Cádiz. Benito Perez Galdos
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—Calesero, apresura el paso, que deseo llegar pronto a Cádiz.
—El lamparín no quiere andar.
—¿Qué lamparín?
—El caballo. Le han salido callos en la jerraúra. ¡Ay sé! Este caballo es muy respetoso.
—¿Por qué?
—Muy respetoso con los amigos. Cuando se ve con Pelaítas, se hacen cortesías y se preguntan cómo ha ido de viaje.
—¿Quién es Pelaítas?
—El violín del Sr. Poenco. ¡Ay sé! Si usted le dice a mi caballo: «vas a descansar en casa de Poenco, mientras tu amo come una aceituna y bebe un par de copas», correrá tanto, que tendremos que darle palos para que pare, no sea que con la fuerza del golpe abra un boquete en la muralla de Puerta Tierra.
Gray prometió al calesero refrescarle en casa de Poenco, y al oír esto ¡parecía mentira!, el lamparín avivó el paso.
—Pronto llegaremos—dijo el inglés—. No sé por qué el hombre no ha inventado algo para correr tanto como el viento.
—En Cádiz le aguarda a usted una muchacha bonita. No una, muchas tal vez.
—Una sola. Las demás no valen nada, señor de Araceli... Su alma es grande como el mar. Nadie lo sabe más que yo, porque en apariencia es una florecita humilde que vive casi a escondidas dentro del jardín. Yo la descubrí y encontré en ella lo que hombre alguno no supo encontrar. Para mí solo, pues, relampaguean los rayos de sus ojos y braman las tempestades de su pecho... Está rodeada de misterios encantadores, y las imposibilidades que la cercan y guardan como cárceles inaccesibles más estimulan mi amor... Separados nos oscurecemos; pero juntos llenamos todo lo creado con las deslumbradoras claridades de nuestro pensamiento.
Si mi conciencia no dominara casi siempre en mí los arrebatos de la pasión, habría cogido a lord Gray y le habría arrojado al mar... Hícele luego mil preguntas, di vueltas y giros sobre el mismo tema para provocar su locuacidad; nombré a innumerables personas, pero no me fue posible sacarle una palabra más. Después de dejarme entrever un rayo de su felicidad, calló y su boca cerrose como una tumba.
—¿Es usted feliz?-le dije al fin.
—En este momento sí—respondió.
Sentí de nuevo impulsos de arrojarle al mar.
—Lord Gray—exclamé súbitamente—¿vamos a nadar?
—¡Oh! ¿Qué es eso? ¿Usted también?
—¡Sí, arrojémonos al agua! Me pasa a mí algo de lo que a usted pasaba antes. Se me ha antojado nadar.
—Está loco—contestó riendo y abrazándome—. No, no permito yo que tan buen amigo perezca por una temeridad. La vida es hermosa, y quien pensase lo contrario, es un imbécil. Ya llegamos a Cádiz. Tío Hígados, eche aceite a la lamparilla, que ya estamos cerca de la taberna de Poenco.
Al anochecer llegamos a Cádiz. Lord Gray me llevó a su casa, donde nos mudamos de ropa, y cenamos después. Debíamos ir a la tertulia de doña Flora, y mientras llegaba la hora, mi amigo, que quise que no, hubo de darme nuevas lecciones de esgrima. Con estos juegos iba, sin pensarlo, adiestrándome en un arte en el cual poco antes carecía de habilidad consumada, y aquella tarde tuve la suerte de probar la sabiduría de mi maestro dándole una estocada a fondo con tan buen empuje y limpieza, que a no tener botón el estoque, hubiéralo atravesado de parte a parte.
—¡Oh, amigo Araceli!-exclamó lord Gray con asombro—. Usted adelanta mucho. Tendremos aquí un espadachín temible. Luego, tira usted con mucha rabia...
En efecto; yo tiraba con rabia, con verdadero afán de acribillarle.
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