El conde de Montecristo ( A to Z Classics ). A to Z Classics

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El conde de Montecristo ( A to Z Classics ) - A to Z  Classics

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remeros vigorosos lo enderezaron hacia el Pillón. A un grito de los remeros bajó la cadena que cierra el puente, y se encontró Edmundo en lo que se llama el freón, es decir, fuera del puerto.

      Al salir al aire libre el primer impulso del preso fue de alborozo, porque el aire significa libertad. Así, pues, respiró a sus anchas esa brisa ligera que lleva en sus alas los dulcísimos a incomprensibles misterios de la noche y del mar. Pronto, sin embargo, exhaló un suspiro, porque pasaba por delante de aquella Reserva donde tan feliz había sido aquella misma mañana, antes de su prisión. Para mayor dolor, a través de las luminosas rendijas de dos ventanas, los alegres rumores de un baile llegaban a sus oídos.

      Dantés, con las manos puestas en actitud de orar, levantó los ojos al cielo.

      El bote proseguía su camino, y pasada ya la Téte-de-More, hallábase enfrente de la columna del Faro, donde dobló. Esta maniobra era incomprensible para Dantés.

      -Pero ¿adónde me lleváis? -preguntó a uno de los gendarmes.

      -Ahora lo sabréis.

      -Pero…

      -Nos está prohibido dar ninguna explicación.

      Tenía Dantés mucho de soldado, y calló por parecerle cosa absurda el preguntar a hombres a quienes estaba prohibido responder, y entonces las más bizarras fantasías cruzaron por su imaginación. Como en tal barco era humanamente imposible hacer una larga travesía, y como no se veía ningún otro buque anclado por aquellos alrededores, se imaginó que le iban a desembarcar en algún punto lejano de la costa, diciéndole que estaba libre. Todo contribuía a reforzar con buenos agüeros esta imaginación. Ni estaba atado, ni intentaron siquiera ponerle grillos. Luego, el sustituto, que tan bien le tratara, ¿no le había dicho que con tal de que nunca pronunciase aquel nombre fatal de Noirtier nada le sucedería? Ante sus mismos ojos, ¿no había quemado Villefort aquella carta peligrosa, única prueba que había contra él?

      Decidióse, pues, a esperar mudo y pensativo. Sus ojos, acostumbrados a las tinieblas como los de todo marino, devoraban la oscuridad y el espacio.

      Habían dejado a la derecha la isla de Ratonmeau con su faro, y bordeando la costa llegaban a la sazón a la altura de los Catalanes. Aquí fueron dobles y devoradoras las miradas del preso; porque estaba cerca de Mercedes, y a cada instante creía ver dibujarse entre las tinieblas de la orilla la forma indecisa y vaga de una mujer.

      ¿Cómo el corazón no decía a Mercedes que pasaba su amado a trescientos pasos de ella?

      Una luz solamente brillaba en los Catalanes. Al buscar Dantés la posición de esta luz, llegó a comprender que alumbraba a su novia: Mercedes era, a no dudar, la única que velaba en la colonia. Con un solo grito que él diera podía oírle y reconocerle. Un falso amor propio le detuvo, sin embargo. ¿Qué dirían los gendarmes oyéndole gritar como un demente?

      Silencioso y con los ojos clavados en la luz quedó, mientras el barco proseguía su camino, sin pensar ni en el barco ni en el camino, sino sólo en Mercedes.

      Un accidente topográfico hizo que la luz se perdiese de vista. Volvióse Dantés al punto, y conoció que la embarcación entraba en alta mar.

      A pesar de la repugnancia que experimentaba Dantés en dirigir nuevas preguntas al gendarme, acercándose a él, y tomándole una mano:

      -Camarada -le dijo-, suplícoos por vuestra conciencia y a fuer de soldado que tengáis piedad de mí y me respondáis. Yo soy el capitán Edmundo Dantés, francés bueno y leal, aunque acusado de no sé qué traición. ¿Adónde me lleváis? Decídmelo, que os doy mi palabra de marino de resignarme a mi suerte.

      El gendarme se rascó la oreja mirando a su camarada, que hizo un ademán como si dijese:

      -A la altura en que nos hallamos creo que ya no hay peligro.

      Y volviéndose el primero a Edmundo:

      -¡Siendo marino y marsellés preguntáis adónde vamos! -le dijo.

      -Sí, puesto que lo ignoro, palabra de honor.

      -¿No sospecháis nada?

      -No lo sospecho.

      -Es imposible.

      -Os lo juro por lo más sagrado. Contestadme en nombre del cielo.

      -Pero la consigna…

      -La consigna no os prohíbe decirme lo que yo sabré dentro de diez minutos, o tal vez antes. Con decírmelo me ahorráis siglos de incertidumbre. Os lo pregunto como si fueseis mi amigo. Mirad: ni puedo ni quiero moverme ni huir. ¿Adónde vamos?

      -Si no estáis ciego, como hayáis salido alguna vez por mar de Marsella, podréis adivinarlo.

      -Pues no acierto.

      -Mirad a vuestro alrededor.

      Púsose Dantés de pie, y mirando hacia donde el barco parecía dirigirse, distinguió en la oscuridad, a cien toesas, la negra y descarnada roca en que campea como una esfinge el sombrío castillo de If.

      Esta mole informe, esta prisión terrorífica que provee a Marsella de consejas y tradiciones lúgubres, como Dantés no pensaba en ella, le hizo al distinguirla aquel efecto que el cadalso hace al que va a morir.

      -¡Dios mío! -exclamó-. ¡El castillo de If! ¿Qué vamos a hacer allí?

      El gendarme se sonrió.

      -No se me conducirá allí para dejarme preso -prosiguió Dantés-, porque el castillo de If es una prisión de Estado donde entran sólo los grandes criminales políticos. ¿Hay allí quizá jueces o magistrado?

      -Yo supongo -dijo el gendarme- que no hay sino murallas de piedra, gobernador, carceleros y guarnición. Ea, ea, amiguito, no os hagáis el sorprendido, que no parece sino que me agradecéis con burlas mi complacencia.

      Dantés apretó la mano del gendarme.

      -¿Sospecháis que me llevan a encerrar al castillo de If?

      -Es probable, camarada; pero no sé a qué viene el apretarme tanto la mano.

      -¿Sin más formalidades? ¿Sin más averiguaciones?

      -Las formalidades están cumplidas, y las averiguaciones hechas.

      -¿De modo que a pesar de la promesa del señor de Villefort… ?

      -Ignoro si el señor de Villefort os ha prometido algo -dijo el gendarme-, pero sé que vamos al castillo de If. ¡Eh! ¿Qué hacéis? ¡Camaradas, a mí!

      Rápido como el rayo, Dantés había querido arrojarse al mar; pero los ojos infatigables y peritos del gendarme lo habían adivinado, y cuatro brazos vigorosos le sujetaron cuando ya sus pies iban a abandonar el suelo de la barca, después de lo cual volvió a caer en el fondo de ésta, rugiendo de cólera.

      -¡Muy bien! -exclamó el gendarme poniéndole sobre el pecho una rodilla-. ¡Muy bien! ¡Así cumplís vuestras palabras de marino! ¡Quién se fía de moscas muertas! Ahora, amiguito, si os movéis tan siquiera, os soplo una bala en el cráneo. Falté a la primera parte de mi consigna, pero os juro que no faltaré a la segunda.

      Y

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