El conde de Montecristo ( A to Z Classics ). A to Z Classics

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El conde de Montecristo ( A to Z Classics ) - A to Z  Classics

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bajó por la escotilla, y al poco rato volvió a subir con las prendas ofrecidas, que se puso Dantés con alegría extraordinaria.

      -¿Necesitáis ahora algo más? -le preguntó el patrón.

      -Un pedazo de pan, y otro trago de ese ron tan excelente que ya probé, porque hace mucho tiempo que no he tomado nada.

      Trajeron a Dantés el pedazo de pan, y Jacobo le presentó la cantimplora.

      -¡El mástil a babor! -gritó el capitán volviéndose hacia el timonero.

      Al llevarse la cantimplora a la boca, los ojos de Dantés se volvieron hacia aquel lado, pero la cantimplora se quedó a la mitad del camino.

      -¡Toma! -preguntó el patrón-, ¿qué es lo que pasa en el castillo de If?

      En efecto, hacia el baluarte meridional del castillo, coronando las almenas, acababa de aparecer una nubecilla blanca, nube que ya había llamado la atención de Edmundo. Un momento después, el eco de una explosión lejana retumbó en el puente del navío.

      Los marineros levantaron la cabeza mirándose unos a otros.

      -¿Qué quiere decir eso? -preguntó el patrón.

      -Se habrá escapado algún preso esta noche y dispararán el cañonazo de alarma -repuso Dantés.

      El patrón miró de reojo al joven, que cuando dijo esto se llevó la calabaza a la boca, pero viole saborear el ron con tanta calma, que si alguna sospecha tuvo se desvaneció al momento.

      -¡He aquí un ron bastante fuerte! -dijo Dantés limpiando con la manga de la camisa su frente bañada en sudor.

      -Después de todo… , si él es, tanto mejor -murmuró el patrón mirándole-. He hecho una gran adquisición.

      Con pretexto de que estaba fatigado, pidió Dantés sentarse en el timón. El timonel, gozoso de verse relevado en su tarea, consultó con una mirada al patrón, que le hizo con la cabeza una seña afirmativa.

      Así sentado, Dantés pudo observar atentamente las cercanías de Marsella.

      -¿A cuántos estamos del mes? -preguntóle a Jacobo, que vino a sentarse junto a él cuando ya se perdía de vista el castillo de If.

      -A 28 de febrero -respondió éste.

      -¿De qué año? -volvió a preguntar el joven.

      -¡Cómo!, ¿de qué año? ¿Me preguntáis de qué año?

      -Sí -repuso el joven-, os lo pregunto.

      -Pero ¿habéis olvidado el año en que vivimos?

      -¿Qué queréis? -repuso Dantés sonriendo—, he tenido esta noche tanto miedo, que a poco me vuelvo loco, y lo que es la memoria se me ha quedado turbadísima. Pregunto, pues, que de qué año es hoy el 28 de febrero.

      -Del año de 1829 -contestó Jacobo.

      Hacía catorce años, día por día, que Dantés había sido preso.

      Entró en el castillo de If de diecinueve años, y salía de treinta y tres.

      Una dolorosa sonrisa asomó a sus labios.

      « ¡Mercedes! -se preguntó a sí mismo-. ¿Qué habrá sido de Mercedes en tantos años teniéndome por muerto? »

      Una ráfaga de odio acompañó luego su mirada, al pensar en aquellos tres hombres que le ocasionaron tan duro y prolongado cautiverio.

      Y renovó contra Danglars, Fernando y Villefort aquel juramento de venganza implacable que había ya pronunciado en su calabozo.

      Ahora este juramento no era una vana amenaza, porque el barco más velero del Mediterráneo no hubiera podido alcanzar en aquel momento a la tartana, que a toda vela hacía rumbo a Liorna.

      Capítulo 22 Los contrabandistas

      Dantés había pasado escasamente un día a bordo, y ya sabía perfectamente a qué casta de pájaros pertenecía aquella gente. Aunque no hubiese aprendido en la escuela del abate Faria, el digno patrón de La joven Amelia(tal era el nombre de la tartana), sabía casi todas las lenguas que se hablan en torno a ese gran lago llamado Mediterráneo, desde el árabe hasta el provenzal. Con ello se ahorraba intérpretes, gentes fastidiosas de suyo y tal vez indiscretas, y le era más fácil y directo entenderse, ya con los buques que encontraba a su paso, ya con las barquillas con las que tropezaba en las costas, ya en fin con esos seres sin nombre, sin patria y sin oficio aparente, que nunca faltan en esos barrios bajos de los puertos de mar, y que se alimentan de ese maná misterioso y oculto atribuido a la Providencia, de quien efectivamente debe venir, pues el observador más perspicaz no descubriría en ellos medio alguno visible de ganarse la vida.

      Ya se adivinará fácilmente que Dantés se hallaba a bordo de un barco contrabandista.

      Por esto le recibió el patrón al principio con cierta desconfianza. Como se hallaba en tan malas relaciones con los aduaneros de la costa, y como entre él y ellos porfiaban a quién engañaba a quién, pensó al principio que Dantés era simplemente un espía de la Hacienda que empleaba tan ingenioso medio para penetrar los secretos del oficio, pero el modo brillante con que Dantés se defendió cuando trató de sonsacarle, le dejó casi enteramente convencido. Cuando vio flotar después aquella columna de humo sobre el baluarte del castillo de If, y cuando oyó el estampido remoto del cañonazo, se imaginó por un instante que acababa de recibir a bordo a uno de esos por quienes se disparan cañonazos a la entrada y a la salida, como por los reyes. En honor de la verdad, justo es decir que esto le importaba menos que si fuese un aduanero el recién venido, pero también esta segunda suposición desvanecióse como la primera, gracias a la impasible serenidad de Edmundo. Alcanzó, pues, éste la ventaja de saber quién era su patrón, sin que su patrón supiera quién era él. No le atacaba ni el patrón ni marinero alguno por lado que no defendiera perfectamente, ya hablando de Nápoles, ya de Malta, que conocía tan bien como Marsella, y todo con una exactitud que hacía mucho honor a su memoria.

      Así, pues, el genovés fue quien se dejó engañar por Edmundo, al cual favorecía su dulzura, su pericia náutica y en particular su refinado disimulo.

      ¿Quién sabe, además, si el genovés era uno de esos hombres que tienen bastante talento para no saber nunca más que lo que deben saber, ni creer nunca más que aquello que les importa creer? En esta recíproca situación les sorprendió la llegada a Liorna.

      Allí debía intentar Edmundo otra prueba, que era saber si se reconocería a sí mismo, al cabo de catorce años que no se veía. Conservaba una idea muy exacta de lo que había sido cuando joven, e iba a ver lo que era cuando hombre. En concepto de sus camaradas, ya estaba cumplido su voto, y entró en la calle de San Fernando, en casa de un barbero a quien conocía de sus anteriores viajes.

      El barbero vio con asombro a aquel hombre de larga cabellera y de espesa y negra barba, semejante a esas cabezas tan hermosas que pintó Ticiano. En aquella época no se usaban la barba ni el cabello tan largos.

      Cuando Edmundo sintió perfectamente afeitada su barba, cuando sus cabellos quedaron como los llevaban todos comúnmente, pidió un espejo para mirarse.

      Como

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