La aldea perdida. Armando Palacio Valdés

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La aldea perdida - Armando Palacio Valdés

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de todos disparando cohetes marcha el valeroso Celso. El humo de la pólvora le embriaga; los cantos le alegran; un vértigo delicioso se apodera de su magullada cabeza y por un momento se borran de su mente las dulces memorias de la Bética.

       La misa.

       Índice

      

O no apruebo las ideas de mi sobrino Antero. Hasta ahora hemos vivido á gusto en este valle sin minas, sin humo de chimeneas ni estruendo de maquinaria. La vega nos ha dado maíz suficiente para comer borona todo el año, judías bien sabrosas, patatas y legumbres no sólo para alimentarnos nosotros, sino para criar esos cerdos que arrastran el vientre por el suelo de puro gordos. El ganado nos da leche y manteca y carne si la necesitamos: tenemos castañas abundantes que alimentan más que la borona y nos la ahorran durante muchos días; y esos avellanos que crecen en los setos de nuestros prados producen una fruta que nosotros apenas comemos, pero que vendida á los ingleses hace caer en nuestros bolsillos todos los años algunos doblones de oro. ¿Para qué buscar debajo de la tierra lo que encima de ella nos concede la Providencia, alimento, vestido, aire puro, luz y leña para cocer nuestro pote y calentarnos en los días rigurosos del invierno?

      Así hablaba el capitán D. Félix sentado en el pórtico de la iglesia antes de celebrarse la misa. Se hallaban allí también sentados D. César de las Matas de Arbín, su primo, vecino y propietario de Villoria, quien jamás en su larga vida había dejado un año de oir la misa del Carmen en Entralgo, el tío Goro de Canzana, Martinán el tabernero, Regalado el mayordomo y algunos otros vecinos de la misma gravedad aunque no tan señalados.

      —¿Qué antiguallas estás ensartando ahí, querido primo?—exclamó el Sr. de las Matas con sonrisa irónica.—¡Que somos felices con nuestras castañas y nuestro ganado! No sueltes, por Dios, tales ideas delante de esos señores de la Pola que capitanea tu sobrino Antero, porque no concluirán de reirse de ti. ¿Qué valen nuestros tupidos castañares, ni tus rebaños lucidos, ni este aire puro de la montaña, ni esta luz radiosa que el cielo nos envía delante de esas altas chimeneas que tiñen de negro sin cesar la tierra y el firmamento?...

      Los tertulios sonrieron. D. Félix dejó escapar un bufido desdeñoso. El Sr. de las Matas quedó pensativo unos instantes. La sonrisa que contraía su boca se extinguió. Al cabo exclamó con voz sorda y tono profético:

      —¡Ay de los pueblos que corren presurosos en busca de novedades! ¡Ay de los que, olvidando las pristinas y sencillas costumbres de sus mayores, se entregan á la molicie! ¡Ay de los aqueos! ¡ay de los dorios! El régimen austero, la vida sobria y sencilla que formó á los hombres de Maratón y las Termópilas desaparecerá muy presto. Los productos refinados de la industria, las modas y los deleites corromperán nuestras costumbres, debilitarán luego nuestros cuerpos y no quedarán al cabo más que hombres afeminados y corrompidos, miserables sofistas, despreciables parásitos que escucharán temblando el chasquido del látigo romano.

      Esto dijo D. César de las Matas, el hombre más docto que había producido jamás el valle de Laviana. Vestía frac azul con botón dorado, chaleco floreado, pañuelo de seda negro enrollado al cuello, pantalón ceñido con trabillas y el sombrero blanco de copa alta. Contaría setenta años de edad, alto, enjuto, aguileño, rasurado.

      Todos guardaron silencio respetuoso y miraron con asombro á aquel varón profundo, honra de la comarca que le vió nacer.

      —Sin embargo, aquí el señor capitán va á recibir un buen bocado de indemnización, si como aseguran se abre, para explotar esas minas de Carrio, una vía de hierro. D. Félix tiene ahí muchas propiedades, y no dejarán de cortarle alguna—manifestó Martinán el tabernero, hombre de cuarenta á cincuenta años, espantosamente feo, de ingenio sútil, disputador eterno.

      —Aunque me las cubriesen de monedas de plata no quisiera que tocasen en ellas. El día que escuche silbar por los castañares de Carrio los pitos de esas endiabladas máquinas que llaman locomotoras, será uno de los más tristes de mi vida.

      —¡Alto allá, D. Félix! Esos señores que abren las minas traen muy bien repleta la bolsa al decir de la gente. Bueno será que repartan un poco entre los pobres que aquí estamos. Porque si usted no necesita de ese dinero, hay por aquí muchos infelices á quienes les vendrá muy bien.

      —¿Y piensas tú, botarate—exclamó el capitán con ímpetu,—que esos señores van á traer unos cuantos sacos de doblones y á toque de campana los repartirán como si fuesen avellanas? Ten entendido que cada peseta que aquí dejen os costará bastantes gotas de sudor... Y entre sudar debajo de la tierra ó á la luz del sol, es preferible esto último.

      —No estoy conforme, D. Félix; no estoy conforme con eso—exclamó Martinán disponiéndose placenteramente á entablar la discusión.—El trabajo dentro de una mina, lo he oído decir en Langreo, es menos duro que fuera. En el invierno está allá dentro mucho más caliente; en el verano, más fresco. ¿Quién no tiene miedo en los meses crudos del año á salir á la intemperie? ¿Á quién no le da pena ver en este tiempo á esos pobres segadores debajo de un sol abrasador?

      —Pero están seguros de que no les cae encima la montaña y los entierra como hormigas, y de que el aire no se encenderá para quemarles la cara y las manos. No serán solamente gotas de sudor lo que derramaréis dentro de poco, sino lágrimas, lágrimas bien amargas. ¡Dichosos los que tranquilamente reposan de su trabajo á la fresca sombra de un árbol y comen un pedazo de borona con alegría!

      —En efecto—apuntó gravemente el Sr. de las Matas,—el trabajo expuesto y penoso de las minas no es propio de los hombres libres, tengan ó no derecho de ciudadanía. Pienso que es solamente adecuado para los esclavos tracios y paflagonios, y aun si se quiere, para los periecos, gente ruda por lo regular y cuyas vidas no tienen mucha estimación. Pero tú, amado primo—añadió sonriendo—no eres un hombre de estos tiempos. Debiste nacer en las montañas de la Arcadia feliz, y dejar que tu vida se deslizase lejos del tráfago y estruendo de las ciudades, sonando el dulce caramillo y rindiendo culto á Pan y á las ninfas, coronada la frente de mirto y roble.

      —No quiero otras montañas que esas que me han visto nacer, la Peña-Mea, la Peña-Mayor, el pico de la Vara—replicó el capitán extendiendo el brazo y apuntando á todos los puntos del horizonte.—Pensando en ellas mi corazón se apretaba de angustia al comenzar las batallas, pensando en ellas maldecía de los teatros y los cafés cuando me hallaba de guarnición en Madrid. Todavía recuerdo una noche en que sentado en la butaca de un teatro escuchando cantar cierta ópera me preguntaba el amigo que tenía á mi lado:—«¿Te gusta?»—No—le respondí con rabia;—preferiría ahora estar sentado debajo del corredor emparrado de mi casa oyendo ladrar los perros». También recuerdo otra noche en que al salir del café y retirarme á casa tropecé con tres hombres que iban cantando una de nuestras baladas más conocidas, la del galán d'esta villa. No os podéis figurar, amigos, la alegría y la tristeza que sentí al mismo tiempo. Los seguí como un tonto por más de una hora al través de las calles, y cuando acordé en mí tenía las mejillas bañadas de lágrimas.

      Un murmullo de aprobación corrió por el pórtico de la pequeña iglesia. Todos se alegran de que el capitán no los haya abandonado por los deleites de la ciudad, como habían hecho otros propietarios de Laviana.

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