Tristán o el pesimismo. Armando Palacio Valdes
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Pertenecía el joven marqués a la colonia veraniega del Escorial. Su madre, la marquesa viuda, poseía un bonito hotel en la parte alta del pueblo y solía venir con su hijo temprano y marchar tarde porque a éste, supuestas sus aficiones, le placía extremadamente la estancia allí. Y su madre le seguiría no sólo a este real sitio, sino a otro infernal si fuera preciso. Pocas veces se había visto una pasión más viva, más frenética que la que esta señora sentía por su hijo. Para ella seguía siendo el mismo niño que arrullaba en la cuna, consolándose de la muerte repentina de su esposo. Decíase burlando entre los veraneantes que seguía acostándole calentándole previamente la cama y haciéndole repetir su oración al santo ángel de la guarda. No sería cierto, pero poco le faltaba. La noble marquesa se consolaba con este hijo no sólo de la pérdida de su esposo, sino también de los sinsabores que le proporcionaba una hija que también tenía. Era ésta mucho mayor que Fernando, casi le doblaba la edad pues no andaba ya muy lejana de los cuarenta: se había casado con el conde de Peñarrubia y estaba hacía algunos años separada de su marido por motivos poco honrosos para ella. Vivía sola en Madrid. Sus aficiones a la sociedad y aun a la galantería, según murmuraban, no encajaban en la austera y piadosa mansión de su madre. Alguna vez venía al Escorial, pero sólo por pocos días, y casi siempre para recabar de la marquesa algún dinero con que hacer sus correrías por San Sebastián y Biarritz. La grave señora no la mentaba nunca y lloraba en secreto la posición equívoca en que se había colocado para mal de su alma y menoscabo de la familia.
Desde la serre pasaron al salón. Se trató de que don Germán les hiciese oír al piano alguna sonata o concierto, pero no lo consiguieron. Aunque dominaba este instrumento como un maestro era muy difícil, por no decir imposible, hacerle tocar delante de gente. Sea modestia o temor de profanar el misterioso encanto que las obras musicales le producían, es lo cierto que sólo le placía tocar a solas. Elena lo sabía bien y por eso hizo señas de que no le molestasen más con sus instancias.
Fue Visita quien se sentó delante del piano. Ella no sabía nada de Chopin ni de Haendel, pero conocía todos los valses y polcas que corrían por Madrid.
—A ver, niños, a bailar. Voy a tocaros el vals de los Pajeles. Marqués, dé usted una vuelta con Clara porque ya sé que Tristán no baila.
El marquesito sin aguardar más tomó de la mano a la joven, la sacó al medio y comenzaron a girar acompasadamente por el amplio salón. Tristán sintió de pronto vivo despecho. La invitación de la ciega le irritó sobremanera porque llovía sobre mojado. Había creído observar desde hacía algún tiempo que el matrimonio de los inválidos guardaba grandes deferencias y una simpatía por extremo afectuosa hacia el marquesito. Y de ello dedujo que no verían con malos ojos que se rompiesen sus relaciones con Clara y que ésta las anudase con aquél. De esto a pensar que trabajaban secretamente para ello no había más que un paso y con su habitual impetuosidad Tristán lo dio inmediatamente. ¡Claro! Los títulos nobiliarios ejercen siempre fascinación sobre los plebeyos. Era necesario vivir prevenido. Lo estaría.
Cuando se hubieron cansado de valses y mazurcas, salieron al patio. Reynoso les mostró de nuevo con orgullo no sólo su maravillosa colección de palomas blancas, sino otra porción de aves y bichos que tenía enjaulados, un águila, una ardilla, un jabalí, etcétera. Admiraron la paciencia y la maestría con que había sabido domesticar a algunos de ellos.
—Este es un prodigio para entenderse con toda clase de bichos—manifestó Elena—. Figuraos que ha llegado a domesticar un bando de gorriones... ¿Os sorprende...? Pues es como lo oís. Un día entraron en nuestra habitación por casualidad. Germán cierra los balcones y no sé qué hace con ellos. Al día siguiente vuelven, y lo mismo. En fin, llegaron a dormir en nuestro gabinete encima de las lámparas. Por la mañana al despertarnos, Germán les gritaba: ¡Chiquitines! Y los pájaros venían volando hasta nuestra cama y se comían el alpiste y los cañamones que tenían preparados en la mesa de noche.
Celebrose con risa esta aptitud singular del amo de la casa. Tristán, pensativo y con acento concentrado, dio la explicación metafísica del fenómeno.
—Hay hombres cuya alma se halla tan próxima a la de la madre naturaleza que apenas parece desprendida de ella. Por eso hablan y entienden el lenguaje de todos los seres vivientes, penetran fácilmente en los limbos obscuros de la animalidad y viven allá adentro como en su propia morada.
—¡Gracias, querido!—exclamó Reynoso poniéndole una mano sobre el hombro—. En pocas y filosóficas palabras me has llamado un animalito de Dios.
—¡Oh, don Germán, no lo tome usted así!—respondió Tristán turbado.
—Tampoco tú debes tomar así mis palabras y ponerte colorado—replicó riendo el indiano—. De todos modos convendrás en que soy un animal inofensivo... ¡Vaya por los que son dañinos!
Entraron en el parque y se diseminaron por él. Tristán y Clara se apartaron del grupo; Reynoso se fue a dar algunas órdenes al jardinero. Elena con Visita, Cirilo y el marquesito entraron en el cenador. Pero al poco rato Elena vino a buscar a Clara para hablarle de un gran lavadero cubierto que su marido proyectaba hacer fuera del jardín; invitaron a Tristán a venir con ellas para ver el sitio, pero se excusó pretextando que tenía más deseos de sentarse que de andar. En realidad estaba preocupado, no podía vencer sus recelos y quería cerciorarse, saber si sus sospechas eran fundadas, qué significaba aquella amistad súbita, aquella ternura que la ciega y el manco mostraban hacia el marquesito del Lago.
Clara y Elena salieron por la puerta de madera del jardín y, sin internarse en el bosque, siguiendo el muro llegaron hasta uno de los ángulos, examinaron el paraje en que se iba a erigir el lavadero y dieron su opinión acerca de él. Pero Elena pronto se distrajo echando miradas codiciosas a una mata de nísperos que crecía un poco más lejos.
—Mira, Clarita, aguárdame un instante...
—¡Elena! ¡Elena! Te van a hacer daño. Hace poco que has comido—repuso la joven riendo.
—¡Dos nada más...! Nada más... No se lo dirás a Germán, ¿verdad...? Me muero por los nísperos...
Y a paso menudo y ligero, un poco temblorosa como quien va a cometer un hurto corrió hacia la mata. Mas al llegar a ella y cuando ya se disponía a comer del fruto prohibido surgió de entre los árboles un hombre, ¿qué diremos un hombre? ¡Un monstruo!
Gastaba zamarra negra, sombrero ancho de fieltro. Las barbas le llegaban hasta el vientre. El color de su rostro era moreno aceitunado, la nariz ancha, los ojos atravesados y todo el conjunto espantable.
Elena al ver al bandido dio un grito penetrante y extendiendo las manos exclamó:
—¡Oh por Dios! ¡Por Dios no me secuestre usted...! Ya le daremos todo el dinero que quiera... Déjeme ir a casa... Le traeré todas mis joyas... Déjeme usted por Dios.
Clara al oír el grito de su cuñada había corrido hacia el sitio y al encontrarse con el bandido se encaró intrépidamente con él.
—¿Cómo...? ¿Qué es eso...? ¿Qué hace usted aquí?
El secuestrador trató de acercarse sonriendo de un modo horrible.
—¡No se acerque usted o le tiro una piedra a la