Listos para correr. T.J. Murphy
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UN DÍA TÍPICO EN LA VIDA DE UN CORREDOR
Eres un maratoniano que corre todo el día sin parar y éste es el posible panorama:
Después de seis o tal vez siete horas de sueño, suena la alarma a las 4:30 de la madrugada. Está oscuro, hace frío, es miércoles. La tierra gira con rapidez sobre su eje. Tus tareas en el futuro más inmediato incluyen preparar a tu hijo de ocho años para la escuela: despertarlo, que se vista, preparar el desayuno y que tenga lista la cartera, sin olvidar el almuerzo y los deberes, además de llevarlo sano y salvo hasta esa calle sin salida en que está su escuela. También tienes que llegar a tiempo para el último ensayo de esa presentación en PowerPoint que darás a las 9:00, y para eso tendrás que conducir 40 minutos hasta el trabajo.
Pero antes que nada, primero de todo, quieres salir a correr. O bien corres ahora antes de que amanezca, o no podrá ser. La carrera matutina es una tarea, y a pesar de las molestias persistentes y los dolores continuos, tu mente está decidida con acerada determinación. Cuando se trata de completar esta tarea, nadie te lo puede impedir.
Así que son las 4:30 de la madrugada y estás despierto, está oscuro y cae sesgadamente una lluvia heladora. Te levantas de la cama y te pones unas pantuflas con plantillas ortopédicas para no cargar excesiva presión sobre unos arcos plantares siempre delicados.
Te pones ropa adecuada e impermeable, te echas al coleto un café americano y sales por la puerta. Durante los primeros 2,4 kilómetros notas los habituales puntos dolorosos: esa punzada justo debajo de la rótula derecha, la inflamación en el talón derecho, la difusa sensibilidad nerviosa en la profundidad del acetábulo de la cadera izquierda. Ya has estirado bastante la capacidad de tu American Express para comprar diversas medidas destinadas a atenuar estos variados y punzantes dolores: unas plantillas genéricas para las zapatillas con control de movimiento, de 150 dólares; un torniquete de caucho y neopreno que llevas por debajo de la rodilla y que se vendía con la siguiente promesa: «¡No dejes que la tendinitis, el desgaste del cartílago o la condromalacia te impidan entrenar!».
Los dolores remiten y acabas de rodar tus 8 kilómetros. Si consigues arañar un minuto de tiempo, elevarás el pie sobre el respaldo de un banco, intentarás tocarte los dedos de los pies y pasarás 20 segundos haciendo lo que crees que es un estiramiento de isquiotibiales. Vuelves a casa a tiempo de iniciar el resto de tu aventura matutina. Anotas en el diario esos 8 kilómetros de los 72 semanales. Sigues en ruta hacia tu próxima carrera.
Después de hacer tu presentación en PowerPoint, te diriges a la oficina, te sientas delante del ordenador e inicias tu jornada laboral. En tus zapatos llevas unas plantillas diferentes, con arco plantar y unos milímetros adicionales de calce de talón, para aliviar el dolor en el tendón de Aquiles. Cuando caminas, los pies se abren en un ángulo hacia fuera y el arco plantar se hunde, con lo cual las rodillas siguen una trayectoria imperceptiblemente degenerativa, cimentando ese patrón de golpeo del pie al andar que desgasta los tejidos blandos de las rodillas. Las plantillas, que se supone que mantienen el arco plantar, también mitigan este problema. Luego está la espalda: te has planteado algún tipo de sujeción lumbar para el respaldo de la silla con la que aliviar esa ciática siempre al acecho que ha empezado a irradiar por las caderas y amenaza con obligarte a dejar de correr. En un cajón del despacho hay una botella con casi 100 comprimidos recubiertos de gelatina, cada uno de ellos con 200 miligramos de ibuprofeno.
Paremos un momento para apreciar la dedicación que implica este hecho. Tal vez no seas un deportista olímpico, pero dime que detrás de un día de trabajo como éste, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, no hay la voluntad de un olimpista.
El cuerpo humano es una máquina de supervivencia, adaptable, casi imparable, diseñado para asimilar el desgate de millones de ciclos de trabajo.
¿Qué es lo único que conseguirá que vayas más despacio o detenerte? Si eres como casi el 80 por ciento de los corredores, una lesión te va a obligar a parar en algún momento del año (y corres más riesgo si cabe si tu pisada es de talón; es decir, si cuando corres aterrizas con el talón en vez de con el mesopié o el antepié). En vez de atarte los cordones de un par de zapatos, te estarás ciñendo unas sandalias flotantes de AquaJogger o calando los pies en los pedales de una Lifecycle.
He aquí la cuestión: el cuerpo humano es una máquina de supervivencia, adaptable, casi imparable, diseñado para asimilar el desgate de millones de ciclos de trabajo. El ejemplo anterior muestra el modo en que el cuerpo absorbe daños tremendos antes de ceder al tipo de lesiones que obligan a parar del todo.
Sobrevivir a ese tipo de horario cotidiano no hace más que aumentar el desgaste causado por la carrera diaria. Los tejidos están deshidratados como cecina de vaca y no se les concede tiempo suficiente para un buen calentamiento. El calzado permite un tipo de golpeo del talón que aumenta las fuerzas de cizallamiento y el grado de estrés del impacto sobre el cuerpo; es como conducir un Ferrari con el freno de mano puesto.
Pero ¿qué pasaría si te dijese que hay otro camino? Un camino que exige muchísima autodisciplina y voluntad. ¿Qué pasaría si canalizaras algo de esa energía hacia nuevos e insignificantes hábitos que obtuviesen dos tipos de resultados?
• Mejora del rendimiento
• Reducción del riesgo de lesiones
En Listos para correr quiero que explores una nueva forma de pensar sobre esas señales que te envían los distintos tejidos y estructuras del cuerpo. Si te encuentras tratando de enterrar el dolor continuo de una lesión crónica mediante las intervenciones habituales, como nuevas zapatillas, plantillas, hielo e ibuprofeno, lo que quiero es que descubras una nueva dimensión de las señales que recibes del cuerpo, sea un dolor en el arco plantar, un dolor de espalda, un dolor sordo en los isquiotibiales o un dolor agudo debajo de la rodilla. Cada una de estas señales es una clave sobre cómo mejorar tu rendimiento. Mediante la solución del problema subyacente, no sólo suprimirás el dolor y prevendrás la lesión que está aflorando a la superficie, sino que también adquirirás alguna medida adicional de potencia, velocidad o eficacia, y es probable que una combinación de esos tres elementos.
UN DÍA MEJOR
Reconsideremos cómo podríamos afrontar esa mañana mirándola a través de una lente distinta:
Te levantas a las 4:30 de la madrugada y, además o en lugar de una taza de café, te tomas 473 mililitros de agua mezclada con un producto con electrolitos, como Osmo o Nuun. Como siempre, caminas por casa descalzo. Mientras bebes el agua con la solución de electrolitos para recuperar el agua perdida mientras dormías, practicas un breve ejercicio de movilidad para mejorar el grado de extensión de las caderas y despegar las superficies deslizantes de los tejidos que rodean el tendón de Aquiles.
Si tu programa de entrenamiento exige salir a rodar o una sesión que incluya correr, en vez de llevar unas zapatillas reforzadas y con control del movimiento que acortan el tendón de Aquiles y actúan igual que un yeso inmovilizador, te puedes pasar a unas zapatillas para correr planas, sin ninguna elevación y que permitan a los pies trabajar como tales.
Pasas la primera parte de la sesión de carrera practicando una sesión de crossfit de fondo: calentamiento al viejo estilo, mezcla de carreras de 100 metros y movimientos dinámicos con carreras de 100 metros al trote para activar y calentar los músculos y tejidos conjuntivos que serán trabajados durante