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Читать онлайн книгу - страница 34
La señora Jordan lo miró.
—Entonces le apetecerá comer algo. Su… se llama Egan —se corrigió Anna.
—Egan —la señora Jordan le indicó un puesto en la mesa—. Siéntate y te traeremos un plato de comida. Mary —añadió dirigiéndose a una de las doncellas—, mira a ver qué le das de comer.
Brent se sentó en la silla más próxima intentando no mirar demasiado a Anna. Le dolía verla tan desconsolada.
Su padre dio dos pasos hacia la puerta.
—Dejarán tus cosas en la casa.
Ella asintió.
—Gracias, padre.
Brent frunció el ceño. Qué frialdad la de aquel hombre. Le recordaba a su abuelo, el viejo marqués.
La doncella le llevó un plato de comida a él y un té a Anna.
Los sirvientes iban entrando y saliendo de la cocina al concluir sus tareas o para darle el pésame a Anna, pero en un momento dado llegaron a quedarse solos.
—¿Anna? —murmuró, olvidándose de la formalidad de llamarla de otro modo.
Estaba pálida.
—Tengo la sensación de que no puedo respirar.
Hubiera querido abrazarla y consolarla como lo había hecho con Cal tras las pesadillas, pero se limitó a cambiarse de silla para ponerse frente a ella y apretar su mano.
—Llore, no se contenga. Le ayudará.
Aunque él desde muchacho había aprendido a no llorar nunca.
Ella parpadeó rápidamente y le apretó a su vez la mano, pero alguien se acercaba y le soltó.
—¿Ha terminado de comer?
—Sí.
Su plato estaba casi vacío, pero no había saboreado nada de lo que había comido.
—Entonces, mejor nos vamos. Aquí solo servimos para estorbar —se levantó—. Espere un momento que lo diga en la cocina.
Cuando volvió y salieron, le dijo:
—La acompaño a casa de su padre.
Anna no se negó.
—No… no me puedo creer que se haya ido —musitó, y él le ofreció apoyo en su brazo.
Cuando llegaron a la casa, llamó a la puerta antes de abrir.
—Estoy aquí, padre.
La habitación estaba a oscuras, iluminada solo por el resplandor de un fuego.
Brent percibió un intenso olor a ginebra.
Su padre se levantó de una silla junto a la chimenea.
—Pues pasa.
Su tono era áspero y su dicción un poco turbia.
Brent esperó en la puerta. No sabía si dejarla sola.
—Tú… pasa a tomar una copa —le llamó el señor Hill.
—No me vendría mal —contesto con su voz de cochero. Se quedaría mientras ella lo necesitara.
Anna renunció a la posibilidad de compartir su dolor con su padre. Nunca le había visto beber así. Le asustaba.
—Siéntate un poco, hija —le dijo haciendo un gesto con el brazo, pero la palabra hija la pronunció con un tono amargo.
Anna se sentó.
El señor Hill llenó un vaso para lord Brentmore y parte del licor se derramó por los lados. Sus manos temblaban.
—Deberías haber venido antes —le recriminó.
—He esperado a que terminara Egan de cenar, padre.
—No me refiero a eso. Hablo de tu madre.
—No he podido, padre.
Y eso era lo peor de todo: no haber podido llegar a tiempo.
Su padre clavó la mirada en el fuego de la chimenea.
—No hubo nadie en su funeral. Nadie que la acompañara —la miró—. ¿Por qué no has venido, eh? ¿Estabas demasiado ocupada atendiendo a los mocosos del señorito?
Anna miró sin poder evitarlo a lord Brentmore, y él contestó por ella.
—Ha venido en cuanto recibió la carta, esta misma mañana —su acento irlandés se desdibujó un tanto.
El padre hizo un gesto con la mano que equivalía a decir que todo daba igual y tomó un trago directamente de la botella.
Anna apartó la mirada y ahora que sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad de la casa, vio platos sucios en las mesas, ropa tirada por el suelo, botellas por todas partes.
—Voy a recoger un poco —dijo, levantándose.
Encendió una de las lámparas y empezó por recoger las botellas vacías.
Su padre no se dio ni cuenta.
—Me asquea… después de todo lo que tu madre hizo todos estos años.
Anna le escuchaba solo a medias; seguía llevando botellas al cubo que había junto al fregadero, lleno de platos sucios.
Su padre seguía hablando.
—Ella solo me aguantaba, nada más. ¿Qué podía hacer yo? ¿Qué posibilidades tenía un hombre que se pasa el día sacando mierda de las cuadras y que vuelve a casa apestando a caballo? —se volvió a Anna y la señaló con un dedo—. Y la hija… igual.
Anna se había pasando la vida esperando que su padre la quisiera, pero no lo había conseguido.
Lord Brentmore se levantó y se acercó a ella.
—¿En qué puedo ayudar?
Su cercanía era un consuelo. Le agradecía mucho que se hubiera quedado.
—¿Cómo voy a pedirle que me ayude?
—No es usted quien me lo pide, sino yo quien se lo ofrezco.
Había un cubo al otro lado del fregadero y se lo entregó.
—¿Podría llenarlo de agua? El pozo está fuera.
Él asintió.
Recogió más platos, cuencos y cucharas por toda la habitación y los dejó en el fregadero. No podía fregar en