Tu rostro buscaré. Fundación José Rivera
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En su búsqueda espiritual y existencial, percibió los signos de la vocación al sacerdocio; para ello cursó los estudios de filosofía en Comillas y los de teología en Salamanca, donde, en 1951, consiguió la licencia. El 4 de abril de 1953 fue ordenado sacerdote en la capilla del Arzobispado.
Desarrolló con celo el ministerio pastoral asumiendo diversos cargos en Salamanca, Palencia y Toledo. De manera más específica, fue director espiritual de generaciones enteras de seminaristas de cualquier parte de España. Fue también profesor de teología dogmática, además de confesor y director espiritual, en el Seminario Mayor de su Archidiócesis.
La vida de oración, penitencia y estudio fueron los ingredientes de su eficaz dirección espiritual y de su múltiple actividad en la predicación de tandas de ejercicios espirituales, conferencias y retiros en toda la nación. Fue también escritor fecundo, publicando varios libros de carácter ascético y espiritual.
El ejercicio constante de las virtudes es testimonio manifiesto de una existencia dedicada enteramente al seguimiento de Cristo. El Cardenal Marcelo González Martín llegó a afirmar que «su fe, esperanza y caridad eran en él visibles, vivas y ardientes». Su generosidad se puso de manifiesto de manera plena y total en su constante y extensa ayuda en favor de numerosos pobres y marginados, entre los que se encontraban los gitanos.
En la vida del Siervo de Dios se manifiestan dos momentos de crisis, que él superó madurando una particular intensidad espiritual. El primero tuvo lugar a los diecisiete años, cuando José, vencido por la desazón, llegó a pensar incluso en el suicidio. El segundo, a los cuarenta y cinco años, cuando era padre espiritual en el seminario de Palencia, al constatar desviaciones en el postconcilio sobre todo en el ámbito litúrgico. En estas y otras situaciones él continuó “esperando contra toda esperanza”; más aún, su esperanza no tenía límites, llegando un día a decir: «Nunca, ni siquiera en las peores circunstancias, he dejado de esperar a llegar a la plena santidad».
En la Navidad de 1988 ofreció su vida, con voto de víctima, por la conversión de un sacerdote que estaba en crisis y que luego volvió al ministerio. Esta experiencia corresponde al carácter específicamente sacerdotal que el Siervo de Dios vivió en su espiritualidad y que trató de transmitir a sus compañeros en el sacerdocio, siendo para todos ellos un límpido punto de referencia en el compromiso pastoral.
Su vida de sacerdote y de educador puede ser un extraordinario ejemplo de fidelidad al Evangelio, siempre obediente al magisterio de la Iglesia, humilde y caritativa en todas sus circunstancias. Tuvo fama de santidad entre los sacerdotes, seminaristas y fieles.
Murió el 25 de marzo de 1991. Su cuerpo, por explícita voluntad suya, fue donado al Instituto de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid. Este deseo tuvo sus motivaciones en su espíritu de pobreza, para que se ahorraran los gastos del funeral; en la humildad, para que nadie pudiese saber dónde se encontraba y, sobre todo, en la caridad, para que su cuerpo pudiese ser útil incluso después de muerto, gesto extremo de toda una vida comprometida en el amor al prójimo. Sin embargo, dos años después, sus restos mortales fueron consignados al Arzobispo de Toledo y sepultados en la capilla del Seminario de Santa Leocadia en su Archidiócesis.
En virtud de la fama de santidad, del 21 de noviembre de 1988 al 21 octubre del 2000, en la Curia eclesiástica de Toledo se celebró el Proceso Diocesano, cuya validez jurídica fue reconocida por esta Congregación con decreto del 18 de enero del 2002. Preparada la Positio, se discutió, según el procedimiento habitual, si el Siervo de Dios ejerció en grado heroico las virtudes. Con éxito positivo, el 23 de abril del 2010 se celebró el Congreso Peculiar de los Consultores Teólogos. Los Padres Cardenales y Obispos en la Sesión Ordinaria del 29 de septiembre del 2015, presidida por mí, Card. Angelo Amato, han reconocido que el Siervo de Dios ha ejercitado en grado heroico las virtudes teologales, cardinales y anexas.
Finalmente, hecha una cuidadosa relación de todas estas cosas al Sumo Pontífice Francisco por el que suscribe, Arzobispo Prefecto, Su Santidad, aceptando los votos de la Congregación de las Causas de los Santos y ratificándolos, en el día de hoy declaró que: Sí consta del ejercicio de las virtudes teologales Fe, Esperanza y Caridad, tanto en Dios como en el prójimo, así como de las cardinales Prudencia, Justicia, Templanza y Fortaleza, y de sus anexas, practicadas en grado heroico, por el Siervo de Dios José Rivera Ramírez, Sacerdote Diocesano, para el caso y el efecto del que se trata.
El Sumo Pontífice ordenó, finalmente, que este Decreto se hiciese público y que fuese consignado en las Actas de la Congregación de las Causas de los Santos.
Dado en Roma, el día 30 de septiembre a. D. 2015.
ANGELUS Card. AMATO, S. D. B.
Praefectus
+ MARCELLUS BARTOLUCCI
Archiep. tit. Mevaniensis
a Secretis
Homilía de la Misa de Acción de Gracias por la declaración de Venerable de don José Rivera, por don Braulio Rodríguez Plaza
Santa Iglesia Catedral Primada.
Domingo 25 de octubre de 2015
Las virtudes heroicas de don José Rivera nos reúnen en la Catedral en una Misa de acción de gracias por su persona. El que tantos de ustedes han conocido ha sido declarado por el papa Francisco “digno de veneración”. Él ha vivido todas las virtudes evangélicas en grado heroico. Cuando el Señor quiera, don José será proclamado “beato” por la autoridad de la Iglesia y podremos tributar ese culto público que se reserva a los bienaventurados y, más tarde, cuando llegue la canonización, el que reciben los santos. Hay en nosotros una cierta repugnancia a ser considerados “santos”, como san Pablo llamaba a los cristianos de las distintas comunidades. ¿Por qué este rechazo interior? Primero, porque nos conocemos y reconocemos un tanto desalentados que dejamos mucho que desear. Pero, en nuestra más íntima interioridad, la repugnancia puede venir también porque no hemos entendido del todo qué es eso de ser santos. Consideramos con frecuencia que ello no merece la pena; que no nos realiza como personas, ya que se llama santos a gentes sin relieve, aburridos, que se ocupan de actividades que no llenan. ¡Qué enorme equivocación! ¡Qué turbación ha introducido la cultura dominante en nuestra Iglesia!
Los santos son los que conocen a Cristo, han entendido lo que vale la vida que nos ha traído con el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, y viven como Él, alimentando su vida por el Evangelio. En principio, santos somos todos los cristianos, si hemos apreciado la perla preciosa de la vida cristiana, el tesoro escondido que se nos da en la Iniciación cristiana y que renovamos constantemente. Eso sí, hay que ser muy lúcidos y saber que donde más nos separamos los cristianos de la cultura que domina nuestra sociedad es en la manera de concebir la vida y de considerar la muerte. Cómo hay que entender la vida está reflejado claramente en vivir nosotros las bienaventuranzas que san Mateo ha reunido al inicio del Sermón de la Montaña. Ser bienaventurado es ser feliz. ¿No queremos ser felices? Pues ahí tenemos una manera muy práctica de serlo. El primer bienaventurado, feliz, es Jesús, porque su vida es cara a Dios y para los demás y por eso es pobre, y manso, y llora, y tiene hambre y sed de justicia, y misericordioso, limpio de corazón, y trabaja por la paz y es perseguido por causa de la justicia.
Don José sabía bien que la santidad es la sustancia de la vida cristiana. Es cierto, porque la idea de que el santo no