Cazadores de nubes. Javier Enrique Gámez Rodríguez
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Gabriela estaba sentada en la estación. Las empanadas y el jugo reposaban en la mesa que tenía al frente. Todos los hombres a su paso la saludaban. El bus ya no tardaba en llegar.
Se sentía libre con el torso desnudo. Ahora los indígenas tenían el menjurje en una tapara, hecho con los cuadros de su camisa. Seguían hablando en su lengua. El hombre en forma de letras le preguntó si todo estaba bien. Él dijo que sí, que se fuera. El mismo de la totuma tocó la cabeza de Alejandro y pronunció su nombre.
Seguía esperando alrededor de tres cuartos de hora. Se acabó el jugo y las empanadas. Sabía que tenía que esperar a alguien, pero no lograba recordar a quién. Tomó un taxi de regreso a casa. Entró y se quedó inmóvil mirando el espacio en la pared de la sala. A los pocos minutos llamaron a la puerta. Abrió. «Te extrañaba mucho mi amor», dijo Gabriela. El indígena le dio un beso y le entregó un cuadro que traía entre manos. Lo abrió con unas ansias milenarias. La pintura mostraba a unos aborígenes que sacaban a fuerzas de un bus a un muchacho de abundante cabello negro, sin camisa. Su cara demostraba horror y extrañeza. Se dirigían al corazón de la montaña, donde, si se acercaba lo suficiente al cuadro, se podía apreciar que lo esperaban para un sacrificio. Gabriela colgó el nuevo cuadro en la pared de la sala.
El mejor escritor de Norteamérica
Estaba terminando el duodécimo capítulo de su novela, cuando Federico le dijo: Deja esa libreta de una buena vez porque la voy a tirar al fogón. Orlando titubeó al guardar la agenda en el bolsillo interior de su chaleco, tropezó con la silla al levantarse y al llegar a una mesa se encontró con un viejo de aire familiar, feo, que llevaba unas gafas anchas y cuadradas.
—Buenas noches, señor, ¿qué desea ordenar? —dijo Orlando.
—Dame un buen vino de Oporto —dijo el viejo.
—¿Desea algo más? —contestó Orlando.
—Por el momento, no —replicó el viejo.
Orlando regresó con el pedido del viejo, quien encendía un cigarrillo, y le pidió al joven que lo acompañara un rato a beber con él.
—Lo siento, señor, no lo tenemos permitido.
—No hay lío, solo sírveme el primer trago —dijo el viejo, expulsando un poco de humo hacia el rostro del mesero—. Ya puedes largarte.
Y así lo hizo el buen Orlando. Regresó persistente a su novela, escribiendo dos párrafos del siguiente capítulo, donde mataba al cartero y cortaba su carne en finos trozos. Tenía cada detalle bien cuidado. La víctima debía estar sentada en la calleja del bar–restaurante, borracho como una cuba, pero lo suficientemente lúcido para tener consciencia de que necesitaba más alcohol. Uno de sus personajes, quien era un reconocido cirujano de la ciudad, era el portador del arma en cuestión e iba a asesinar al viejo.
—¡Venga ya, mesero, quiero otra botella! —anunciaba entre risas el viejo.
Orlando guardó su agenda en el bolsillo interior de su chaleco, se dispuso a buscar el vino y se lo llevó.
—Acá tiene su pedido.
—Te he visto escribiendo. Muestra lo que has hecho —dijo el viejo— hoy me siento generoso y lo voy a leer.
Orlando se extrañó por la propuesta del señor. Se preguntaba por qué le había dicho aquello. El viejo se le hacía conocido, pero no lograba distinguirlo. El mesero era un lector asiduo, sin embargo, no lo ubicaba entre los nobeles. Tenía un aire a Cortázar, pero por su manera de hablar era obvio que no lo era.
—¿Es que acaso usted es escritor? —le preguntó, detallando más al viejo que, aunque lo notaba alto y grueso, parecía más bien débil.
—¿Bromeas? Soy el mejor escritor de Norteamérica —espetó el viejo, dándole un largo trago al vino.
El mesero, dubitativo, ajeno a él mismo y pese a lo que le decía su interior, le entregó el escrito al señor. Si se atrevía a robárselo, Orlando ya tenía la mayor parte mecanografiada en su habitación.
—Te lo entrego mañana a esta misma hora, pero primero necesito que me des una botella para poder revisar tu novela y de paso hacerle una introducción —dijo el viejo acabándose la segunda de oporto.
—Qué más da —pensó el mesero—, si ya le di mi novela ¿Por qué no una botella? Solo espero que todo esto valga la pena.
Orlando le llevó otra botella, empacada a pedido del viejo. El señor se levantó y se fue.
Federico le hablaba al mesero sobre unas deudas y un posible despido. Pero sus palabras eran un devenir efímero que se perdía en la primera vocal. El mesero trataba de ordenar las mesas; ya había tumbado dos sillas y casi quiebra los vasos de la barra. Cuando el cantinero veía lo que estaba haciendo Orlando, le dijo que se fuera para la casa, que no se preocupara. Pero que regresara al día siguiente y que no iba a haber más botellas fiadas.
Al llegar a su habitación, Orlando agarró una botella de oporto que había dejado por la mitad y se la acabó. Entonces agarró la Remington, acomodó el papel, cerró los ojos para acordarse por dónde iba la novela. Un viento se coló presuroso por la ventana, desorganizando los papeles de la cómoda. Orlando, enfurecido por el trabajo que le costaría colocarlas en orden, prefirió tomar ese sentimiento y dejarlo impregnado en su escrito. Al terminar, se quedó dormido sobre el escritorio.
Unos rayos de sol volaban al interior del cuarto, se escapaban de los ruidos de la metrópolis y también de la vecina sin aptitudes para cantante, quien ya había roto unos cuantos vasos de vidrio y un par de ventanas. El mesero levantó la cabeza entre tanto alboroto y el sol le dio una buena bofeteada, dejándolo con dolor de cabeza y demasiada sed. Viró la cabeza hacia el espejo y notó, sudoroso y ojeroso, que tenía pegado en su frente la última página que había escrito el día anterior y que contenía el final de su novela. Agarró el trozo de papel que aún seguía húmedo por el sudor y solo le había echado una ojeada al final. Orlando se dio una ducha y, después de haberse alistado para el trabajo, rebanó unas naranjas y guardó el cuchillo en el bolsillo interior de su chaqueta, se preparó el jugo y se dirigió al trabajo.
Al llegar al bar-restaurante, Federico le reclamó que, con lo consumido el día anterior, ya eran tres botellas que debía el mesero y que era la última vez que lo veía tomando en el trabajo. Orlando no le dio mucha importancia, solo asintió y comenzó a acomodar las mesas para abrir el establecimiento. Estaba muy ansioso con la espera del viejo. Salió a tomar un poco de aire, sacó un cigarrillo, lo encendió y botó la cerilla en dirección al callejón. Al virar hacia donde había botado la cerilla, el viejo estaba entrando al callejón con una de oporto en la mano. Orlando fue hacia donde había divisado al vejete, giró hacia la derecha y lo miró sentado al lado del bote de basura, terminándose la botella.
—¡Maldito viejo, me has engañado! —gritó el mesero— ¿Dónde está mi novela?
—Calma amigo, acá la tengo. Pero aún le falta algo. Un toque de realismo [...] Carece de emoción y creo que el cirujano tiene otras intenciones —decía entre risas el viejo que se le escurría vino por la comisura de los labios—. Aquí tienes tu novela.
—No