Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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verdad, la presencia del niño inspiraba a Vronsky los sentimientos de un navegante que comprueba, por la brújula, que sigue una ruta equivocada, sin medios para poderla rectificar, sintiéndose cada vez más extraviado y consciente de que el cambio de dirección equivale a su pérdida.

      Aquel niño con su ingenua mirada representaba en la vida la brújula que les marcaba a Ana y a él el grado de extravío a que sabían haber llegado, aunque se negaran a reconocerlo.

      Sergio no se hallaba en casa. Había salido de paseo, sorprendiéndole la lluvia en pleno campo. Ana había enviado a un criado y a una muchacha a buscarlo y ahora estaba sola, sentada en la terraza, esperándole.

      Vestía un traje blanco con anchos bordados y, hallándose en un ángulo de la terraza, tras las flores, no veía a Vronsky. Inclinando la cabeza de oscuros rizos, sostenía una regadera entre sus hermosas manos ensortijadas que él conocía tan bien.

      La hermosura de su cabeza, de su garganta, de sus manos, de toda su figura, sorprendía siempre a Vronsky como algo nuevo.

      Se detuvo, mirándola arrobado. Pero apenas adelantó un paso ella presintió su proximidad, soltó la regadera y volvió a él su encendido semblante.

      –¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal! –preguntó él en francés, acercándose.

      Habría querido precipitarse hacia ella, pero pensando que podía haber alguien que les observara, miró primero hacia las vidrieras del balcón y se sonrojó, como siempre que se veía obligado a mirar en torno suyo.

      –No. Estoy bien –repuso ella, levantándose y estrechando la mano que le alargaba Vronsky–. Pero no lo esperaba.

      –¡Dios mío, qué manos tan frías! –exclamó él.

      –Me has asustado –dijo Ana–. Estoy sola, esperando a Sergio, que salió de paseo. Vendrán por ese lado.

      A pesar de sus esfuerzos para parecer tranquila, sus labios temblaban.

      –Perdóneme que viniera. No me fue posible pasar un día más sin verla–dijo Vronsky, siempre en francés, para eludir el ceremonioso «usted» y el comprometedor « tú» del idioma ruso.

      –¿Perdonarte el qué? Estoy muy contenta.

      –O se encuentra usted mal o está triste –continuó Vronsky, sin soltar su mano a inclinándose hacia Ana–. ¿En qué pensaba?

      –Siempre en lo mismo –repuso ella, sonriendo.

      Decía la verdad. En cualquier momento en que le preguntaran podía contestar sin faltar a la verdad: pienso en uno, en su felicidad y en su desgracia.

      Ahora mismo, al llegar Vronsky, Ana pensaba precisamente en cómo era posible que a Betsy, por ejemplo (pues estaba enterada de sus relaciones con Tuchskovich), le resultase todo tan fácil, mientras que a ella le era tan penoso.

      Y hoy tal pensamiento la atormentaba particularmente por especiales razones.

      Preguntó a Vronsky sobre las carreras y él, viendo nerviosa a Ana, a fin de distraería, le contó todo lo relativo a los preparativos para el concurso hípico.

      « ¿Se lo digo o no?» , pensaba ella, contemplando los ojos tranquilos y acariciadores de Vronsky. «Se siente tan feliz, tan ocupado con lo de las carreras, que no lo comprendería en su verdadero sentido, no comprendería la significación que encierra este hecho para nosotros… »

      –Aún no me ha dicho usted en qué estaba pensando cuando entré. Dígamelo, se lo ruego –suplicó Vronsky, interrumpiendo su conversación.

      Ana no contestó. Inclinando levemente la cabeza, le dirigía, con la frente baja, la mirada de sus brillantes ojos adornados de largas pestañas.

      Su mano jugueteaba con una hoja y temblaba. Vronsky reparó en ello y en su rostro se expresó aquella sumisión, aquella obediencia ciega que tanto conmovían a Ana.

      –Veo que le pasa algo. ¿Cómo voy a estar tranquilo sabiendo que sufre usted una pena que no comparto? Dígamela, por Dios –insistió.

      «No le perdonaría si no comprendiese toda la importancia de… Vale más callar. ¿A qué probarle?», pensaba Ana, mirándole.

      Y su mano y la hoja temblaban cada vez más.

      –Se lo ruego, por Dios –insistió él.

      –¿Se lo digo?

      –Sí, sí, sí.

      –Estoy embarazada –murmuró Ana lentamente, en voz baja.

      La mano, que jugaba con la hoja, tembló más aún, pero ella no separaba la vista de él para ver cómo recibía la noticia.

      Vronsky palideció; quiso decir algo, pero se interrumpió, soltó la mano de Ana y bajó la cabeza.

      «Sí, ha comprendido toda la importancia de este hecho», pensó Ana con gratitud.

      Y le apretó la mano.

      Pero se engañaba creyendo que él había comprendido toda la importancia de aquella noticia tal como ella la comprendía.

      En efecto, Vronsky, al oírla, experimentó diez veces más fuertemente que de costumbre la sensación de extraña repugnancia que solía poseerle con frecuencia.

      Por otro lado, comprendió que la crisis que él anhelaba había llegado, que era imposible ocultar más los hechos al marido y que de un modo a otro se tenía que acabar por fuerza con aquel estado de cosas.

      Además, la emoción de Ana se comunicó a él casi físicamente. Le dirigió una mirada acariciadora y sumisa, besó su mano, se incorporó y comenzó a pasear por la terraza en silencio.

      –Sí –dijo al cabo, acercándose a ella–. Ni usted ni yo hemos considerado nuestras relaciones como una broma. Y ahora nuestra suerte está decidida. Hay que terminar –dijo, mirando en torno suyo– esta mentira en que vivimos.

      –¿Terminar, Alexey? ¿Y cómo? –preguntó Ana, con voz temblorosa, iluminado el rostro por una débil sonrisa.

      –Abandonando a tu marido y uniendo nuestras vidas.

      –Ya lo están ahora –repuso ella, con voz casi imperceptible.

      –Pero no del todo.

      –¿Y qué podemos hacer, Alexey? Dímelo –repuso Ana, sonriendo con tristeza al pensar en la delicada situación en que se encontraban–. ¿Cómo salir de todo esto? ¿Acaso no soy la esposa de mi marido?

      –Para todo hay salida. Es preciso decidirse –dijo Vronsky–. Cualquier cosa será mejor que vivir de este modo. Yo veo perfectamente cuánto sufres por todo: por el mundo, por tu hijo, por tu marido…

      –Por mi marido, no –dijo Ana con ingenua sonrisa–. No le conozco, no pienso en él, no existe para mí.

      –No dices la verdad. Te conozco. Sufres por él.

      –Además, él no sabe nada –dijo Ana.

      Y de pronto sintió que las mejillas, la frente, el cuello, se le cubrían de rubor.

      Lágrimas

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