Cazador de almas. Alex Kava
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Ella cerró los ojos y suspiró. ¡Maldito fuera! No quería oír todo aquello. Cuando abrió los ojos, él le estaba sonriendo.
–¿Por qué no vienes conmigo? Puedo esperarte mientras te arreglas.
–No, Greg.
–He quedado con mi hermano Mel y con su nueva mujer. Vamos a tomar una copa en su hotel.
–Greg, no…
–Vamos, ya sabes que Mel te adora. Seguro que le encantará verte.
–Greg… –quería decirle que parara, que seguramente jamás volvería a salir con Mel y con él. Su matrimonio había acabado. No había marcha atrás. Pero aquellos ojos grises y acuosos parecían convertir su enojo en tristeza. Pensó en Delaney y en Karen, su mujer, que odiaba la profesión de su marido tanto como Greg la de ella. Así que se limitó a decirle:
–Tal vez en otra ocasión, ¿de acuerdo? Es tarde y esta noche estoy hecha polvo.
–De acuerdo –contestó él, titubeando.
Por un instante Maggie pensó con preocupación que tal vez intentara besarla. Greg le miró la boca, y ella sintió que su espalda se erguía contra el quicio de la puerta. Sin embargo, en ese momento de vacilación se dio cuenta de que no podría soportar que la besara, y aquella certeza la sorprendió. ¿Qué coño le pasaba? No había por qué preocuparse, sin embargo. Los gruñidos de Harvey volvieron a atajar cualquier acercamiento.
Greg se puso de nuevo alerta, miró a Harvey con mala cara y luego sonrió a Maggie.
–Por lo menos, con él estás segura –se dio la vuelta para marcharse y luego volvió a girarse–. Ah, casi se me olvidaba –dijo, y se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un papel roto y arrugado–. Esto debe de haberse volado de tu cubo de basura. Hoy el viento ha estado haciendo de las suyas.
Le entregó varios folletos rajados, trozos de los recibos de su tarjeta de crédito y la factura de su suscripción a la revista Smart Money.
–Tal vez debas cambiar la tapa del cubo –dijo él.
Típico de Greg, siempre tan práctico, incapaz de dejar pasar la ocasión de darle un consejo o rectificarla.
–¿Dónde has encontrado esto?
–Debajo de ese arbusto –señaló el laurel que había junto a un lado de la casa mientras se acercaba a su coche–. Adiós, Maggie.
Ella vio que la saludaba con la mano y aguardó a que se montara en el coche. Sabía que, como de costumbre, se miraría en el retrovisor y se pasaría la mano por el pelo, ya perfecto, antes de arrancar. Esperó a que su coche se perdiera calle abajo, y luego agarró la correa de Harvey y rodeó el garaje. Las luces conectadas al detector de movimiento se encendieron al instante, mostrando dos cubos de basura de acero galvanizado, alineados en el lugar exacto en que los había dejado, uno junto al otro, al lado de la pared del garaje. Las tapas de ambos estaban intactas.
Miró de nuevo aquellos fragmentos de papel arrugado. Los papeles importantes los hacía pedazos, así que no tenía por qué preocuparse. Tenía mucho cuidado. Pero aun así resultaba inquietante saber que alguien se hubiera tomado la molestia de hurgar en su basura. ¿Qué demonios esperaban encontrar?
15
Washington D. C.
Ben Garrison dejó caer la mochila junto a la puerta de su apartamento. Algo olía mal. ¿Otra vez había olvidado sacar la puta basura?
Se desperezó con un gruñido. Le dolía la espalda y tenía jaqueca. Se frotó el bulto de la sien derecha. Le sorprendió un poco que aún siguiera allí. ¡Mierda! Le dolía de cojones. Pero al menos se lo tapaba el pelo. A él lo mismo le daba. Pero odiaba que la gente se metiera donde no la llamaban. Como esa vieja bocazas del metro que iba sentada a su lado. La tía apestaba tanto que había tenido que bajarse del vagón antes de tiempo y tomar un taxi para recorrer lo que quedaba del camino, lujo éste que rara vez se permitía. Los taxis eran para pardillos.
Ahora lo único que quería era meterse en la cama, cerrar los ojos y dormir. Pero no podría hacerlo hasta que supiera si había hecho alguna foto decente. Joder, dormir también era para pardillos.
Agarró la mochila y desparramó su contenido sobre la encimera de la cocina. Sus grandes manos atraparon tres cilindros antes de que cayeran rodando por el borde. Luego comenzó a clasificar los carretes de acuerdo con las fechas y horas que había marcadas en sus tapas.
De los siete rollos, cinco eran de ese día. No se había dado cuenta de que había hecho tantas fotos, a pesar de que la luz seguía siendo un problema. La iluminación de los monumentos era demasiado desabrida en ciertos lugares y demasiado apagada en otros. Ben se hallaba con frecuencia en los rincones oscuros, entre las sombras, donde detestaba usar el flash, pero lo usaba de todos modos. Por lo menos los nublados de esa mañana habían desaparecido. Tal vez su suerte estuviera cambiando.
En aquel negocio se dejaban demasiadas cosas al azar. Él intentaba eliminar en lo posible todos los obstáculos. Pero, por desgracia, la oscuridad era la oscuridad, y a veces ni siquiera la película de alta velocidad ni los infrarrojos –aquel ridículo invento– podían atravesar la espesura de las sombras.
Recogió los carretes y se dirigió al armario empotrado que había transformado en cuarto oscuro. De pronto le sobresaltó el teléfono. Vaciló, a pesar de que no tenía intención de responder. Había dejado de contestar al teléfono hacía meses, cuando comenzaron las llamadas ofensivas. Aun así esperó, atento, mientras saltaba el contestador automático y la voz telemática daba instrucciones a quien llamaba para que dejara un mensaje tras oír la señal.
Se preparó, preguntándose qué estupidez soltarían esta vez. Pero una voz de hombre que le resultaba familiar dijo:
–Garrison, soy Ted Curtis. Tengo tus fotos. Son buenas, pero no muy distintas a las de mis chicos. Necesito algo distinto, algo que no esté haciendo nadie más. Llámame cuando tengas algo, ¿vale?
A Ben le dieron ganas de tirar los carretes contra la pared. Todo el mundo quería algo distinto, una puta exclusiva. Hacía casi dos años que sus fotografías de unas vacas muertas a las afueras de Manhattan, Kansas, hicieron saltar la noticia de una posible epidemia de ántrax. Antes de eso, había tenido una buena racha, y hasta parecía que Suerte era su segundo nombre. O, al menos, así era como se explicaba él el hecho de haberse hallado junto al túnel en el que se estrelló el coche de la princesa Diana. ¿Y acaso no era también cuestión de suerte el haber estado en Tulsa el mismo día del atentado de Oklahoma City? En cuestión de horas estaba allí, haciendo fotos exclusivas y enviándolas por cable al mejor postor.
Después de eso, durante varios años, todo cuanto fotografiaba parecía volverse de oro, y los periódicos y las revistas le reclamaban sin descanso. A veces sólo llamaban para ver qué tenía disponible esa semana. Iba donde quería y fotografiaba cuanto le interesaba, desde enfrentamientos entre tribus africanas a ranas con patas que les salían de la puta cabeza. Y todo se lo quitaban de las manos en cuanto revelaba los negativos por el único motivo de que eran fotografías suyas.
Después, las cosas cambiaron. Tal vez se le había agotado la suerte. Estaba hasta los huevos de desvivirse por estar en el sitio preciso en el momento justo. Harto de esperar que sucediera algo. Tal vez fuera hora de tomar cartas en el asunto. Estrujó los carretes. Ojalá