El Capitán Tormenta. Emilio Salgari

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El Capitán Tormenta - Emilio Salgari страница 14

El Capitán Tormenta - Emilio Salgari Colección Emilio Salgari

Скачать книгу

subir.

      Tan sangriento resultaba el combate por aquella zona, que por las murallas corría la sangre, igual que si miles de bueyes hubieran sido sacrificados. Los turcos caían por compañías completas, desgarrados por las picas, espadas y mosquetes. Pero otros los reemplazaban y seguían la lucha con ciega tenacidad.

      Se dirigían, sobre todo hacia las torres, en cuyas plataformas las culebrinas venecianas disparaban sin tregua, ocasionándoles los mayores estragos. Aquellos vetustos y elevados edificios eran muy difíciles de tomar, ya que ofrecían una extraordinaria resistencia a las minas y arietes. El revestimiento caía, pero la parte interior no, dada la solidez de aquellas construcciones, obras de ingenieros venecianos.

      En ocasiones los cristianos, no confiando ya en sus fuerzas, pero dispuestos a morir con las armas en la mano, derrumbaban con sus mazas las troneras, arrojando de esta manera sobre los atacantes un torrente de escombros que inmovilizaba a muchos de ellos.

      Cuando El-Kadur, milagrosamente ileso de las balas de piedra que se abatían sobre la ciudad, esquivando ráfagas de fuego que semejaban bólidos, llegó hasta el fuerte principal, la lucha había adquirido tremendas proporciones.

      La reducida tropa cristiana, arrinconada por los incesantes asaltos de los turcos, diezmada por los disparos de las culebrinas emplazadas en la planicie, y agotada por aquella batalla que ya duraba tres horas, empezaba a retirarse.

      El gobernador, muy pálido, con la cota de malla desgarrada por las armas turcas, rodeado por sus capitanes, ya muy escasos, intentaba reorganizar las compañías de marineros venecianos y de mercenarios, para seguir resistiendo.

      En la parte de atrás del fuerte había una amplia plataforma circundada por una pequeña muralla, que se utilizaba para las maniobras de los guerreros. Al observar el gobernador que el fuerte ya no podía resistir, había ordenado trasladar hasta aquel punto las culebrinas aún utilizables y contener el ataque de los otomanos, que ya salvaban la escarpa exterior.

      —¡Intentemos aguantar hasta mañana, muchachos! —dijo el audaz gobernador—. ¡Siempre habrá ocasión para rendirse!

      Los mercenarios y marineros habían conseguido, a pesar de la lluvia de balas, poner a salvo ocho o diez culebrinas, en tanto que los guerreros procuraban contener durante cierto tiempo al enemigo, batallando en las murallas y en los puntos todavía no derrumbados del fuerte.

      En aquel instante llegó El-Kadur. Al ver al señor Perpignano que reorganizaba la compañía del Capitán Tormenta, reducida a menos de la mitad, se dirigió hacia él.

      —Estamos perdidos, ¿no es verdad? —inquirió.

      Viéndole solo, el veneciano había experimentado un sobresalto.

      —¿Y el Capitán? —interrogó. exaltado.

      —¡Está herido, señor!

      —He visto cómo lo sacabas fuera de aquí.

      —No se inquiete. Se encuentra a salvo y, aunque los turcos conquisten Famagusta, no lograrán encontrarle.

      —¿En qué lugar está?

      —En el subterráneo de la torre de Bragola, que ya se halla derrumbada. Si sobrevive, vaya allí en su busca.

      —¡No faltaré! ¡Ten cuidado, El-Kadur, no te arriesgues mucho! ¡Debes vivir para salvar al Capitán!

      Los guerreros venecianos y los mercenarios, extenuados, se replegaban en desorden en dirección a la plataforma, intentando salvar a la mayoría de sus heridos. Los jenízaros franqueaban ya el parapeto, y exclamaban sin cesar:

      —¡Muerte! ¡A matar!

      Al resplandor de los disparos de la artillería se veían sus rostros contraídos por la furia que los dominaba y sus feroces ojos.

      —¡Ustedes, artilleros! —ordenó el gobernador con una voz que logró imponerse al tronar de los cañones y al vocerío de los asaltantes.

      Las culebrinas dispararon todas al mismo tiempo. La primera fila de invasores se desplomó abatida por aquel huracán de fuego. Pero otros ocuparon sus puestos, lanzándose al ataque con desenfrenada furia, para no dar ocasión a los artilleros a que volviesen a cargar las armas.

      Los venecianos y mercenarios, que habían tenido un instante de descanso, volvieron a la carga. Las cimitarras y las espadas caían sobre las corazas, rompiéndolas y atravesándolas. Las pesadas mazas golpeaban en cascos y cimeras, y las afiladas alabardas ocasionaban horribles heridas.

      Pero ya nada era capaz de contener al ejército que el gran visir y los bajás habían lanzado contra Famagusta. Los robustos guerreros venecianos, agotados por tantos meses de padecimientos y de asedio, se desplomaban por grupos en tierra, y morían pronunciando el nombre de San Marcos.

      La agonía de Famagusta había empezado, iniciándose espantosas represalias, que habrían de levantar un clamor de indignación entre los países cristianos de Europa, que se hallaban pendientes de aquella batalla.

      Oriente aniquilaba a Occidente. Asia retaba a la cristiandad, haciendo flotar triunfante ante su vista la verde enseña del Profeta.

      El fuerte de San Marcos ofrecía muy escasa resistencia. Los mercenarios y venecianos, desbaratados por los asaltos de los turcos, se retiraban en desorden. Ya nadie acataba las órdenes de los capitanes ni del gobernador.

      Una imponente nube, producida por el humo de la artillería, se cernía igual que un velo fúnebre sobre Famagusta. Las campanas habían dejado de sonar y las oraciones de las mujeres, congregadas en la iglesia, eran ahogadas por el atronador vocerío de los invasores.

      Los venecianos, mercenarios y moradores de la ciudad que habían intervenido en la defensa, se daban a la fuga con rapidez y desesperación, haciendo cundir el pánico con gritos de:

      —¡Sálvese quien pueda! ¡Los turcos! ¡Los turcos!

      No obstante, aun tras las viviendas derribadas y en las esquinas de las calles, los venecianos pretendían impedir que los otomanos alcanzaran la vieja iglesia, dedicada al protector de la República, donde estaban refugiados mujeres y niños.

      Si bien agotados y heridos, la mayoría de los valerosos hijos de la reina del Adriático hacían que la victoria le saliese cara al poderoso enemigo. Sabiéndose ya sentenciados a muerte, combatían con la furia de la desesperación, precipitándose sobre los frentes de las columnas.

      Pero por desdicha para los defensores de la ciudad, la caballería penetró en Famagusta, cruzando por las brechas del fuerte de San Marcos, y se lanzó a todo galope entre ensordecedores alaridos, arrollándolo todo a su paso.

      Sobre las cuatro de la madrugada, cuando la oscuridad empezaba a desvanecerse, los jenízaros, que con la colaboración de la caballería, habían sofocado toda resistencia, y registrando una por una las casas no derruidas, llegaron ante la vieja iglesia de San Marcos.

      El valeroso gobernador de Famagusta se hallaba de pie en el último escalón, apoyado en su espada y con un puñado de bravos a su alrededor, los únicos que lograron escapar de la matanza.

      La sorprendente serenidad de aquel hombre, que durante tantos meses mantuvo a raya al más poderoso de los ejércitos formados por el sultán de Bizancio, y que con el valor de su brazo había enviado a más de veinte mil guerreros

Скачать книгу