Dios en Sarajevo. Gerardo López Laguna
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La Segunda Guerra Mundial agudizaría la tragedia. Yugoslavia es invadida por las tropas del Tercer Reich y en aquellas naciones ocupadas, como en otros lugares de Europa, se dará el fenómeno tanto de la resistencia como de la colaboración. La Alemania nazi reconoce la independencia de Croacia, organizando un Estado títere al frente del cual está un dirigente fascista, Ante Pavelic. Los chetniks, nacionalistas serbios, se dividen ante el invasor. Mientras muchos colaboran, otros tantos luchan contra las tropas de ocupación liderados por el general Mijailovic, lo cual no le sirvió para evitar su ejecución al final de la guerra acusado, precisamente, de colaboracionismo con los alemanes. Eslovenia también sufrió una profunda división en su seno.
Entre las diversas facciones ideológicas que lucharon contra la ocupación pronto destacaron los comunistas, dirigidos por Tito, nombre por el que se hacía conocer este político croata llamado Josip Broz. Este hombre encontró apoyo mayoritario en Serbia, Bosnia y Montenegro, y sus victorias militares propiciaron el apoyo de los aliados a su persona en detrimento del general Mijailovic.
El régimen fascista de Pavelic fue protagonista de un auténtico genocidio contra la población serbia, además de perseguir implacablemente a judíos y gitanos. Cuando finalizó la contienda, en los primeros años de la posguerra, la represión organizada por Tito también tuvo visos de genocidio, sobre todo en Croacia y en Eslovenia.
Es importante retener estos someros pero significativos datos, porque la guerra de 1992 hizo que se abrieran todas estas viejas heridas de un modo explícito: en la propaganda de las facciones que lideraban a los respectivos pueblos en lucha se hacía referencia a los sufrimientos padecidos durante la Segunda Guerra Mundial.
El régimen de Tito quiso resucitar la vieja idea de la unidad nacional yugoslava. Bajo el amparo del partido comunista se creo la nueva República Federal Socialista de Yugoslavia, que agrupaba a seis repúblicas (Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia, Montenegro y Macedonia), más dos «regiones autónomas» (Voivodina y Kosovo) dependientes de la república de Serbia. La unidad parecía una realidad... Verdaderamente fue un artificio que no llegó a los 50 años de vida. Eliminada la pluralidad política, tan sólo pequeños grupos independentistas, reprimidos con dureza, dieron voz a algo que estaba latente en la generalidad de la población y que después estallaría con virulencia. El supuesto federalismo no podía ocultar el afán centralista serbio y las consecuentes ansias de muchos por liberarse de él.
Las diferencias entre esos pueblos eran numerosas. Entre otras, existían confesiones religiosas secularmente enfrentadas. Mientras la población de Serbia, Montenegro y Macedonia era mayoritariamente ortodoxa, en Croacia y Eslovenia predominaban masivamente los católicos. Bosnia estaba repartida entre serbo-bosnios ortodoxos, musulmanes, y en menor proporción, croatas católicos. Voivodina era mayoritariamente ortodoxa, pero tenía una significativa minoría católica. Kosovo era en su mayoría de población musulmana...
Estas diferencias religiosas reflejaban respectivamente las diversas pertenencias nacionales. Toda las repúblicas y regiones tenían minorías de otros pueblos pero en algunos casos las proporciones eran muy significativas: en Macedonia había muchos de origen albanés y turco, en Voivodina, una gran población de cultura nacional húngara. La división más significativa, sin embargo, la representaba Bosnia. Allí, los «musulmanes» (herencia de la larga permanencia turca en toda la región) constituían una verdadera nacionalidad, fuesen creyentes o no.
Las diferencias religiosas y nacionales también lo eran culturales. La mayoría eran eslavos, salvo los habitantes no serbios de Kosovo, de origen albanés (descendientes de los ilirios), y las ya mencionadas minorías de Macedonia, más los húngaros de Voivodina. Pero incluso entre los eslavos se manifestaba esta diversidad: una misma lengua, dividida, como tantas otras, por modismos y acentos, pero sobre todo por una diferencia en el uso del alfabeto: en algunas zonas se usaba el latino y en otras el cirílico.
Lo que pudo servir a los hombres para enriquecerse mutuamente, para aprender a respetarse y acoger las diversidades como un don a fin de entonar de modo polifónico la realidad de que todos somos hijos de Dios... a muchos sirvió, por el contrario, para desconocerse, odiarse y oprimirse entre sí.
Tito murió en mayo de 1980, pero el régimen continuó vivo hasta poco después de la caída del muro de Berlín. Efectivamente, en enero de 1990 se disuelve la llamada Liga de los Comunistas. Como una olla a presión, todas las tensiones acumuladas durante años, todas las esperanzas verdaderas o falsas, estallaron pronto. En 1991 declaran su independencia Croacia, Eslovenia, Macedonia y Bosnia. Esta última nación lo hizo tras un referéndum celebrado en octubre de 1991 en el que la inmensa mayoría de croatas y musulmanes, temerosos de la hegemonía serbia, votaron afirmativamente a la creación de un estado independiente.
Ahora ya nos podemos situar en el contexto en el que se desarrollaron aquellas iniciativas de paz en las que participó Gerardo, el autor de esta crónica. El todavía conocido como Ejército Popular Yugoslavo (desde la época de Tito, prácticamente «ejército serbio») intentó frenar con las armas estos procesos independentistas. En Eslovenia se retiraron tras diez días de enfrentamiento, pero en Croacia fue ocupada militarmente una gran porción de territorio, la región de Krajina, que mantuvieron bajo dominación político-militar hasta 1995. En Bosnia la situación se complicó más. El 4 de febrero de 1992 aparecen los primeros encuentros armados en la ciudad de Mostar, y en abril de ese año, el ejército serbio sitia la capital, Sarajevo. El asedio durará mas de tres años. Rodeada la ciudad por milicias serbo-bosnias, la población de mayoría musulmana, en alianza con la minoría croata y con algunos serbios a título individual, resistirá el cerco.
En el resto de Bosnia croatas y musulmanes, enfrentados a los serbios, combatirán también entre sí. Tanto en Bosnia como en Croacia, la población serbia estableció gobiernos propios apoyados por Belgrado. En Bosnia, la llamada «República Serbia de Bosnia», cuyo presidente era Radovan Karadzic, fijará su capital en Pale, en los alrededores de Sarajevo.
La guerra fue tremenda. Todas las facciones aplicaron en uno u otro momento, en uno u otro lugar, medidas de exterminio y deportación en lo que se conoció como «limpieza étnica». Las poblaciones civiles fueron atacadas sistemáticamente. No sólo mediante bombardeos, sino en verdaderas cacerías humanas que protagonizaron los francotiradores, y en asaltos directos, sobre todo en las aldeas, en los que se hicieron toda clase de atentados crueles contra la vida y la dignidad humanas: degüellos, decapitaciones, fusilamientos en masa... y violaciones organizadas. No se respetó a nadie: mujeres, ancianos y niños, incluso bebés, fueron víctimas de los odios étnicos. Se asesinó a enfermos y heridos en los hospitales, se crearon campos de concentración en los que se cometieron crímenes, se torturó a detenidos militares o civiles. Se dañó moralmente al enemigo destruyendo sus templos y los símbolos de su fe.
Sarajevo, la ciudad donde transcurre la mayor parte de esta crónica, sufrió, como veremos, todos estos horrores. Además padeció hambre, falta de medicinas y corrupción, fenómeno que se disparó en toda la zona con ocasión de la guerra.
La comunidad internacional también se dividió a causa de la contienda. Posteriores investigadores han sacado a la luz —sin fruto visible pues no hemos contemplado ni examen de conciencia ni propósito de enmienda— los numerosos intereses vergonzosos que ocultaban los posicionamientos de unos y de otros a la hora de tomar postura o de cuándo tomarla. Estos mismos intereses propiciaron el tipo de información que recibían los ciudadanos del resto del mundo. Pero esto es ya otra historia.
Los sentimientos que fundamentaban los temores de aquellos pueblos,