El conde de Montecristo ( A to Z Classics ). A to Z Classics

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El conde de Montecristo ( A to Z Classics ) - A to Z  Classics

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Elba el 26 de febrero, y ha desembarcado el 1 de marzo.

      -¿Dónde? -preguntó el rey vivamente.

      -En Francia, señor, en un puertecillo cercano a Antibes, en el golfo Juan.

      -¡Cómo! El usurpador ha desembarcado en Francia, cerca de Antibes, en el golfo Juan, a doscientas cincuenta leguas de París el día 1 de marzo, y hasta hoy, 3, no sabéis esta noticia… ¡Eso es imposible, caballero! Os han informado mal o estáis loco.

      -¡Ay, señor! Ojalá fuera como decís.

      Hizo Luis XVIII un inexplicable gesto de cólera y de espanto, levantándose de repente como si este golpe imprevisto le hiriese a la par en el corazón y en el rostro.

      -¡En Francia! -exdamó-. ¡El usurpador en Francia!, pero ¿no se vigilaba a ese hombre? ¿Quién sabe si estarían de acuerdo con él?

      -¡Oh, señor! —exclamó el conde de Blacas-, a una persona como el barón de Dandré no se le puede acusar de traición. Todos estábamos ciegos, alcanzando también nuestra ceguera al ministro de policía. Este es todo su crimen.

      -Pero… -dijo Villefort, y repuso al momento reportándose-. Perdón, señor, perdón, mi celo me hace audaz. Dígnese Vuestra Majestad excusarme.

      -Hablad, caballero, hablad libremente -contestó el rey Luis XVIII-. Ya que nos habéis prevenido del mal, ayudadnos a buscarle el remedio.

      -Todo el mundo, señor, aborrece a Bonaparte en el Mediodía; paréceme que si osa penetrar en su territorio, fácilmente se logrará que la Provenza y el Languedoc se subleven contra él.

      -Sin duda -dijo el ministro-; pero viene por Gap y Sisteron.

      -¡Viene! -exclamó Luis XVIII-. ¿Viene a París?

      El silencio del ministro equivalía a una confesión.

      -¿Y creéis, caballero, que podamos sublevar el Delfinado como la Provenza? -preguntó el rey a Villefort.

      -Lamento infinito, señor, decir a Vuestra Majestad una verdad cruel; pero las opiniones del Delfinado son muy diferentes de las de la Provenza y el Languedoc. Los montañeses, señor, son bonapartistas.

      -Vamos -murmuró Luis XVIII-, bien sabe lo que se hace. ¿Y cuántos hombres tiene?

      -Señor, me es imposible decirlo a Vuestra Majestad porque lo ignoro -dijo el ministro de policía.

      -¡No lo sabéis! ¿No os habéis informado de esta circunstancia? En verdad que no es importante -añadió el rey con una sonrisa irónica.

      -No pude informarme, señor. El despacho anunciaba solamente el desembarco y el camino que trae el usurpador.

      -¿Por qué medio habéis recibido ese despacho?

      El ministro bajó la cabeza, y el bochorno se pintaba en su semblante.

      -Por el telégrafo, señor -dijo Dandré.

      Luis XVIII dio un paso hacia atrás cruzándose de brazos, como Napoleón hubiera hecho, y dijo pálido de cólera:

      -¡Conque una coalición de siete ejércitos ha derrocado a ese hombre, conque un milagro de Dios me ha restituido el trono de mis padres tras veintitrés años de exilio, conque he estudiado, sondeado y analizado en ese destierro los hombres y las cosas de esta Francia, mi tierra de promisión, para que, al llegar al goce de mis anhelos, el mismo poder de que dispongo se escape de mis manos para aniquilarme!

      -Señor, es la fatalidad… -murmuró el ministro, aplastado por aquellas abrumadoras palabras.

      -¿De modo que es verdad lo que murmuraban nuestros enemigos? ¿Nada hemos aprendido? ¿Nada hemos olvidado? Si me vendiesen como a él le vendieron, me consolaría; pero estar rodeado de personas encumbradas por mí, que deben velar por mí, con más cuidado que por ellas mismas, porque mi fortuna es su fortuna, porque no eran nada antes que yo subiese al trono, porque nada serán si yo caigo, y caer, y por torpeza, y por incapacidad. ¡Ah! ¡Cuánta razón tenéis, señor mío, la fatalidad… !

      El ministro se inclinaba bajo el peso de tan terrible anatema; Blacas se limpiaba la frente cubierta de sudor, y Villefort, viendo crecer su importancia, estaba satisfecho en su fuero interno.

      -¡Caer… ! -prosiguió Luis XVIII, que de una sola mirada sondeó el abismo que amenazaba tragar su trono-. ¡Caer! ¡Y saber por el telégrafo la noticia! ¡Oh!, mejor quisiera subir al cadalso de mi hermano Luis XVI, que bajar así las escaleras de las Tullerías, expuesto de ese modo al ridículo… ¿Sabéis, caballero, lo que el ridículo puede en Francia? No lo sabéis, aunque debíais de saberlo.

      -Señor, ¡señor! -murmuró el ministro-, ¡por piedad!

      -Acercaos, señor de Villefort -continuó el rey encarándose con el joven, que de pie y un tanto retirado observaba el desarrollo de esta conversación, en que se trataba el destino de un reino-, acercaos y decid a este caballero que pudo saber antes lo que no supo.

      -Señor, era materialmente imposible adivinar proyectos que el usurpador ocultaba a todo el mundo.

      -¡Materialmente imposible! ¡Gran palabra! Desgraciadamente hay palabras tan grandes como grandes hombres: ya conozco a ellas y a ellos. ¡Imposible a un ministro que cuenta con una administración, con oficinas, con agentes, con gendarmes, con espías, con un millón y quinientos mil francos de fondos secretos, imposible saber lo que pasa a sesenta leguas de las costas de Francia! Pues oíd: este caballero no contaba con ninguno de tales recursos; este caballero, simple magistrado, sabía más que vos con toda vuestra policía, y hubiese salvado mi corona a tener como vos el derecho de dirigir un telégrafo.

      El ministro miró con una expresión de despecho a Villefort, que inclinó la cabeza con la modestia del triunfo.

      No lo digo por vos, Blacas -continuó Luis XVIII-, pues si bien nada habéis descubierto, tuvisteis al menos la cordura de sospechar, y sospechar con perseverancia. Otro hombre, acaso hubiera tenido por intrascendente la revelación del señor Villefort, o por hija de una innoble ambición.

      Estas palabras aludían a las que el ministro de policía pronunció tan sobre seguro una hora antes.

      Villefort comprendió perfectamente al rey. Otro en su lugar acaso se desvaneciera con el humo de la alabanza; pero temió, crearse un enemigo mortal en el ministro de policía, aunque lo tuviese por hombre perdido sin remedio. En efecto, aquel ministro que en la plenitud de su poder no supo adivinar el secreto de Napoleón, podía en sus últimos instantes de vida política descubrir el de Villefort, solamente con interrogar a Dantés. Por esto, en vez de cebarse en el caído le alargó la mano.

      -Señor -dijo—, la rapidez de este suceso debe probar a Vuestra Majestad que sólo Dios podía impedirlo. Lo que Vuestra Majestad achaca en mí a una perspicacia notable, es hijo del acaso pura y simplemente. Lo he aprovechado como un servidor fiel, y nada más. No me concedáis mérito mayor que el que tengo, para no veros obligado a recobrar la primera opinión que formasteis de mí.

      El ministro de policía, agradecido, dirigió al joven una elocuente mirada, con lo que conoció Villefort que había logrado su deseo, es decir, que sin perder la gratitud del rey, acababa de ganar un amigo con quien podía contar siempre.

      -Está bien -dijo Luis XVIII.

      Y

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