E-Pack Escándalos - abril 2020. Varias Autoras

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ruego me disculpe, señorita Hill.

      Ella se irguió de nuevo para mirarle con un porte tan regio como el de cualquiera de las matronas que acudían a Almack’s. Su cuello, tan recto y delgado, invitaba a ser acariciado. E invitaba a continuar hacia abajo, hasta la curva de sus pechos…

      —¿Por qué me mira así? —le preguntó con un ligero temblor en la voz.

      Dios bendito, se había dejado llevar por la imaginación y se había atrevido a seducirla…

      ¿Por qué aquella belleza estaría dispuesta a enterrarse en el repudiado trabajo de institutriz? Seguro que no ignoraba los peligros que acechaban a una mujer al servicio de los ricos y privilegiados. Una institutriz no contaba con la protección del resto del servicio, ni tampoco de la sociedad. Sería presa fácil de cualquier hombre que deseara seducirla.

      Cerró los ojos y se volvió hacia las estanterías. Dejó que los dedos acariciaran el lomo de los libros.

      —Le ruego me disculpe una vez más, señorita Hill. No consigo comprender cómo una joven de su… —se volvió sin querer una vez más para admirarla de arriba abajo—… disposición puede pretender el puesto de institutriz.

      Ella lo miró con aire de superioridad.

      —¿Me cree usted incapaz de desarrollar semejante tarea?

      Su valor le producía más asombro del debido.

      —Es usted muy joven —replicó, yendo a sentarse en una silla junto a la ventana. Luego cruzó las piernas.

      Ella volvió a levantar la barbilla.

      —Mi edad es un valor añadido, lord Brentmore.

      Él frunció el ceño.

      —¿Y qué edad tiene usted?

      —Veinte años, milord.

      —Muy mayor, sí —se burló.

      Ella dio un paso hacia él.

      —Mi juventud me proporcionará la energía necesaria para la enseñanza de mis educandos.

      Lord Brentmore tamborileó con los dedos en el brazo de la silla. La institutriz anterior era una mujer de cierta edad, y seguir dándole precisamente ese empleo había sido un error. ¿Lo sería también contratar a alguien tan joven?

      —Así los comprenderé mejor —continuó—. Aún no he olvidado las travesuras que pueden inventarse los chiquillos.

      —Yo no quiero una institutriz que se una a ellos en sus diabluras.

      —¡Y no pienso hacerlo! —replicó, irritada—. Soy una persona juiciosa, milord.

      Se levantó y volvió a acercarse a ella, lo suficiente para sentir en la piel su calor.

      —Cuénteme más de usted, señorita Hill.

      Su voz se había vuelto grave.

      Ella dio un paso atrás y la mano voló a un mechón de pelo que le rozaba la mejilla.

      —Sé que no soy una dama, pero he sido educada como si lo fuera. He recibido todas las ventajas de…

      Tenía que mantener las distancias.

      —Hay otra razón por la que debería contratarme, señor —añadió ella tras respirar hondo.

      —Usted dirá.

      —El conocimiento es para mí el don más preciado, milord. Mi peculiar situación de persona que de otro modo nunca habría tenido acceso a él me hace apreciarlo en todo su valor. Me ha abierto los ojos al mundo —hizo un gesto con los brazos que abarcaba los libros encuadernados en piel—. Y ese mundo es lo que les enseñaría a sus hijos.

      Por primera vez su rostro se iluminó de placer verdadero, y ese entusiasmo le llegó dentro a él, despertando algo que mejor estaba enterrado.

      —Hará de mi hija una marisabidilla.

      —¡Por supuesto que no! Haría de ella una dama —respondió y señaló el documento que le había entregado—. Domino todas las artes femeninas: sé bordar, pintar con acuarelas, tocar el pianoforte. Conozco todas las normas de urbanidad y buenos modales, y sé bailar. Por otro lado sé latín y matemáticas, de modo que estoy en condiciones de preparar a cualquier muchacho para Eton…

      La voz le falló como si temiera haber hablado demasiado, pero en su mirada había un ruego.

      —Le complacería mi trabajo, milord. Lo sé.

      Se obligó a bajar la mirada para que ella no pudiera ver lo hambriento que estaba de semejante pasión juvenil. A pesar de que solo tenía treinta y tres años, en aquel momento se sentía más viejo que Matusalén.

      Los niños se merecían una buena educación. Una buena crianza. Aún más: se merecían ser felices. Eran criaturas inocentes, aunque sus cuerpecitos fueran la encarnación de sus fracasos y de sus errores. Que aquella institutriz, aquella bocanada de aire fresco, fuese un regalo para ellos.

      Es más: estaría en una casa en la que ningún hombre se aprovecharía de ella. Y no es que él fuera inmune a la tentación, pero detestaba Brentmore y pasaba tan poco tiempo allí como le era posible.

      Dejó vagar la mirada por las estanterías abarrotadas de libros, una imagen mucho menos peligrosa que la de aquellos ojos azules llenos de esperanza.

      —No es necesario que se vista de gris —dijo por fin. Sería una pena ocultar tanta belleza bajo cuellos altos y mangas largas—. Su vestuario actual puede servir.

      —No entiendo… —le temblaba la voz—. ¿Quiere decir que… me da el puesto?

      Él tragó saliva.

      —Sí, señorita Hill. El puesto es suyo.

      —¡Milord! ¡No lo lamentará, se lo aseguro!

      Su alivio era tan evidente como la sonrisa que le iluminó el rostro y que a él le encogió las tripas.

      —Tiene que estar lista para asumir sus obligaciones esta misma semana.

      Los ojos se le llenaron de lágrimas y él sintió el impulso de abrazarla y asegurarle que no tenía de qué preocuparse.

      —Lo estaré, señor.

      Incluso la voz se le había empeñado de emoción.

      —Haré saber a lord Lawton que la he contratado.

      Anna parpadeó rápidamente, molesta consigo misma por permitirse semejante muestra de emoción en un momento tan importante como aquel. Quería… no, necesitaba ser fuerte so pena de que aquel marqués fuera a cambiar de opinión.

      No se había imaginado con antelación que fuera a ser tan imponente, y tampoco tan alto. Ni tan joven. Más se había imaginado que se parecería a los caballeros que visitaban la casa de lord y lady Lawton,

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