Obras escogidas. Gustavo Adolfo Becquer
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—Maese Pérez está enfermo—dijo;—la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez es el primer organista del mundo, ni á su muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente...
El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían á aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban á prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.
—¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...
A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.
Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante á detenerle en el lecho.
—No—había dicho;—esta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos á la iglesia.
Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos á la tribuna, y comenzó la Misa.
En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza á elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco á poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fué creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.
Era la voz de los ángeles, que atravesando los espacios, llegaba al mundo.
Después comenzaron á oirse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos á la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos, como un girón de niebla sobre las olas del mar.
Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como á través de una gasa azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia á los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.
De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento.
El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél á quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y trasfigurarse la Hostia.
El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco, y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante á un sollozo, y quedó mudo.
La multitud se agolpó á la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.
—¿Qué ha sucedido? ¿qué pasa?—se decían unos á otros, y nadie sabía responder, y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba á subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.
—¿Qué ha sido eso?—preguntaban las damas al asistente, que, precedido de los ministriles, fué uno de los primeros á subir á la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.
—¿Qué hay?
—Que maese Pérez acaba de morir.
En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron á la tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada á sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.
III
—Buenas noches, mi señora doña Baltasara; ¿también usarced viene esta noche á la Misa del Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla á oir á la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad, desde que murió maese Pérez, parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un santo!... Yo de mí sé decir, que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece... pues en Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos le verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y á idos, no hay amigos... Ahora lo que priva es la novedad... ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita á la iglesia, y de la iglesia á nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice ó déjase de decir... sólo que yo, así... al vuelo... una palabra de acá, otra de acullá... sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades... Pues, sí, señor; parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas; aquel perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de solfa, va á tocar esta Noche-Buena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse á hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y era natural: acostumbrados á oir aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del difunto y como muestra de respeto á su memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre, diciendo que él se atreve á tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación...