso. Agobiada por el calor, dormíase mientras su marido seguía pintando.

      Cuando la obra estuvo terminada, Josefina no pudo menos de admirarla. «¡Qué talento tienes! ¿Pero realmente soy yo así... tan bonita?» Mariano mostrábase satisfecho. Era su mejor obra, la definitiva. Tal vez en toda su existencia no hallaría otro momento como este, de prodigiosa intensidad mental, lo que llamaban vulgarmente inspiración. Ella seguía admirándose en el lienzo, lo mismo que ciertas mañanas se contemplaba en el gran espejo de su dormitorio. Ensalzaba con tranquila inmodestia las diversas partes de su hermosura, fijándose especialmente en el vientre recogido, de curva suave, en las audaces y duras puntas de sus pechos, orgullosa de estos blasones de la juventud. Deslumbrada por la belleza de su cuerpo, no se fijaba en la cara, que parecía sin valor, perdida en suaves veladuras. Cuando sus ojos se posaron en ella, mostró cierta decepción.

      —¡Se me parece muy poco! ¡No es mi cara!...

      El artista sonreía. No era ella; había procurado desfigurar su rostro; su rostro nada más. Era una máscara, una concesión á las conveniencias sociales. Así nadie la reconocería, y su obra, su grande obra, podría salir á luz reclamando la admiración del mundo.

      —Porque esto no vamos á romperlo—continuó Renovales con cierto temblor en la voz.—Sería un crimen. En mi vida volveré á hacer nada igual. No lo romperemos, ¿verdad, nena?

      La nena permaneció silenciosa un buen rato, con la vista fija en el cuadro. Los ávidos ojos de Renovales vieron poco á poco subir una nube por su rostro, como se remonta una sombra en un muro blanco. El pintor creyó que le faltaba el suelo bajo los pies; se aproximaba la tempestad. Josefina palidecía: dos lágrimas resbalaban suavemente junto á su naricita, dilatada por la opresión del pecho; otras dos ocupaban el lugar de aquéllas, para caer también, y después otras y otras.

      —¡No quiero!... ¡No quiero!

      Era la misma voz ronca, nerviosa, despótica, que le había espeluznado de inquietud y miedo la noche de su primer disgusto en Roma. La mujercita miraba con odio aquel cuerpo desnudo que irradiaba su luz de nácar desde el fondo del lienzo. Parecía sentir el espanto de la sonámbula, que despierta de repente en medio de una plaza rodeada de mil ojos curiosos y ávidos de su desnudez, y en su terror no sabe qué hacer ni por dónde huir. ¿Cómo había podido prestarse ella á tal escándalo?

      —No quiero—gritaba iracunda.—Rómpelo, Mariano; rómpelo.

      Pero Mariano también parecía próximo á llorar. ¡Romperlo! ¿Quién podía exigirle tal disparate? Aquella figura no era ella; nadie la reconocería. ¿Por qué privarle de un triunfo estruendoso?... Pero su mujer no le escuchó. Se revolcaba en el suelo con las mismas contorsiones y gemidos de aquella noche tormentosa; crispaba sus manos hasta contraerlas en forma de gancho; agitaba sus pies con el temblor de una oveja moribunda, y su boca, torcida por doloroso mohín, seguía gritando entre ronquidos:

      —No quiero... no quiero. Rómpelo.

      Se quejaba de su suerte con una furia que hería á Renovales. ¡Ella, una señorita, sometida á este envilecimiento, como si fuese una mujerzuela nocturna! ¡Si lo hubiese sabido!... ¡Cómo iba á figurarse que su esposo la propondría cosas tan abominables!...

      Renovales, ofendido por estos insultos, por los latigazos que descargaba aquella voz aguda y silbante sobre su talento de artista, abandonaba á su mujer, la dejaba rodar por el suelo y con los puños cerrados iba de un extremo á otro de la habitación, mirando al techo, mascullando todos los juramentos, tanto españoles como italianos, que eran de uso corriente en su estudio.

      De pronto quedó inmóvil, clavado en el suelo por el espanto y la sorpresa. Josefina, desnuda aún, había saltado sobre el cuadro con una agilidad de gata rabiosa. Del primer golpe de sus uñas rayó de arriba á abajo el lienzo, mezclando los colores todavía tiernos, arrancando la cascarilla de las partes secas. Después cogió el cuchillete de la caja de colores y raaás... el lienzo exhaló un larguísimo quejido, se partió bajo el impulso de aquel brazo blanco, que parecía azulear con el espeluznamiento de la

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