Tradiciones peruanas. Ricardo Palma
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El orden se había por completo restablecido en Laycacota, y todos los vecinos estaban contentos del buen gobierno y la caballerosidad del justicia mayor.
Pero en 1667, la Audiencia tuvo que reconocer al nuevo virrey llegado de España.
Era éste el conde Lemos, mozo de treinta y tres años, a quien, según los historiadores, sólo faltaba sotana para ser completo jesuíta. En cerca de cinco años de mando, brilló poco como administrador. Sus empresas se limitaron a enviar, aunque sin éxito, una fuerte escuadra en persecución del bucanero Morgán, que había incendiado Panamá, y a apresar en las costas de Chile a Enrique Clerk. Un año después de su destrucción por los bucaneros (1670), la antigua Panamá, fundada en 1518, se trasladó al lugar donde hoy se encuentra. Dos voraces incendios, uno en febrero de 1737 y otro en marzo de 1756, convirtieron en cenizas dos terceras partes de los edificios, entre los que algunos debieron ser monumentales, a juzgar por las ruinas que aun llaman la atención del viajero.
El virrey conde de Lemos se distinguió únicamente por su devoción. Con frecuencia se le veía barriendo el piso de la iglesia de los Desamparados, tocando en ella el órgano, y haciendo el oficio de cantar en la solemne misa dominical, dándosele tres pepinillos de las murmuraciones de la nobleza, que juzgaba tales actos indignos de un grande de España.
Dispuso este virrey, bajo pena de cárcel y multa, que nadie pintase cruz en sitio donde pudiera ser pisada; que todos se arrodillasen al toque de oraciones; y escogió para padrino de uno de sus hijos al cocinero del convento de San Francisco, que era un negro con un jeme de jeta y fama de santidad.
Por cada individuo de los que ajusticiaba, mandaba celebrar treinta misas; y consagró, por lo menos, tres horas diarias al rezo del oficio parvo y del rosario, confesando y comulgando todas las mañanas, y concurriendo al jubileo y a cuanta fiesta o distribución religiosa se le anunciara.
Jamás se han vista en Lima procesiones tan espléndidas como las de entonces; y Lorente, en su Historia, trae la descripción de una que se trasladó desde palacio a los Desamparados, dando largo rodeo, una imagen de María que el virrey había hecho traer expresamente desde Zaragoza. Arco hubo en esa fiesta cuyo valor se estimó en más de doscientos mil pesos, tal era la profusión de alhajas y piezas de oro y plata que lo adornaban. La calle de Mercaderes lució por pavimento barras de plata, que representaban más de dos millones de ducados. ¡Viva el lujo y quien lo trujo!
El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade, conde de Lemos, marqués de Sarria y de Gátiva y duque de Taratifanco, que cifraba su orgullo en descender de San Francisco de Borja, y que, a estar en sus manos, como él decía, habría fundado en cada calle de Lima un colegio de Jesuítas, apenas fué proclamado en Lima como representante de Carlos II el Hechizado, se dirigió a Puno con gran aparato de fuerza y aprehendió a Salcedo.
El justicia contaba con poderosos elementos para resistir; pero no quiso hacerse reo de rebeldía a su rey y señor natural.
El virrey, según muchos historiadores, lo condujo preso, tratándolo durante la marcha con extremado rigor. En breve tiempo quedó concluída la causa, sentenciado Salcedo a muerte, y confiscados sus bienes en provecho del real tesoro.
Como hemos dicho, los jesuítas dominaban al virrey. Jesuíta era su confesor el padre Castillo, y jesuítas sus secretarios. Las crónicas de aquellos tiempos acusan a los hijos de Loyola de haber contribuido eficazmente al trágico fin del rico minero, que había prestado no pocos servicios a la causa de la corona y enviado a España algunos millones por el quinto de los provechos de la mina.
Cuando leyeron a Salcedo la sentencia, propuso al virrey que le permitiese apelar a España, y que por el tiempo que transcurriese desde la salida del navío hasta su regreso con la resolución de la corte de Madrid, lo obsequiaría diariamente con una barra de plata.
Y téngase en cuenta no sólo que cada barra de plata se valorizaba en dos mil duros, sino que el viaje del Callao a Cádiz no era realizable en menos de seis meses.
La tentación era poderosa, y el conde de Lemos vaciló.
Pero los jesuítas le hicieron presente que mejor partido sacaría ejecutando a Salcedo y confiscándole sus bienes.
El que más influyó en el ánimo de su excelencia fué el padre Francisco del Castillo, jesuíta peruano que está en olor de santidad, el cual era padrino de bautismo de don Salvador Fernández de Castro, marqués de Almuña e hijo del virrey.
Salcedo fué ejecutado en el sitio llamado Orcca-Pata, a poca distancia de Puno.
III
Cuando la esposa de Salcedo supo el terrible desenlace del proceso, convocó a sus deudos y les dijo:
—Mis riquezas han traído mi desdicha. Los que las codician han dado muerte afrentosa al hombre que Dios me deparó por compañero. Mirad cómo le vengáis.
Tres días después la mina de Laycacota había dado en agua, y su entrada fué cubierta con peñas, sin que hasta hoy haya podido descubrirse el sitio donde ella existió.
Los parientes de la mujer de Salcedo inundaron la mina, haciendo estéril para los asesinos del justicia mayor el crimen a que la codicia los arrastrara.
Carmen, la desolada viuda, había desaparecido, y es fama que se sepultó viva en uno de los corredores de la mina.
Muchos sostienen que la mina de Salcedo era la que hoy se conoce con el nombre del Manto. Este es un error que debemos rectificar. La codiciada mina de Salcedo estaba entre los cerros Laycacota y Cancharani.
El virrey, conde Lemos, en cuyo período de mando tuvo lugar la canonización de Santa Rosa, murió en diciembre de 1673, y su corazón fué enterrado bajo el altar mayor de la iglesia de los Desamparados.
Las armas de este virrey eran, por Castro, un sol de oro sobre gules.
En cuanto a los descendientes de los hermanos Salcedo, alcanzaron bajo el reinado de Felipe V la rehabilitación de su nombre y el título de marqués de Villarrica para el jefe de la familia.
RACIMO DE HORCA
crónica de la época del vigésimo virrey del perú
I
Mi buen amigo y alcalde don Rodrigo de Odría:
Hanme dado cuenta de que, en deservicio de Su Majestad y en agravio de la honra que Dios me dió, ha delinquido torpemente Juan de Villegas, empleado en esta Caja real de Lima. Por ende procederéis, con la mayor presteza y cuidando de estar a todo apercibido y de no dar campo para grave escándalo, a la prisión del antedicho Villegas, y fecha que sea y depositado en la cárcel