Hagamos las paces. Marie Estripeaut-Bourjac

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Hagamos las paces - Marie Estripeaut-Bourjac Estudios Culturales

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      La propuesta es pasar de la paz del gobierno y los políticos, al hacer las paces entre todos. Cada uno tiene que hacer las paces con su memoria y su futuro, con su comodidad y sobrevivencia. Debemos comenzar por nosotros mismos, nuestro lugar en esta historia de guerra y el futuro de paz que nos tocó en destino. Y ahí aparece una frase muy nuestra, muy de los amigos y de la familia, esa de cuando dos o más se “enemistan”, se “pelean”, se “molestan”. Los demás les decimos “¿y por qué no hacen las paces?”. Uno va y con cariño le dice al otro hagamos las paces” y se pone a conversar, vuelve la alegría y la sonrisa; el afecto renace y nos sentimos alivianados en cuerpo y alma.

      Hacer las paces, porque todos tuvimos existencia en la guerra y todos vamos a tener que participar de la fiesta de la paz, y porque no es una única paz, sino muchas formas de hacer las paces, muchas maneras de amistarnos y gozarnos con el otro y con nosotros mismos. Dejemos el orgullo y hagamos las paces, este es un sentimiento mejor que el odio, más liviano y gozoso que la venganza, y más cercano a lo que somos los colombianos en una tierra de alegría. Más que perdonar, hagamos las paces… comenzando por hacerla con el lenguaje, con uno mismo, con el país, con el amor, con la política, con la justicia, con el Estado. Hagamos las paces como lo sabe hacer el pueblo: narrando y poniendo el cuerpo, porque “quien no cuenta está muerto” y “pobre es quien no baila”. Si reconocemos que somos todos los que hacemos las paces, dejaremos de ser ese zombi en que nos hemos convertido y reviviremos, nos activaremos y nos convertiremos en parte de este nuevo relato y mito fundador de Colombia que nos exige imaginación simbólica, narrativa y emocional.

      Hacer las paces significa pasar de las narrativas del pasado basadas en el odio y la venganza a las narrativas del futuro que se localizan en la alegría y el pasarla mejor. Se trata de diluir el moralismo maniqueo de buenos y malos para ingresar en la ambigüedad que es el otro, proveer mínimos de confianza y tejer colectivo, pasar de interpelar al ciudadano como espectador del destino de Colombia para activarlo por la paz y la convivencia entre diversos.

      En el horizonte de la comunicación y la narración, la paz significa diversificar los reconocimientos sobre lo que hemos venido siendo y sobre cómo nos hemos venido contando, producir un relato que restituya los sentidos de vida de los “matables” y “los sobrevivientes”, disputar la enunciación pública desde los territorios. Necesitamos muchos relatos de ficción que nos hagan imaginables los futuros del hacer las paces. Y ahí es cuando el arte aparece como lo que siempre ha sido: una acción subversiva de figurarse de otros modos, en otros estilos, en nuevas lógicas, en otros destinos de ser sujeto y colectivo.

      Este libro recoge esos diversos modos en que el arte llega, perturba, conmueve y propone ese país que no conocemos, ese donde hacemos las paces entre culturas, familias, regiones, historias y futuros. Este libro es una propuesta para hacer las paces en la Colombia de hoy.

      Notas

      1 Periodista, académico, ensayista y editor colombiano en temas de periodismo, medios, cultura, entretenimiento y comunicación política. Profesor asociado de la Universidad de los Andes (Colombia). Analista de medios de El Tiempo. Ensayista de la revista digital 070. Consultor en comunicación para la Fundación Friedrich Ebert. [email protected]

       Introducción

       LA PAZ: EL COMPROMISO MAGNO DEL ARTE COLOMBIANO ACTUAL

      Marie Estripeaut-Bourjac1

      Para dos loros del pueblo de Barú (Bolívar) que repetían “Guerra y Pa”, incapaces de completar la palabra ‘paz’2.

      Este libro se inscribe en la dinámica de una nueva línea en el campo de los Estudios latinoamericanos interesada en las relaciones entre prácticas estéticas y prácticas sociales, particularmente en casos de conflictos armados3. Por esta razón, la experiencia de violencia política y social de la parte hispanohablante del continente americano se revela valiosísima para la construcción de una memoria común de la inhumanidad. Pensamos, por lo mismo, que, a partir de la experiencia colombiana, se pueden “aportar elementos de reflexión nuevos en vista de una renovación de la temática teórica general de las relaciones entre arte y política” (Gómez, 2010, p. 2). La presente publicación se inscribe, así, en esta nueva dinámica de estudios, contribuyendo a la temática de la relación de las prácticas artísticas con la sociedad y la política.

      Debido a la continuidad y persistencia en el tiempo del fenómeno aquí abordado, este libro no pretende, ni mucho menos, agotar el tema. Así, si tomamos el caso de la literatura, es innegable que, en Colombia, dar cuenta de la violencia secular y endémica que la asola forma parte de su tradición literaria. Al respecto, hace ya unos años, Karl Kohut opinaba que, si hubiese que establecer una diferencia entre la literatura colombiana y la de los demás países del continente, muchos dirían que se trata de la presencia de la violencia (1994, p. 11).

      No se trata tampoco de establecer una continuidad en la historia de la cultura de la violencia. Esto ya lo hizo el sonado catálogo de la exposición Arte y violencia en Colombia desde 1948, realizada en 1999 en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, dando cuenta de cómo el arte colombiano ha retranscrito la violencia desde 1948 hasta 1999: “[…] toda esta exposición es un documento irrefutable de lo sucedido en nuestro país desde 1948” (Medina, 1999, p. 100). Allí se demuestra también cómo toda una generación de artistas y de intelectuales se dedicó a edificar una memoria contra la impunidad y la amnesia.

      Es irrefragable el impacto producido por el conjunto de obras de la mencionada exposición, ya que, si una obra constituye un signo, una muestra colectiva tiene la fuerza de la evidencia. Esta sucesión de cuerpos martirizados nos trae a la mente los escritos de Jorge Zalamea (1978), quien le dio al arte un papel de testimonio, pero también nos revela el desconcierto y la sensación de impotencia que debieron de experimentar durante decenios tanto los artistas como la sociedad en su conjunto ante tantas vidas sacrificadas.

      Por esta razón y por algunos factores coyunturales que veremos más adelante, la presente publicación propone un acercamiento diferente a la actual producción artística colombiana y, en vez de hablar del arte solo en términos de violencia, lo hará pensando en la paz, es decir, dejando entrever o proponiendo una sociedad cuyas relaciones entre los seres no se basen en el enfrentamiento y el odio. En efecto, los artistas y las iniciativas aquí convocados, si bien se inscriben en la continuidad de la exposición de 1999 y no dejan borrar el camino abierto por el arte en tanto que testimonio, también plantean el arte como espacio de libertad para actuar e imaginar propuestas de otras construcciones simbólicas y modalidades de convivencia, es decir, como una forma particular de hacer las paces. La denuncia que conllevan las prácticas artísticas aquí abordadas se abre así sobre un horizonte esperanzador, indudable signo de los tiempos actuales y de la voluntad de una nación de construir un proyecto de paz que pueda plasmarse en la vida cotidiana y cuestionar la incorporación social e individual de la guerra en el diario vivir de los colombianos.

      1. 1985: una fecha decisiva

      Si volvemos un poco atrás en el tiempo, una fecha clave se nos impone: 1985, con lo que de inmediato se le asocia el magnicidio del Palacio de Justicia de Bogotá4. Esta fecha representa, para la historiadora María Teresa Uribe, “un corte” y “un parte de aguas” en la historia del país (Estripeaut, 2005). Y bien es cierto que lo ocurrido aquellos 6 y 7 de noviembre queda todavía presente en la mente de

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